Emiliano Páramo
Hace algunos años, cuando daba clases de literatura contemporánea, una alumna me preguntó por qué leeríamos durante el semestre, sólo novelas que contaban historias de fracasados. Aunque generalizó severamente, es posible que de algún modo tuviera razón: la mayoría de los libros que la materia preveía, hablaban de hombres tristes. Mi madre, recuerdo, siempre decía que habíamos venido a este valle de lágrimas a sufrir; con el tiempo, mi cerebro cuadró en no estar de acuerdo con mi madre, y procuré hallarme feliz, tantas veces como me resultó posible por los “caminos de la vida”, que ciertamente no eran como yo pensaba. Apelando a la reflexión, pienso que nuestro paso por la tierra debería coleccionar muchos más momentos felices, de los que a veces somos capaces de arropar, donde nos habita lo que algunos llaman el alma. Pregunto: ¿No conseguir ser felices la mayor parte del tiempo, nos convierte en fracasados?
Los cuentos tradicionales suelen terminar con la frase “y vivieron felices para siempre…”, pero nunca nos enteran de cómo ocurre esa felicidad. ¿Será porque la felicidad no es interesante? Recuerdo que alguna vez escuché de un periódico que en Nueva York, salió a la venta con el nombre de “Good News”, y con la consigna de sólo dar “buenas noticias”; cuentan que el diario aquel, duró apenas un par de semanas, intentando colocarse en el ánimo lector de los neoyorkinos, pero fracasó al sólo conseguir vender diariamente, menos del 2% de su tiraje, a diferencia de otras publicaciones que daban cuenta de tragedias, nota roja y escándalos de la farándula y la política.
Facundo Cabral, contaba la anécdota de una mujer que prefería la depresión a la felicidad, porque le duraba más. ¿Será acaso que en la realidad disfrutamos sufrir? He tenido amig@s que cuando la tristeza los toma por asalto, se encierran a llorar en el baño, frente al espejo, y sé que experimentan un raro placer irrenunciable, en lo que ven y saborean, entre la sal y el agua derramadas por sus ojos.
Estoy convencido que las lágrimas sanan, por eso cuando alguien tiene ganas de llorar o ya está llorando, lo mejor que podemos hacer, es solamente dejar que sus lágrimas sucedan; y no pedirle que se tranquilice, pues eso sólo lo conseguirá después de una buena moqueada llorosa, que permita que la tristeza se derrame larga, como si las niñas de sus ojos no pudieran parar de hacer pipí.
Dice el entrañable y gigante novelista hidalguense Agustín Ramos, que los mexicanos tendemos siempre a “abolerarlo” todo, en el peor de los sentidos, pues tenemos una tendencia casi genética al melodrama y los aspavientos desmedidos del llorar. Basta revisar las letras de los boleros y las deliciosas películas de la época de oro del cine mexicano, donde nos da por azotarnos y celebrar la tristeza que crece desde lo profundo, en la necesidad de afirmarnos en lo que no somos y por aquell@s que nos hacen falta. Un ejemplo deliciosamente azotado: Voy a mojarme los labios / con agua bendita, / para borrar los besos que una vez me diera / tu boca maldita. / Voy a ponerme en los ojos / un hierro candente, / pues prefiero estar ciego, mil veces, / que volver a verte… Y estando tristes, cómo nos gusta poner canciones lacrimosas, para echarle alcohol y picante, a la herida abierta que permanece en flor.
Dice Jorge Paladino que, bajo la tiranía de lo individual y del narcisismo, no hay sitio para los que tenemos el mal gusto de ponernos tristes o melancólicos. La tristeza es propia de los “perdedores” y ¿quién desea integrar ese infortunado equipo de los infelices? Aunque de a ratos, la vida nos hace pagar con creces la membresía.
Esta semana cumplí años, en un número que invariablemente acusa que estoy comenzando a envejecer. La tristeza me ha puesto a escribir y a componer las mejores páginas de mi obra. Eusebio Ruvalcaba, afirma que yo tengo una deuda con el dolor; recién comienzo a entender sus palabras. Flaubert dijo que: «Para ser crónicamente feliz, uno debe ser también absolutamente estúpido». Desmiento a Gustav: soy gregariamente estúpido, y sin embargo, la felicidad visita muy poco mi casa, pero enciende la hoguera donde se cuecen las habas de mis letras.
Desde aquí, desde esta tarde lluviosa en los suburbios de Pachuca, abrazo plañidero a los ausentes, que convoco desde lo que escribo, para ahuyentar a la muerte del lecho de mi encierro.
Jamädi…
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