En un rincón de Rayuela, Gregorovius recuerda algo
que Chestov había dicho, algo referente a una pecera con un lado movible, con
una de sus caras de cristal que se puede retirar para probar algo: que el pez,
habituado a nadar sólo cierta distancia no se atreve a continuar y explorar lo
que hay del otro lado de esa frontera imaginaria (la frontera de cristal de
Carlos Fuentes). El pez llegaría hasta un punto del agua y regresaría, daría la
vuelta sobre su tenue estela “(…) sin saber que ya no hay obstáculo, que
bastaría seguir avanzando…”
El síndrome del pez de Rayuela nos acecha fuera del
confinamiento frente a la “nuevanormalidad” que tanto se anuncia. El semáforo
epidemiológico va camaleónicamente transformándose en el anuncio de que pronto,
para algunos de nosotros demasiado pronto, tendremos que regresar a la
cotidianidad que conocíamos como “lo normal”. En ella, muchas de las cosas que
hacíamos sin pensarlo habrán cambiado para siempre; deberemos, con seguridad,
analizar nuestro comportamiento antes de entregarnos sin reparo a los saludos
de beso (costumbre desconcertante para muchos y degradable en la mayoría de las
ocasiones), los apretones de manos, los abrazos, las aglomeraciones en los
bancos, la cercanía entre los escritorios de trabajo, a sostener el tubo del
transporte público a mano limpia tal cual hacemos con las mancuernas del
gimnasio, etc.
Sin duda nuestra dinámica social, cargada de ese
característico y maravilloso surrealismo mexicano, se habrá trastocado para no volver
a ser la misma que antes. Pero ¿nadaremos en el exterior con la misma libertad
de antaño? ¿O volveremos sobre nuestros pasos pensando que el cristal sigue
allí acotando nuestra pesera particular? Mantendremos, con seguridad, aquellos
limites que nos parecían insoportable al inicio del confinamiento y que, día
tras día, nos proveyeron de una seguridad disfrazada de comodidad, dentro de la
cual, aprendimos a disfrutar de ese espacio al que sólo accedíamos unas pocas
horas diurnas antes y después del trabajo o la escuela.
Ahora que las puertas poco a poco se han ido abriendo, salir
se ha vuelto una opción poco elegida y hemos preferido la reconfortante
posibilidad de hacer todo a distancia. Rara vez optaremos por ir al centro
comercial sobre la posibilidad de comprar en línea, tardaremos en volver a los
bares y haremos de nuestras reuniones virtuales la mejor manera de convivir con
los amigos. No solamente alternaremos el trabajo y el estudio en porcentajes de
asistencia, estoy convencido de que también la vida social la iremos
dosificando, yo no creo volver al cine y asistir a una exposición o una obra de
teatro será algo que sopesaré detenidamente.
Entonces, el cristal que nos irán retirando poco a poco en
las siguientes semanas no será suficiente para que nos aventuremos a explorar
nuevamente el exterior (suena a frase de narración post apocalíptica);
nadaremos hasta un punto en el agua y no más. Se amoldará la vida más hacia el
interior de nuestras peseras construidas con ese diáfano cristal que nos
permite ver la realidad (aunque a veces sea empañado por las hordas de bots)
que son las redes sociales y en general la internet.
Nos hemos convertido en la generación, el cardumen será
mejor decir, que prefirió nadar hasta donde estaba la pared traslucida y
volver. Tal vez no sea tan malo si pensamos que los científicos más sensatos
auguran un retorno al confinamiento al ocurrir un rebrote pandémico. Ya nos
hemos acostumbrado.
Paso cebra
En las últimas semanas han fallecido un par de amigos entrañables
y no había tenido palabras para hablar de ello. El primero en irse fue César
Tovar, contertulio entrañable y un caballero con todas sus letras, su muerte
caló en mí, profundamente. El segundo, Toño Meza, no sorprende la cantidad y la
calidad de los mensajes diseminados por las redes sociales en su memoria;
afable y siempre dispuesto a tender una mano en lo profesional y en lo
personal. Se han ido dos en esta paranoica manía que tiene el destino de
quitarnos a los amigos.