“Qué extraña es la manera en que nos llegan las leyendas. No me refiero a las historias que se cuentan en las noches de apagones y tormenta. No. Me refiero a aquellas personas que, con sus afanes, han moldeado nuestra manera de nombrar al mundo; incluso sin saberlo. Escritores que hace tiempo se detuvieron a poetizar la realidad, cogiendo trozos de imaginación y largos remedos del telar del habla popular; palabras que suenan por aquí y por allá, en el trajín obstinado, en la cotidianidad pestilente, en las vísceras laberínticas de la ciudad que promete acoger a todos quienes a ella llegan, pero que, cual eterna diosa prehispánica, traiciona engullendo sin decoro a los inmigrantes, a los insondables, a los impertérritos, a los inocuos, a los inefables; a los que inevitablemente se han rendido a sus pies para habitarla.
“Pero en esa pléyade de carnada, hay algunos, los pocos, los ungidos por el bálsamo de la literatura, que han logrado domar el instinto del suicida y se han negado a arrojarse en el anonimato; por el contrario, contados son los que heroicamente enarbolan su intelecto para sublevarse a la medianía y dejar, como dicen las citas trillas, una huella en el lodo del tiempo y la realidad.
“Eses es el caso de Roberto López Moreno. De él llega a mis manos y a mis ojos una nueva edición de su clásico “Acá López, tú, el nosotros”. Desde el título me sorprende y me avergüenza; una frase rebuscada que busca atrapar al más ignoto de sus posibles lectores y que por alguna razón yo, lector obsesivo con rasgos de locura, no conocía. Ahí me encuentro a un poeta total y fragmentado; es él mismo, pero a la vez, es todos. Paisajista del lumpen capitalino, que se ha visto obligado a sustituir la fronda de su tierra natal, por la fonda donde comen aquellos que consiguen el pan con el sudor de su frente, de sus manos y de otras partes sudorosamente castas. Un poeta que se ha negado a asumir su condición de “llegado citadino” para asumirse como parte del monstro de las mil cabezas que se camuflajea como ciudad. ¿Es López una de esas mil cabezas? (Que digo mil, millones de cabezas.) No. Él es una lengua. ¿Una de tatas lenguas con las que esas testas se expresan? No, tampoco. Él es la reencarnación de “la lengua”, esa que se mueve al mismo ritmo de la vida entre las calles, los cielos y los infiernos, como viperina astucia, parlante venganza del dolor, la mugre y el destino fatal que todos tenemos impreso en algún recóndito lugar del corazón.
“Prestidigitador de la palabra, calculador y preciso. “Onomatopeyicamente” traduce lo que escucha: palabras que clava en la página como mariposas en un álbum lepìdoterológico y que, aletean cada vez que alguien las pronuncia. Sujeta las palabras del barrio, su barrio, como escupitajos que antes de caer al piso emparenta con parónimos y cacofonías que carga, a todas partes, en la bolsa de la camisa junto a la pluma; las encierra en la jaula del intelecto y las incita a aparearse para que muestren su lado oculto, su doble sentido, el sentido secreto, tal vez, el sentido verdadero.
“Describe la ciudad y a sus personas, a las personas y a sus sentimientos, a los sentimientos y sus contradicciones, pasiones, vicios, alegrías, extrañezas; bellezas, al fin y al cabo. Pero, además, se vuelve el personaje central, el antihéroe, el testigo, el suceso mismo; desde dentro del poema da un salto y se desdobla para sorprendernos, lo encontramos junto a nosotros, acompañándonos en la lectura de su poema y, cuando menos lo esperamos, desaparece para volverse otra vez poesía pura, dura; cura.
“Roberto López Moreno es un poeta de cepa y sepa la bola cuantos versos más seguirá obsequiándonos, obsequioso como es, en sus poemas. ¡Salve!”