sábado, 26 de octubre de 2019
viernes, 25 de octubre de 2019
La patria hñähñu
Lo había escrito Pessoa,
“Mi patria es la lengua”. Juan Gelman lo dijo en una entrevista a El País desde
Pekín en 2009, “(…) pero solo tengo una patria, la lengua (…)”. Sabina lo
repite de vez en vez, “Mi lengua es mi patria”. Todas estas frases encierran el
sentido de pertenencia que genera en nosotros el idioma y que se potencializa
en aquellos que usamos la palabra como medio de sublimación artística; mi
lengua es donde habito, yo agrego.
Sin embargo, no para
todos los hablantes es así, aunque debería. La lengua nos da esencia, es el más
remoto tesoro que encierra aquellas convivencias de infancia, con nuestros
padres, abuelos, hermanos, amigos con quienes, a través del lenguaje,
comenzamos a conocer el mundo. Conocer es nombrar. Aprender que una silla se
llama silla y que un balón se llama balón. Sin embargo cuando crecemos, los
embates sociales, sobre todo en la actualidad, conllevan en muchos casos que la
lengua materna sea un estigma de retraso o de vergüenza, erróneamente.
Por esta última razón
resulta tan importante conocer la exposición “La escritura del hñähñu a través
del tiempo”, un trabajo de investigación de la Dra. Verónica Kugel. La muestra
rescata documentos y publicaciones que dese un pasado remoto dan testimonio de
la vida que ha tenido esta lengua materna que tienen su mayor parte de
hablantes en el Valle del Mezquital. Los expertos dicen que para que una lengua
originaria pudiera considerarse un idioma no sólo debe tener reglas ortográficas
y gramaticales, sino también generar literatura, es decir, su expresión
escrita. El hñähñu es un idioma batiente. Nos sólo tienen una cantidad estimada
de 250 mil hablantes en Hidalgo, sino que en ningún momento de la historia
mexicana ha sido ajena de la escritura.
Desde códices, pasando
por catecismos coloniales, cartillas de salud, libros de texto escolares,
gramáticas, artes de hablar, poesía cuento y hasta libros que hablan de temas
tan “ajenos” a nuestro folklor como el ajedrez o la nanotecnología, son algunos
de los más de 150 ejemplos de que el idioma hñählu u otomí se mantiene en buena
forma.
¿Por qué entonces creemos
que está en desuso? ¿Por qué tenemos la impresión de que es una lengua arcaica
y cercana a su extinción? Por un prejuicio. Por un lado, de la sociedad moderna
que reprueba de fato todo aquello que parezca peculiar y que sea difícil de
adoptar; e moda siempre se pondrá aquello que sea fácil de reproducir, de
copiar, si algo requiere de un esfuerzo mayor o está relacionado con una tradición
que no todos tenemos, nunca estará de moda.
El segundo prejuicio
deriva del primero; las nuevas generaciones de hablantes, muchachos bachilleres
o universitarios, prefieren ocultar su herencia lingüística para no exponerse a
la descalificación de aquellos que ven en lo homogéneo su particularidad. Pero,
aunque parezca difícil de creer, esta comunidad de hablantes ocultos despide
destellos de orgullo llenando las redes sociales de mensajes en su lengua
materna, con la salvedad de que la ortografía, como ocurre en los modernos
“escribas digitales” del español, es atropellada por las abreviaturas
incorrectas y los “emojis”.
La exposición “La
escritura del hñähñu a través del tiempo” pretende desempolvar la valentía de
las nuevas generaciones que solo hablan su idioma original los fines de semana
que regresan a comer con los abuelos y se atrevan hacer unos de las ventajas
que les permite ser bilingües, en algunos caso hasta trilingües; por ejemplo la
facilidad para aprender francés que tienen un hablante de hñähñu por ser ambas idiomas
guturales; o la apertura de visión de quien puede formular en su cerebro frases
en dos idiomas distintos reconociendo en cada estructura una cosmogonía particular.
La exposición, impresa en
modernos y prácticos materiales por la Secretaría de Cultura de Hidalgo, está
recorriendo las universidad públicas sectorizadas a la Secretaría de Educación
Pública y es un esfuerzo para que la juventud hablante de lenguas originales,
no solamente del hñähñu, puedan mostrar al mundo su patria, y el orgullo que
les provee, en cada vocablo que descubran el mundo en el que viajamos al
futuro.
jueves, 24 de octubre de 2019
viernes, 18 de octubre de 2019
El Mogadishu mexicano
El tres de octubre de
1993, 160 soldados estadounidenses iniciaron en Mogadishu un misión “común y corriente” para
capturar al líder Somalí Mohamed Farrah Aidid, lo cual, aunque tenía sus
riesgos, no les tomaría más de 35 minutos. La intervención se complicó de tal
manera, justo después de que dos de sus helicópteros Black Hawk fuera derribados,
que el resultado fue desastroso: 19 soldados norteamericanos y se calcula que
mil somalíes muertos, y otro tanto de heridos, tras una batalla que duró hasta
la mañana siguiente sin que hubieran podido capturar a Aidid, al que terminaron
por asesinar al año siguiente, presumiblemente, la mismas fuerzas de los
Estados Unidos. Este fue el descalabro militar más grande de la presidencia de
Bill Clinton, aunque el costo político fue minimizado por los líos de faldas a
los que el presidente era asduo.
Este suceso vino a mi
mente al ver lo ocurrido ayer en Culiacán: Las fuerzas armadas mexicanas, en un
operativo para capturar a Ovidio Guzmán (hijo del Chapo), sobre el que pesa una
orden de aprensión con fines de extradición solicitada por los gringos. Al
parecer la idea inicial era entrar al domicilio donde ya lo habían ubicado,
capturarlo, no sin encontrar cierta resistencia de los guardias personales del
narco, treparlo a la camioneta y sacarlo directo a un lugar donde pudieran
subirlo a un avión que lo llevara a la ciudad de México. ¡Pan comido! Sin
embargo, aunque el plan era sencillo y parecía infalible, se les salió de las
manos. No sólo encontraron resistencia del grupo que acompañaba Ovidio, sino
que la noticia de la captura o intento de captura corrió como pólvora (que
adecuada metáfora) y movilizó a un número importante de comandos armados
poderosamente que recorriendo las calles de la capital de Sinaloa y desataron escaramuzas
por toda la ciudad. Eran como las tres y media de la tarde; los últimos balazos
se escucharon pasadas las nueve de la noche y todavía, doce horas después del
inicio del enfrentamiento se veían camionetas colmadas de sicarios armados
recorriendo las calles ya aparentemente apacibles.
El suceso desata muchas
interrogantes. ¿De verdad quien planeo la misión no esperaba la rijosa
respuesta del grupo criminal al ver que intentan agarrar a su jefe? ¿La manera
desesperada en que Pablo Escobar, en su momento, reaccionó ante la posibilidad
de ser capturado y extraditado no es claro ejemplo para aprender comoenfrentar
un intento de captura como el de Ovidio? ¿Agarraron o no al hijo del Chapo? Al
parecer por lo menos le pusieron las manos encima, pero no lograron sacarlo de
la casa. ¿Por qué? Algunas versiones apuntan que durante un largo rato los
soldados intentaron salir con el prisionero y al ver que las balaceras se los
impedían optaron primero, por vestirlo de militar para sacarlo de “incognito”
(lo cual de ser cierto es un deshonra para el uniforme) y terminaron por
recibir la instrucción, aún no se sabe precisamente de quién, para mejor
sacudirle el polvo, acomodarle la camisa jaloneada, pedirle una disculpa y
decirle que ya se podía ir.
La falta de certeza en lo
ocurrido en la guarida de Ovidio y el vacío informativo de las primeras horas
vieron completada su vergüenza tras la declaración presidencial de la mañana
siguiente: “Se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo.
No se trata esto de masacres. No vale más la captura de un delincuente que la
vida de las personas.” Lo que se soslaya, estalla.
¿Aplicar la ley esta
incorrecto? ¿Acaso las fuerzas armadas no entrenan precisamente para enfrentar
situaciones como la de ayer tratando de salir victoriosos a toda cosa? Es su
trabajo. Entiendo y comparto el espíritu de no pagar el mal con el mal, de no
apagar el fuego con fuego, pero el Gobierno no está “iniciado el fuego” (como
cantara Billy Joel) cuando aplica la ley y se vale de la fuerza pública y
militar para lograrlo. Sí comete un grave error al echar atrás al momento de
capturar a un delincuente de la talla de Ovidio, de quien por cierto el solo
hecho de tratar de aprenderlo confirma su influencia dentro del Cártel de
Sinaloa; nos queda claro, él es el jefe. Haber fracasado en la incursión
militar de Culiacán no arroja un resultado sangriento como fue Somalia para los
gringos, pero se convierte en un berenjenal político que preocupa y molesta
porque la debilidad y la omisión son defectos peores, si cabe la expresión, que
la de ser inepto o corrupto.
¿Acaso ser omiso, una
variante de la ineptitud, no es también una manera de ser corrupto? Yo creo que
sí.
Nobel a dos bandas
No es una alteración en
la Matrix. Por el contrario, es el ajuste para reparar la anomalía provocada
por los escándalos de índole sexual que sacudieron hasta lo cimientos a la
Academia Sueca el años pasado. Fue así que la semana pasada fueron anunciados
los premios Nobel de Literatura correspondientes al 2018 y 2019: Olga Tokarczuk
y Peter Handke, respectivamente.
El Nobel de Literatura
nunca ha tenido dos galardonados en un mismo año, cosa que ocurre con cierta
regularidad en las otras disciplinas reconocidas, química, medicina, física y
hasta el de la paz cuando el galardón va a una cauda, un avance científico
realizado en conjunto. Pero el de literatura nunca hasta hoy con la salvedad de
que corresponden, cada uno, a años distintos, por lo que su carácter univoco
permanece.
Los galardonados son
escritores europeos que han luchado infatigablemente, también desde las letras,
contra la ultraderecha y el conservadurismo exacerbado que ha llenado de
cicatrices bélicas el viejo continente. Aquí un par de retratos hablados de
ellos dos:
Olga Tokarczuc, nació al
oeste de Polonia hace 57 años. Es psicóloga y lo mismo ha explorado la poesía,
la novela, el ensayo e incluso ha hecho adaptaciones para teatro. Se considera
discípula de Carl Jung, no sólo como terapeuta, también como creadora. Uno de
sus primeros trabajos fue en un hospital psiquiátrico, en los cambios de turno
o cuando volvía a casa, ya de noche, escribía. Si pudor hace culpable a Edgar
Allan Poe de su devenir como escritora, aunque un par de rusos, Gógol y Chéjov,
fueron parte de la conspiración. Admira
también a Thomas Mann y piensa que “escribir novelas es como contarse cuentos a
uno mismo, como hacen los niños antes de dormir, utilizado el lenguaje que se
encuentra en la frontera entre el sueño y la conciencia”.
Su primera novela
apareció en 1993, se llama “el viaje de los hombres del Libro y recibió el premio de la Asociación Polaca
de Editores de Libros. De ahí una cascada de libros fundamentales para entender
la literatura del transbordo de siglos: “Historias últimas”, la historia de
Polonia y Ucrania desde los ojos femeninos; “Los errantes”, primera novela
polaca en ganar el prestigioso premio Man Booker Internacional, una constalción
de fragmentos para unir por el lector, dice la autora; entre muchas otras. Hay
que decir que poca de su obra esta traducida al español, lo que por supuesto,
cambiará a partir del Nobel.
Por su parte el austriaco
Peter Handke es un autor ampliamente conocido entre los lectores hispanoparlantes.
Forjó su literatura en lengua germana y se convirtió en un crítico puntilloso
de la caos nacionalista que azotó (o azota) el centro de Europa. Cree que la
novela “es apenas un largo poema épico, donde lo que importa no es la ficción
en sí misma, sino la consecuencia de las casualidades.” Es pues un asunto
sencillo para él, pero con el que revolucionó la literatura europea
convirtiéndola en una respuesta rabiosa a al barbarie de la Segunda Guerra
Mundial.
Títulos como “La gran
caída”, “La mujer zurda” y su clásica obra “El miedo del portero al penalti”,
además de su trabajo como ensayista lo han convertido, desde hace muchos años
ya, como un autor de culto y sus lectores conforman una multitud.
Cuenta que, después de
recibir la llamada de la Academia, salió a dar una paseo por los bosques
cercanos a su casa a las afueras de París. Al volver lo abordaron un grupo de
periodistas que desafiaron su fama de escritor malhumorado, él los invitó a
pasar y dio sus primeras declaraciones. Dijo tener sensaciones extrañas,
alejadas de la felicidad pero cercanas a estar emocionado: “Como escritor has
nacido culpable. Y hoy, a esta hora, no me siento culpable, me siento libre”.
Dos escritores libres en
un continente que ha sido, por largos periodos de la historia, una prisión de
odio y terror.
Paso
Cebra
Lamento profundamente el
asesinato del poeta chihuahuense Enrique Servín Herrera, activista, defensor de
las lenguas indígenas y destacado autor del norte; además, traductor de un
poeta íntimamente ligado con Hidalgo, el noruego Torgeir Rebolledo Pedersen.
Descanse en paz.
domingo, 13 de octubre de 2019
viernes, 11 de octubre de 2019
La (in)utilidad de la belleza
El 23 de febrero de 2010,
Paul Auster escribió una carta a J.M. Coetzee donde discernía sobre la utilidad
de lo bello. De la larga charla epistolar de aquel día viene a mi mente una
idea esgrimida por el neoyorkino: “(…) la búsqueda de la belleza, que es
fundamentalmente inútil, puesto que no sirve para fines prácticos.” El arte –eso
que nos asombra al mirar un cuadro, lo que nos sacude frente a una puesta
teatral, cada aliento que nos es robado durante la lectura de un libro, el
sobresalto en el medio de la pieza musical–, tiene alguna utilidad, más que
eso, “debe” tener alguna otra misión más allá de conmover. Vaya cuestionamiento
con vocación de moebius.
Arturo Trejo Villafuerte
busca la belleza, y sabe de su utilidad y su inutilidad. En sus dos más
recientes títulos (aparecidos en la colección “Folletín Dorado Antología Poética”
de la editorial Cofradía de Coyotes): “Dieciocho inútiles poemas de amor para
ti, para ella o para nadie” y “Diecinueve útiles poemas de luz y sombra”, esta
conciencia escarbar con la pluma en el páramo yermo de la página en blanco rara
vez nos permite acceder al tesoro de la belleza, en este caso, literaria.
Los “Dieciocho” son el
resultado inmarcesible pero infructuoso del amor. Asiéndose del azadón del
surrealismo con un dejo de clasicismo griego, Trejo Villafuerte horada en el
dolor del amor imposible, inexistente, para convertir esa pesquisa vacua en una
celebración, en la persecución literaria de un ser que probablemente sólo
existe en el deseo.
Te
tengo y no te tengo,
eres mía y no lo eres,
gravitas en el mar de tu
existir
y formas estrellas nebulosas que nunca alcanzo.
Con un lenguaje sencillo
pero contundente, Arturo viste del explorador que anhela descubrir en una mujer
el continente prometido para sembrar sus versos doloridos en sus playas, los
cuales, tarde que temprano serán arrasados por la mar del olvido y entonces
sólo quede él mismo.
Ay,
quiero perderme y encontrarme entre tu cuerpo.
Que cada poro tuyo y mío lleve
nuestros nombres enlazados.
El anverso de esta moneda
en que vemos nítidamente la efigie del autor son los “Diecinueve”. En esta cara
también se muestra Villafuerte con textos pulcros y en los que destaca la
simple, pero magnánima, vocación de hilvanar las palabras precisas para esbozar
la pasión.
Con los mismos utensilios
literarios de los “Dieciocho”, el surrealismo y la mitología griega, el autor
arranca una relatoría donde su cosmogonía del deseo se enaltece hasta sacudir
al lector más despistado. Nos asalta en cada página con la belleza “inútil” de
lo que no puede dejar de ser descrito so pena de estar cometiendo un crimen de
lesa humanidad.
Hace
unas horas sobre mi cuerpo, brilló la belleza,
la Luz Ele-mental de unos ojos
que eran auténticos luceros.
Estos poemas transcurren
como el recuento de una batalla, la más hermosa, la más encarnizada, esa donde
obtener la victoria del amor es apenas la antesala de una derrota que más
pronto que tarde nos avasallará, dejándonos hechos trisas por dentro… y por
fuera.
Caí
redondo en la fuente de ternura de tu boca:
te poseí y fui poseído.
Pero
sabía con toda certeza
que yo era el prisionero,
el débil, el desvalido.
Arturo es uno de nuestras
glorias literarias. Su búsqueda de los (in)útil lo ha llevado por el cuento, la
poesía, el ensayo y la crítica literaria, y se ha consolidado como un autor
imprescindible para conocer la literatura hidalguense y mexicana en general de
finales del siglo pasado y principios de este. De él, cualquier libro es un
buen inicio para conocerle como autor y como paisano. Este par plaquetas es la
ventana más oportuna para leerle y convertirse en devoto voyeur de su “inútil”
búsqueda literaria.
Paso
cebra
Recién concluyo esta
columna me entero de la designación de los nuevos premios Nobel de Literatura:
la escritora polaca Olga Tokarczuk (correspondiente al 2018) y el austriaco
Peter Handke (correspondiente al 2019). La próxima semana haré un retrato
hablado de ellos.
jueves, 10 de octubre de 2019
viernes, 4 de octubre de 2019
Fahrenheit y la barbarie
A André Bretón, México le
parecía fascinante. Lo que imaginaba como surrealismo no llegaba a tanto. La
realidad superaba cualquier ficción, cualquier ideología o propuesta artística.
México es la tierra donde ocurre lo inimaginable, lo perfectamente inverosímil,
lo que “sólo podría ocurrir en México”.
En una semana hemos
presenciado al menos tres marchas de protesta en la capital del país, las
cuales se han debatido, como parece que comienza a ser costumbre en nuestro México,
entre el legítimo derecho a la manifestación y el disentimiento, y la violencia
desmedida y los destrozos como recurso emblemático contra la opresión, la cual
se supone, ya no existe en un gobierno emanado de la izquierda, elegido por la
mayoría y con altos niveles de aceptación entre los ciudadanos.
Ya he hablado aquí de lo
peligroso que resulta mover la percepción de la gente a los nodos de violencia
y restarle importancia a la razón primordial de una marcha; nada peor que una
causa que se desdibuja ante el sensacionalismo de lo vandálico.
Es cierto, a todas luces,
que atentar contra la propiedad pública nos afecta a todos; paradas de
autobuses pintarrajeadas, mobiliario urbano inservible por doquier; pero la
afectación al bien privado también, es muestra de una odio exacerbado el cual
habrá que analizar detenidamente pues parece provenir de un maltrato
sistemático contra los que menos tienen. Pero, ¿son esos, los marginados y
enviados históricamente al ostracismo, quienes encabezan esas marchas?, ¿quiénes
azuzan el odio para que desborde las legítima causas del desacuerdo?
El tono más virulento
fue, cuando una de esas movilizaciones tomo una librería como objetivo de su
resentimiento. Unos, oportunistas, ingresaron a la fuerza y robaron libros,
otros, mientras los empleados del sitio trataban de repelerlos cerrando las
puertas, le prendieron fuego al interior y enarbolaron una consigna por demás
peligrosa: “Leer es para burgueses”.
Tan peligrosa como la
conductora, física ella, que en el mejor canal de televisión pública, el Once,
aparece con wiski “old fashioned” en la mano y balbucea que la ciencia está
“sobrevalorada” como ridículo embate contra la comunidad científica y sus
“privilegios”. Está sobrevalorada para aquellos que apuestan por hacer volver
la Edad Media, que aspiran al oscurantismo como estadía perfecta para los
dóciles, para quienes creen que avanzar es volver sobre los propios pasos.
Da miedo que esas
posturas retrógradas aparezcan, pero es de terror pensar que se acunan en
sectores al interior del gobierno federal como el caso de la televisora publica
arriba mencionada o de un sector que, por su rebeldía, apoyó o apoya en su
momento al presidente que quiere ponerlos en su lugar a zapes.
Leer nos hace libres, de
ataduras ideológicas, morales, sociales y religiosas. ¿Ser libre es ser
burgués? Sin duda el conocimiento y el saber te dan un estatus, pero no social,
en ocasiones ni económico, apenas intelectual en un país donde parece que serlo
es un estigma y un sinónimo de “burguesía”. ¿Qué pensaría sobre esto
Vasconcelos? Quién hubiera dicho que alfabetizando este país lo llevaba a la
mesocracia.
Y qué decir de la
ciencia, ya sea exacta o social, en un país donde las necesidades más simples
requieren cada vez de soluciones más complejas. Es tratada pues como un
vehículo para avanzar del que debemos bajarnos porque su velocidad nos marea y
preferimos andar a gatas para evitar las náuseas.
Es cierto que el México
de desigualdad no ha desaparecido tan rápido como los inocentes creían (no se
quienes lo eran más, aquellos que lo prometieron o aquellos que lo creyeron) y
que seguramente nos tomará décadas para que los esfuerzos contra la pobreza y
la inequidad de oportunidades sean notorios, pero los actos fratricidas no
abonarán nunca en beneficio más que de la revancha.
Hasta Montag, el pirómano
de profesión esgrimido por Bradbury recapacita sobre su deber barbárico de
quemar libros, de llevar el conocimiento y la memoria a las cenizas. ¿Podremos
nosotros hacer lo mismo?
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