miércoles, 26 de agosto de 2020
viernes, 21 de agosto de 2020
Murakami y la vara del funambulista
Guardar el equilibrio: habilidad pocas veces vista;
característica fundamental para avanzar sin trastabillar. Todo en la vida debe
tener equilibrio. Los ingredientes de un guiso, equilibrados para un buen
sabor. La pasión desenfrenada,
equilibrada para no arrojarse al precipicio de la soledad. Una buena película,
equilibrada en su ritmo y línea argumental para que no nos pese a los quince
minutos de iniciada. Un buen libro, no se diga, equilibrado para llegar al
final y cerrarlo con la sensación de que algo se echa de menos.
Equilibrio es la palabra que me queda, como resabio, al
terminar “La muerte del comendador / Libro 2”, el libro publicado más reciente
de afamado Haruki Murakami. No es la primera vez que el autor japones apuesta
por historia en fascículos, ya lo había hecho con 1Q84, la orwelliana
historia de amor entre una instructora de gimnasio y un matemático que ocurre
en un Japón distópico. A partir de la elección de la “forma” en que presentaría
su nueva historia, parecería que Murakami ha zurcido con detenimiento y punto
invisible, señales que nos recuerdan algunos de sus libros anteriores ⸺incluso
en frases dictadas por su narrador principal, un pintor recluido en una casa
perteneciente a uno de sus ídolos artísticos (y padre de un amigo suyo),
Tomohiko Amada. En ese lugar enclavado en las montañas ocurren sucesos
sobrenaturales que tienen más que ver con la filosofía del concepto y la idea
que con apariciones fantásticas de seres que parece salirse de un cuadro y
tomar vida. Es este punto, donde el autor explaya esa habilidad ensayística con
que soporta ideológicamente sus historias y un rasgo sustancial en el estilo de
este escritor constantemente candidateado para el Nobel. Temas como la soledad,
los recuerdos, el tiempo como ungüento para las heridas emocionales, aparecen
como estelas que recorren la trama de la novela. Aun cuando el autor ya había
tocado varios de ellos, lo hace desde perspectivas novedosas que se
entremezclan con su habilidad para mantener al lector interesado y en ocasiones
al filo de la página; siempre que se lee a Murakami uno quiere seguir y seguir.
Pero, además, sucesos que ocurren en las páginas de La
muerte del comendador… reaparecen como esas señales de las que hablaba
antes y que son atisbos a su pasado escritural; como si quisiera hacer un
recuento o incluso ajustar cuentas con sus historias anteriores. En este libro,
al igual que en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un agujero en
el suelo es una puerta a una dimensión que determina la realidad; alguno de los
personajes, un solitario millonario, bien podría ser protagonista de un nuevo
cuento para Los hombres sin mujeres; anécdotas del narrador que bien
podrían ser parte de las narraciones de Después del terremoto, entre
otros guiños.
Si bien, Murakami ejerce con soltura su vocación de
narrador, La muerte… es también un arriesgue en el estricto sentido del
escritor ficción; describir mundos fantásticos
y hacer hablar a personajes que en ellos habitan es siempre una delicada esgrima
de la que Murakami sale bien librado.
Murakami no se repite con esta novela, se recrea y permite a
sus lectores regocijarse con esa habilidad para avanzar sin tambalearse en las
alturas, con una trama tersa y sorprendente. Si bien es una nueva oportunidad
de gozo para los seguidores de este autor japones amante del jazz y del running,
no creo que sea una buena puerta de entrada a su literatura; podría parecer
densa y seguramente ahuyentaría a un lector novato.
La muerte del comendador / Libro 2, merece mucho la pena como segunda
parte y completa una historia ambiciosa y lúcida de un escritor que narra por
el puro y llano placer de hacerlo, como una pirueta que se aprecia a la
distancia pero que eriza la piel del más despistado. Leamos a Murakami que
camina despacio, en las alturas, sosteniendo el equilibrio en sus manos.
viernes, 7 de agosto de 2020
La identidad, esa “terkedad”
La identidad. La circunstancia de lo que somos, porque somos
nosotros y no otro, u otros; porque nuestros rasgos y nuestras características
no son iguales a las de nadie más (¿estamos seguros?). Para lograr la identidad
se crece, para obtenerla se busca, se experimenta, para defenderla se “es”.
Pero en un mundo ⸺capitalista, consumista, o el mote de moda que se le quiera
poner, donde se es “uno más” a la hora de ser “uno mismo”⸺, la identidad
alcanza un valor que pocos saben apreciar.
Ya no estoy aquí de Fernando Frías de la Parra es una exploración profunda
sobre la identidad, particularmente de Ulises y su tribu urbana “Los Terkos”.
Ubicada en un tiempo y en un lugar determinados, 2011 y las afueras de
Monterrey respectivamente, el filme nos sumerge en uno de los momentos más
oscuros de la guerra contra el narcotráfico impuesta por el entonces presidente
Felipe Calderón. En aquellos tiempos, donde “aunque no lo pareciera íbamos
ganando” (habrá que preguntarse quién había elaborado ese eslogan de quinta, si
los malos o los buenos, sin que sepamos bien a bien quien era quien), los
cárteles asolaban los barrios que rodeaban las ciudades, primero en busca de
escondites, segunda en busca de secuaces. Cientos, si no es que miles de
jóvenes sin más futuro que el hambre que les rebanaba por dentro, accedían a
realizar trabajos dantescos por un puñado de billetes, accediendo con prisa a
la única puerta posible para salir de ese negocio: la muerte. En ese ambiente
de degradación social acelerada, la fascinación por la cumbia colombiana
resulta una burbuja de protección (apenas invencible) para un grupo de jóvenes
autodenominados los “Kolombias”, que se reúnen para bailar y bailar en los
barrios conurbados de Monterrey ⸺como diversión, como protesta, pero también
como resistencia al mundo que desmoronándose los rodeaba.
La película, somatiza perfectamente el ambiente violento en
las luchas, intimas o intrapersonales, de la tribu de “Los Terkos”, quienes
tienen que negociar con distintos actores suburbanos (teporochos, malvivientes,
sicarios), para no ceder en el terreno de su solaz; el baile es incluso el
antídoto para salvar a los más chavos de su incursión en las filas narcas. En
esos avatares, Ulises el Terko, se ve injustamente señalado por el cartel
(asumimos que son los Zetas aunque no se les nombre) y debe ser exiliado para
salvar la vida en Nueva York. Es ahí, donde dan “más sombra los limoneros que
la estatua de la libertad”, donde su identidad toma otro matiz y es, por un
lado, despreciada por los propios mexicanos, a la vez que es admirada por los
otros grupos equivocadamente reconocidos como minoritarios en los Estados
Unidos. Una chica de origen chino, Lin, se interesa por él y por su esencia
enarbolada en su vestimenta y su peinado; el fleco cortado hasta las cejas, las
patillas largas desbordan las mandíbulas y remata el peinado un penacho, además
las camisetas holgadas en extremo, los pantalones anchos rematados en los
tobillos para dejar lucir los tenis pero sobre todo, los pasos de un baile que
es como un rito, donde los pies van de atrás para adelante, con cadencia,
sosteniendo en la ingravidez el resto del cuerpo mientras los brazos extendidos
hacia la espalda como un plumaje cuyos colores sólo pueden ser apreciados por
los iniciados.
La película se aleja de todos los clichés posibles y nos
muestra otra manera de ver a aquellos que también fueron daño colateral de la
guerra contra el narco: los que tuvieron que dejar su terruño para esconderse
de la violencia sin saber que estaría esperándoles pacientemente a que
volvieran.
Ulises Terko, como el Ulises de Horacio, vuelve a su tierra,
pero en su caso, deportado, pasado por la cárcel y con vicisitudes a cuestas
que le han cambiado por fuera, pero sobre todo por dentro, a una tierra yerma
donde lo único que seguía floreciendo era muertos y miseria. Como hasta ahora.
Ya no estoy aquí ganó el Ojo a Mejor Largometraje y
del Premio del Público a Largometraje Mexicano en el pasado Festival
Internacional de Cine de Morelia, y abre una nueva manera de mirar del cine
mexicano, en una nueva era que seguramente traerá muchas propuestas agradables
y otros tantos lobos vestido de ovejas, por supuesto. Esperemos saber
distinguirlos.
Paso cebra
El pasado viernes, hace exactamente una semana, apareció la última edición impresa de este diario (Síntesis de Hidalgo) y por extraños hilos movidos por el juguetón duende del destino, esta columna de temas misceláneos, apareció. Reitero mi agradecimiento a la directora de este diario (Gracias Georgina) y admiro el lance de este proyecto para dar un paso, doloroso pero valiente, hacia la digitalización absoluta de la oferta informativa. Muchos diarios en el mundo, El País de España, por ejemplo, han aventurado el futuro en este sentido. Síntesis es el primero en hacerlo en Hidalgo, según creo. Eso vale. Vale mucho.