Emiliano Páramo
Y nunca es tarde,/a pesar de que los años han pasado,/para decirte cuántas veces te he extrañado/y he querido que estuvieras junto a mí… (de una rola del Coque Muñiz)
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El mar es el único que siempre se vuelve sobre sus pasos, dijo Margarita; se dijo –como para no olvidarlo–. Ella sólo sabía esperar, y así, tendió la mirada a todo lo ancho como una lazada, sobre la enorme tristeza que le trajo el mar. Hubiera querido tragarse la inmensidad, para poder reconocer en sus adentros una barca sola, una isla, o un recodo de pájaros marinos que se llamara como el amor; pero nada; no servía la mirada en los dominios del agua. “El mar entregará todos sus muertos...”, promesaba la palabra de Dios; pero, ¿qué Dios podía entregárselo tan sólo muerto?
¿Quién fuera Nemo…? Así cantaba en la radio una canción, mientras todos los pescadores pensábamos en alcanzar los ojos de Margarita, que se perdían como los pájaros que se van y no regresan.
Ella, había llegado hacía cosa de algunos meses al puerto; y desde que llegó, no hacía más que buscar en la distancia un espejo, una palabra; un signo en el aire que le trajera, envuelto en una madreperla, el corazón extraviado que la dejó sola en el muelle.
Se sentaba al pie de la ventana y tejía una manta donde, entre líneas, contaba su historia, y lloraba el mar, donde por más que buscaba, no podía encontrar al marino caribeño que un día vino y la enamoró contándole historias; y otro día se fue, dejando su palabra, un anillo de plata, su gorra de capitán, y la promesa de regresar un día con la mar en brama.
Margarita que se quedó en tierra, naufraga de esperar, encendía una vela todas las noches, y la asomaba por el quicio de la ventana, y de pronto era ella un puerto con faro, y el cuarto, y toda la casa; pero nada. Algunas veces bajaba hasta la playa y le gritaba al lejano marinero. Gritaba su nombre, para que una vuelta de marisma, un barlovento, se llevaran su reclamo; y nada. Se tiraba en la arena; dejaba que el mar entrara salado entre sus piernas, y se derramaba largo por sus aguas, a ver si una ola se llevaba algo que el marinero pudiera reconocer en la distancia; y nada.
El día de San Clemente, a la hora del ángelus, nos contó la última historia que le había narrado el marinero, antes del beso del adiós, la mañana que zarpó hacia el horizonte; hablaba de un Rey, su palacio de diamantes y una niña que va al cielo a cortar una estrella. Después de eso, sólo agregó: no me busquen, soy una obscura gruta del fondo.
Tejió y tejió en su manta, hasta que ya eran sus piernas y sus caderas la manta, y más arriba. A poco, sólo sus manos quedaron libres. Entonces, cansada de esperar, tomó la hebra del hilo con el que tejía; jaló, y se fue yendo con ella. Jalaba y jalaba, hasta que ya no le quedaba sino destejer el hilo, y lo que quedaba después del hilo. Y no paró, hasta que todos supimos que se había perdido en una obscura gruta del fondo (o donde fuera).
Hoy, cuando la llevábamos envuelta en una vela para depositarla en el mar, ha llegado al puerto un marino que pregunta por una moza tejedora, trae como seña una madreperla y una canción: Margarita está linda la mar...
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El año avanzaba lento, como la pesera en lunes a las ocho. Ella subió delante de mí, y dejó caer sus lentes en el charco donde el chofer había estacionado la combi, para dejar subir al pasaje; yo me adelanté a recoger los anteojos que por nada, estuve a punto de pisar. Ella los tomó de mi mano, y me miró con sus espléndidos ojos miopes y cansados de una, muy seguramente mala noche, pensé. Era mayor que yo, y olía a recién bañada.
Se dio cuenta que la miraba, me sonrió, y después de todo este tiempo, no ha dejado de hacerlo.
Han pasado más de 15 años desde aquella mañana; mi carnet de identidad acusa 15 más, pero me siento como si estuviera apenas para entrar a la prepa. La verdad es que por cursi que suene, yo nací aquel día de los anteojos y la pesera; así que sólo soy un muchacho. Y ella, acaba de cumplir 15 años, porque la edad del que ama, siempre es igual a la del abrazo en el que amanece.
Hoy que la muerte y el cáncer llaman a mi puerta, sus ojos me recuerdan que no importa, no pasará nada que duela; “yo nací el día en que la conocí”. Por eso todas las mañanas la reconozco, para ahuyentar a la muerte de mi lecho, y sigo amaneciendo en su abrazo de niña y de mujer. Jamädi…
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