La literatura, la buena
literatura quiero decir, se bate en una cruenta, y tal vez, desventajosa
batalla: la pelea por nuestro interés frente a las redes sociales. En el
vertiginoso devenir de nuestras existencias, lo efímero nos acecha como una
jauría hambrienta de nuestra atención. Aunque momentánea, la distracción en
asuntos poco importantes o tal vez insulsos nos va robando tiempo,
encadenándose en forma sucesiva e inmediata con sus pares hasta formar una
cadena que enreda nuestra mente hasta asfixiarla y volverla su esclava. ¿Cómo
pueden los libros competir ante esta trampa implacable? ¿Qué podemos hacer los
escritores para hacer voltear a los lectores atraídos por el canto de las
sirenas digitales? La respuesta es más simple de lo que parece: escribir y no
parar de escribir.
María Elena Ortega Ruíz
ha asumido este compromiso desde hace ya tiempo, entregándose en cuerpo y alma
a la difícil tarea de esgrimir un estilo literario. Pachuqueña de origen y lectora
apasionada, prefiere los clásicos (noto una inclinación particular hacia los
franceses); ha encontrado en la literatura algo más que un pasatiempo, una
forma de re-crear el mundo que la rodea. Su especialidad es el cuento y ha
entrenado su pluma en numerosos talleres literarios donde sus textos le han
ganado consejos y afectos, buenos augurios de talleristas de la talla de
Agustín Cadena y Diego José.
El camino de las letras,
ya se sabe, es largo y sinuoso (se escuchan los primeros acordes de The long and winding road de The
Beatles), intrincado por donde se le mire y celoso, profundamente celoso;
además vengativo, pues quien se toma un respiro, unas vacaciones para recuperar
fuerzas, regresa sin condición y con pocas posibilidades de retomar el ritmo. María
Elena lo sabe y no se da tregua, mueve los dedos sobre el teclado con ahínco y
disciplina. ¿Qué cómo lo sé? Se nota en su prosa, en ella la búsqueda de finura
es evidente, no al grado en que el trabajo excesivo lleve al texto a la
deformidad de la perfección obsesiva, sino al justo medio de la elegancia y la
eficiencia narrativa.
Su segundo libro,
titulado “Microrrelatos a intervalos” es la compilación de los mejores textos que
semana con semana entregó durante alrededor de tres años al suplemento “Intervalo”
dirigido por la periodista Aida Suárez (lamentablemente ya desaparecido de las
páginas de un periódico local). En este ejercicio, la autora no solamente se
enfrentó a la exigencia del “dead line” semanal, sino también al reto de buscar
historias dignas de contar, atraparlas, vomitarlas en el papel y trabajarlos
cual alfarera hasta convertirlas en dignas piezas de lectura.
Sus personajes,
profundamente humanos, viven historias unas veces cotidianas, otras
extraordinarias, pero siempre profundas, las cuales, con la habilidad de María
Elena, concluyen con finales inesperados y sorpresivos. Humor, dolor, miedo,
esperanza, amor, soledad, rabia; son las materias primas de quien habla de la
vida como el más intenso de los paréntesis, de la existencia como única y más valiosa
posesión. En estos relatos brevísimos, se trasluce un leguaje poético, propio
de quien escribe con el corazón, que llena de color, sonidos y olores a instantes
que sin pudor atrapan nuestro interés y en ocasiones nos roban el aliento.
Un total de 94
microrrelatos que encierran universos enteros, como aquellos que mirábamos
dentro de las canicas “bombochas”, y en los cuales el lector puede reconocerse
y regodearse, recorrerlos más de una vez encontrando siempre un aliento entrañable.
Editado pulcra e
inteligentemente por Elementum, el libro de María Elena Ortega Ruíz es el
pretexto perfecto para sacar las narices de las redes sociales y adentrarnos en
un regocijo literario, sin el temor de que un libro voluminoso o una historia “muy
larga” nos apabullen; este es un libro grandioso que arrastra a su interior al
más extraviado de los lectores.
Ya lo había dicho el escritor
español Baltasar Gracián: Lo bueno, si breve, dos veces bueno.