viernes, 29 de noviembre de 2019

Festín de poesía


Creamos poesía queriendo emular el canto de los pájaros cuando amanece, la melódica charla de las ballenas en el océano, el rumor de un bosque mecido por el viento. La poesía es el bramar del corazón que nos asalta en el medio de un día común y corriente mostrándonos la belleza de un instante, el destello de la vida que sobrevive a la pestilencia el mundo; aquello que vale la pena ser conservado con el más arcaico y hermoso de nuestros utensilios de comunicación:  la palabra.

Hoy termina la novena edición del Festival Internacional de Poesía “Ignacio Rodríguez Galván”, el cual se ha desarrollado en Pachuca, diversos municipios de Hidalgo y algunas sedes en Ciudad de México. Como todo encuentro, ha sido una maravillosa oportunidad de conocer, descubrir y reencontrar, una pléyade de voces poéticas que por su diversidad componen un panorama por demás interesante y conmovedor de la escena poética actual en la que confluye el deseo de sujetarnos a la poesía como única tabla de salvación en la tormenta de un mundo violento y deslucido donde toda esperanza ha sido desahuciada.

Tras nueve años, el Festival se ha consolidado y es tal vez el evento más rico y emotivo en Hidalgo en cuanto al arte literario se refiere. A través de él han venido a compartirnos su poesía escritores que, en un ambiente donde predomina el interés monetario de los “betselers”, no podríamos conocer de otra manera y mucho menos compartir con ellos la cautivante metamorfosis que al fin de cuentas es la poesía; transforma al que la escribe y transforma al que la lee, y si no lo hace, no merece la pena.

Sin embargo, a pesar de ser la diversidad e inclusión sus principales fortalezas, el Festival sigue siendo presa de los filias y las fobias de su director, las cuales, por más entendibles y naturales que sean, dejan fuera de la programación a un cúmulo de poetas, sobre todo locales, que no sólo han destacado, sino que también tienen una propuesta poética por demás interesante y digna de compartir con el público asistente al igual que con los poetas participantes. Este último es un rasgo que podemos considerar como un verdadero milagro; el encuentro entre poetas es siempre un caldo de cultivo para la creación individual, revitaliza, propone y deja una huella indisoluble de hermandad.

Las omisiones, imperdonables hay que decirlo, de poetas locales fueron en una mínima parte subsanadas por la Secretaría de Cultura que nos permitió, a algunos de los omitidos, la oportunidad de participar en este maravilloso Festival, sin embargo, otros compañeros, marginados por la antipatía del director ya mencionado, no tuvieron esa oportunidad de regar con sus versos la poesía de otros poetas asistentes y a su vez de nutrirse con los versos de ellos.

En lo personal, la experiencia de participación fue toda una revelación. Tuve el honor de compartir lectura con tres extraordinarios poetas: Ana González de Toluca, cuyo trabajo combina tres idiomas, el español, el francés y el alemán, regalándonos una sonoridad fantástica al momento de leer sus textos; América Femat, hidalguense, una de las poetas  que está desarrollando una de las poéticas más interesantes de la literatura local, es una de mis favoritas; Ahmed Zaabar, extraordinario poeta tunecino radicado en Londres, quien nos compartió poemas donde loas preguntas sobre las distintas maneras de ver la vida detonan reflexiones que nos muestran las tripas mismas de la existencia, conjugando el amor en el mejor de sus tiempos: la esperanza.


En fin que, a pesar de las sombras, las luces del Noveno Festival Internacional de Poesía “Ignacio Rodríguez Galván” han sido destellantes, ha sido un absoluto acierto y un festín para aquellos que pensamos que lo único que puede salvarlos de la barbarie, hacia la que nos enfilamos a toda velocidad, es la poesía.

Ya en otra oportunidad hablaré de otros vates que asistieron y regaron muchos rincones de Hidalgo con versos-manantiales como recurso infalible para florecer por dentro. Felicidades a todos los participantes.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Eliminar los estímulos fiscales, otro golpe


Más desaliento. Como si lo necesitáramos frente a un panorama sombrío y confuso más dentro que fuera de nuestras fronteras.


Desde el inicio de su presidencia, el otrora prometedor López obrador, ha venido dando tumbos de aquí para allá en la política relacionada con la educación, la ciencia y la tecnología. Cuando candidato, Andrés Manuel procuró hacerse aliado del sector cultural para que artistas, actores, actrices, directores de cine, músicos y escritores se pronunciaran y colaboraran con él para definir su imagen de honestidad y compromiso con las causas sociales. Tal fue el éxito de estas cruzadas personales y colectivas que fue uno de los motores principales para que ganara la elección de 2018.

Para muchos de nosotros, la posibilidad de la alternancia permitiría renovar las miras sobre temas fundamentales y desatendidos sistemáticamente durante la segunda mitad del silgo XX: pobreza, corrupción, inseguridad, empleo; pero también otros “resquicios” del quehacer social que se habían mantenido “estables” y que habían sobrevivido, mal que bien, a los recortes gubernamentales que cada año se suceden sólo por el hecho de que el gobernante en turno los soslayaba y prefería enfocarse en los otros asuntos sustantivamente más importantes. De esta manera, aunque de vez en vez los números que correspondían específicamente a la ciencia, la tecnología, el arte y la cultura iban mermando, se mantenían a flote gracias a una serie de políticas base que aseguraban, al menos, la continuidad de las precarias condiciones en las que se desarrollaban.

Sin embargo, y aunque ciertamente con la alternancia el punto de mira cambió, las nuevas propuestas no han sido alentadores. En primera porque cualquier acción que busque “cambiar las cosas” echando pasos hacia atrás es reprobable. ¿No es mejor revisar y reorientar una acción para mejorar su efectividad probada en lugar de sólo criticarla con miras a desaparecerla? El espíritu de la crítica vacua y dogmática sobre las acciones del CONACYT y el FONCA (por ejemplo), puso al descubierto el verdadero sentir del Presidente acerca de los “privilegiados” sectores que antes le apoyaron.

El asunto ha tomado tintes dramáticos cuando el día de antier el Presidente anunció la cancelación de los estímulos fiscales al arte y la cultura, lo que plantea tres aspectos para preocuparse. Uno, si el dinero que las instituciones o los artistas ahora aportaran directamente a la Secretaría de Hacienda será inyectado al presupuesto de la Secretaría de Cultura para que aquellos entes que emprendían proyectos gracias a los estímulos puedan continuar con su labor creadora y de promoción cultural; cabe señalar que se tendría que establecer un mecanismo para que esta nueva distribución del dinero para lo artístico y cultural no sea foco de corruptelas o favoritismos (esa manía de complicar las cosas cuando ya de por si no son fáciles de manejar). Dos, existe el peligro de que el dinero arriba referido, proveniente de los impuestos pagados en “cash” por instituciones y creadores, tenga un destino distinto al del arte y la cultura, y sea sumado a otras propuestas “más sociales” en los programas de la presidencia lo que serían un graso error; no se logra entender que lo que invertimos en el arte y la cultura es a todas luces un gasto social que mejora la vida de todos los ciudadanos, sean o no (todavía) consumidores de cultura. Y tres, lo más nefasto de todo, es lo que lamentablemente encierra la simple y llana frase pronunciada por Andrés Manuel López Obrador en el anuncio mentado: “Lo que estamos haciendo es terminar con los gastos superfluos.”; ese es el verdadero sentir del presidente hacia el arte y la cultura: desprecio.

En fin que quienes creíamos que la izquierda ponderaría aquellos temas que, en lo humano y lo social, habían sido arrojados al ostracismo, estamos sumidos en el asombro y la decepción, sentimientos que van, por desgracia, siendo más comunes en el general de la ciudadanía.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Una sombra en la orilla del mundo



Carlos Ruiz Zafón escribió alguna vez, “Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro.” Venancio Neria lo ha expresado así: “El libro debe ser un espejo; nos gustan aquellos libros donde nos reflejamos.” También caja de pandora, habitáculo de los anhelos, parcela dispuesta para la siembra, cielo raso para mirar cuando uno recién despierta.

Donde comienza la densidad volátil de mi sombra, / termina el mundo.

Yanira García (Pachuca, Hgo., 1966) nos ha regalado un espejo donde su reflejo es tan nítido que se parece al nuestro. Una colección de poemas titulado “Brújula para extraviarse” donde las palabras son trazos que logran la perfección propia de los latidos más profundos de la poeta y donde su estilo, ya probado con eficacia en libros anteriores, ha logrado la brillantes que sólo permite el paso del tiempo. Se nota desde el primer atisbo la intimidad que la autora ha vertido en cada página, la claridad con que nos habla de un extravío interno donde ha logrado disponer, con habilidades de nigromante, su lúcida locura.

Desenvaino la armonía de las señales mágicas, / hago que fluya el eco.

El libro transcurre como un dialogo, donde la voz de la poeta no es la única que se escucha, donde el lector encamina la corriente de un rio que lo arrastra a orillas florecientes y azarosas, como la del mundo. La luminosidad nos ciega y tenemos que parar un momento la lectura, echar la cabeza atrás para mirar detrás de nuestros parpados paisajes similares a los encontrados por la poeta en sus adentros; nombrarlos es el único recursos para aceptar a los fantasmas que viven en ellos.

Concibo árboles / para treparlos / y ver si estoy aquí o me imagino.

La generación de la poeta es un parteaguas en la literatura hidalguense. Los autores nacidos en la década de los sesenta, al iniciar su odisea creativa, encontraron un vació dual en las letras locales; por un lado, los autores referenciales de la generación inmediata anterior se habían exiliado (básicamente a la ciudad de México) y su ausencia había sumido en la comodidad de la nula exigencia a las autoridades encargadas de publicar literatura. Yanira también voló pero dejó tras de sí un primer poemario que la ató, sin ella saberlo en ese momento, con el devenir literario de Hidalgo. En la lejanía, García fraguó una poética a partir de las materias primas más humanas y universales.

De las palabras de tierra / con que amaso mi historia / tendré que extraer / el espíritu del mundo.

Yanira García, querida y admirada por sus colegas, es también músico y nunca lo ha ocultado en su literatura, sin embargo, este es el más musical de sus poemarios. En él ha soltado las baquetas (es percusionista) y usa su garganta como un instrumento, la pluma como arco; urde cada letra cual gotas negras y blancas sobre el pautado, agitando la bruma del silencio y eleva su canto. Uno, azaroso pero preciso, que va guiándonos en el laberintico universo de la poesía, dejando una huella indeleble en quien se permita escucharlo.

Tiniebla de matices, el contratiempo. / La escala sube, / desciende después hasta mi sombra / y extrae lluvia.

El libro se desboca sin miramientos. La poeta se entrega al disfrute de la escritura que ocurre lo mismo de madrugada que en las carreras de fondo que acostumbra; se nota el deleite secreto de quien sabe que lo que deja sobre el papel arrebatará ferozmente y sin contemplaciones. A lo largo del libro aparecen, como una seria interna, poemas{autorretratos donde la autora se dibuja con los rasgos de otros; a quienes ha amado, a quienes ha perdido, en esa desolación concurrida por los recuerdos y las nostalgias que permiten a un escritor, cuya sensibilidad es aporreado constantemente por la pestilencia del mundo, sobrevivir con decoro. Al fin y al cabo, si el poeta comparte con alguien su vocación, es con el suicida.

Morir / se calcula en vacíos. / Lanzo una roca / ausencia abajo / y no la escucho tocar el fondo.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Xantolo, sincretismo adrede


Desde la carretera, entrando al corazón de la huasteca, en esa especia de cierre que se ha abierto en partes, un grupo de muchachitos disfrazados tradicionalmente nos reciben con algarabía y travesura. Son casi las tres de la tarde. Hace dos días que los preparativos han iniciado y por la tarde se apertura el festival principal de celebración en la plaza 21 de mayo.
Después de atacar un plato huasteco paseo por el centro, todos los puestos están dispuestos; artesanías donde se puede comer, que se pueden vestir, colgar, mirara, disfrutar. Instalaciones especialmente preparadas para recrear una Casita de Barro y un Centro Ceremonial que emula los antepasados más lejanos de eta tierra donde el termómetro pasea con descaro coqueteando los 30 grados.

Habría llegado yo por casualidad a una fiesta que nunca había tenido la oportunidad de presencia pero de la que he escuchado mucho. Sin esfuerzo, me entrego a admirar lo que ocurre a mí alrededor con el honesto deseo de disfrutarlo.

Al filo de las 19 horas inicia todo. Se apertura la Casita de Lodo, una cocina tradicional que comienza a producir y repartir entre las familias que se han aglutinado lo mismo tamales en hoja de plátano, tacos de bistec a las puntas, hígado, chocolate caliente que por contradicción atenúa el calor que aun cuando el sol se ha ido me agobia.

Una banda de viento inaugura la banda sonora de la noche, lo secunda un numeroso grupo de niños y jovencitos que dedican sus tardes después del colegio a aprender “instrumentos tradicionales huastecos”, será mejor decir que a partir del violín y la guitarra (instrumentos occidentales por excelencia), la jarana, aprenden a interpretar melodía huastecas; esa es la verdadera manera de mantener una tradición amenazada por un mundo que se les mete por los ojos cuando miran la palma de su mano.

Sobre el escenario dispuesto en un redondel rectangular rasgan el cielo tiras multicolores e papel picado, un plafón agitado por el viento que aplaude tímidamente la fiesta. Al poco rato una cuadrilla de enmascarados se aproxima, son de Tantoyucan, Veracruz, al ritmo de jarana, guitarra y violín marchan sobre el escenario, bailan lo mismo apaches que emperadores romanos, arrieros, gente común, todos con rostros monstruosos, con efigies de calaveras, bigotones sonrientes, narigones angustiados, seres que abundan lo mismo en la imaginación que en la realidad. El ambiente es de fiesta, el público se ha compactado sl rededor del escenario y en los pocos espacios que quedan se baila al ritmo y con el ejemplo de los danzantes del tinglado.

Después de la inauguración del centro ceremonial donde el contacto con la tierra y sus frutos purifica y permite la conexión con el “más allá”, lo cuetes retumban en toda la ciudad, los fuegos artificiales convocan el día por un instante sobre las miradas que se elevan para disfrutar del colorido. La gente anda de aquí para allá, los niños corren, hay sillas vacías en el rededor del escenario principal que promete otro espectáculo. Antes, se visitan los tapetes tradicionales que desde Tlaxcala han dibujado con aserrín de colores algunas de las artesanías de la región: mascaras de viejito o de diablo, animales y vasijas de barro que se hacen en Chililico, etc.

La corte de pobladores regresa y en el templete principal se inicia una representación teatral: “El majar del Mictlán”. Cuatro actores jóvenes que usan la Comedia del Arte (característica del teatro popular italiano) para llevar a los espectadores por una aventura que tienen como objetivo rescatar, en todos los sentidos, el pan de muerto.

Huejutla es en este momento el ombligo del sincretismo, más allá de los religioso y lo pagano, de lo indígena y lo castizo, lo que ya es costumbre en casi todas nuestras fiestas populares, es una amalgama de tradiciones que confluyen en una visión compartida de los que se han ido y lo que han encontrado en el lugar al que han llegado después de morir. André Malraux lo decía bien: “La tradición no se hereda, se conquista”.