Uno de mis primeros
tesoros literarios en la alta infancia fue Nosotros
los hombres verdes, el libro con el que Abel Quezada proclamaba el epítome
del caricaturista. Me lo había obsequiado mi padre y a partir de su lectura me
aficioné por la caricatura y la historieta; Quino, Shultz, por mencionar sólo a
dos. Incluso mi entusiasmo por los “monos” me llevó a acariciar en secreto la
idea de intentar algunos cartones para el boletín semanal de la asociación de
vecinos de nuestra unidad habitacional ─un gueto clasemediero de edificios
naranjas en los linderos de Tlalnepantla y el Distrito Federal─ y que mi padre dirigía.
Por fortuna (para los lectores de ese pasquín, por supuesto), no cristalicé mi
sueño pues soy tan malo para dibujar como para la música; tengo dos manos
izquierdas, pues.
Así que después de
chutarme todos los libros horizontales de Mafalda
y Peanuts, enfilé mis intereses por
las historietas que tuvieran un estilo más mexicano, como el que había conocido
en la magnifica selección del libro de Quezada. Me topé entonces con las
historietas de Los Supermachos y a
partir de ahí me hice fan declarado de su autor, un tal Rius.
Eduardo del Rio, era su
nombre “no artístico” y forjó en mí ideario personal, y en el ideario colectivo
de miles de mexicanos, la estética del humor del último cuarto del siglo XX. No
solamente con sus cartones editoriales y críticos en las páginas de diarios
como Ovaciones, Novedades y el Excelsior
(de Scherer), y en revistas como Siempre!
y Proceso (también de Scherer), sino también
con lo que dibujaba en las páginas de su propios libros; una serie de volúmenes
temáticos que abordaban de manera campechana pero seria temas que en mi
juventud me interesaban como la propia historia de la historieta, el jazz y
hasta la filatelia.
Todos los andares (y sus
detalles) que llevaron a Rius a ser un “monero” tan prolífico, admirado y
respetado por los lectores mexicanos y de diversas partes del mundo están
relatados con habilidad en el libro Mis
confusiones, memorias desmemoriadas. El volumen, voluminoso, se conforma
por 85 capítulos (no muy largos y por supuesto ilustrados) en donde Rius nos
platica como si estuviéramos echando una copita de mezcal con él, todas las
peripecias de su vida: sus orígenes en Zamora, su familia, su llegada al DeEfe,
su paso por la educación católica que provocaron su ateísmo, sus primeros
trabajos “comunes y corrientes”, hasta llegar a su salto a la caricatura. A
partir de ahí, la historia de vida de Rius va veredeando en paralelo con parte
de la historia del periodismo en México. Destaca no solamente las anécdotas
vividas en su quehacer como periodista gráfico, si también la relación que
estableció con sus colegas y contemporáneos, sin pudor por ocultar tanto sus
cariños como sus aversiones. Tampoco se detiene al hablar de sus aficiones, sus
afecciones, sus placeres (incluidos los sexuales) y sus fobias. Todo el tiempo
dejando clara su pasión por el trazo como resultado de una idea.
No se podía esperar que
un libro escrito por alguien que dedicó su vida al humor fuera parco, por el
contrario, las páginas de este libro son irónicas y cargadas de un humor, a
veces blanco, a veces negro, otras colorado, develando y confirmando la teoría
que teníamos muchos de quienes le seguíamos: que no solo era historietista, era
también un escritor (de puras letras como él decía).
Hace apenas dos días se
cumplió el primer aniversario luctuoso de quien puede ser considerado el
caricaturista más importante del final del siglo pasado; parte de una
generación de historietistas a quienes les tocó reflejar en sus trazos un
México que cambió más rápido de lo que todos esperábamos, y maestro de otra
generación de cartoneros a quienes les ha tocado saltar de las páginas de los
diarios y revistas, a la televisión y la internet (tan llena de memes y tan
carente de humor). Creo que el heredero directo de su estilo es Pacasso, sí, el
de la Unidad de quemados que sale en el
noticiario nocturno de la tele.
Rius es un referente el
humor y la crítica de los acontecimientos que provocaron, en los últimos 30
años, la transformación democrática de este país. Al Rius le hubiera gustado
presenciar el resultado de la última elección presidencial. Lo hubiera
celebrado con un cartón memorable, del cual nos quedamos con las ganas.
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