Emiliano Páramo
Crecí en un pueblo donde, entre la gente de mi calle y mi familia, las ansias por la navidad no eran presididas por regalos o viajes. En mi tierra, en la década de los setentas, esperábamos emocionados los Santoreyes, pero Santa Claus no tenía la costumbre de venir por acá; era sólo parte de la imagen que vendía la televisión, de unas fiestas ajenas a nuestra realidad, y llenas de la nieve que tardamos años en ver por primera vez, cuando a algunos les dio por migrar de mojados al norte, a llenarse los ojos de ciudad, las bolsas de centavos y la mirada de profunda tristeza, en medio de una tierra donde ni “en el nombre del cielo” nos dieron posada.
Nuestras navidades de aquellos años, fueron las mejores del mundo. Mi abuela me llevaba de casa en casa -por todo el barrio- rezando letanías, rompiendo piñatas de olla, cargado de aguinaldos y colación, con la barriga llena y el corazón de fiesta; deseando que el tiempo se detuviera, para que tampoco se acabara la alegría de noches tan buenas como sólo son aquellas que dejaron de ser, con el tiempo, entre la muerte y el olvido.
Con mi adolescencia se acabaron aquellos días. Después de años de andar por los caminos de tierra, dejé de rezar letanías con aliento de ponche y miel, y de comer colaciones con alma de cascarita de naranja. Acumulé más de 20 navidades a solas, en la orfandad larga de mi casa vacía. Pero el año pasado, Martín Aguirre y Olga Limón se afanaron por romper este record oscuro, y me sentaron a su mesa, a comer su pan y beber su vino. Y en ese vino, la sangre de los míos entró nombrándome y trayendo -de golpe- el recuerdo de mi abuela y sus canciones navideñas.
El mundo gira, y lo seguirá haciendo mientras aquí abajo sigamos soñando con estrellas y cometas que anuncien el cumplimiento de buenos augurios, donde no haya lugar para ocasiones suicidas u homicidas. Ya nada es lo que era, pero todavía nos sobran “noches buenas” para encender la esperanza convocada en el mensaje de paz que mi gente reclama.
Este fue un año feroz: perdí el empleo y la tranquilidad, no pude cobrar aguinaldo, hizo falta el dinero en casa y el cáncer ha vuelto a llamar a mí puerta. Pero pese a todo, siempre estuvieron ahí las canciones y la poesía de mis amigos Gil y eL eNe, y el recuerdo gozoso de mi abuela cantando para que la nochebuena se extendiera meses enteros, hasta que volvieran a encenderse las velas de las posadas en mi viejo barrio de gente feliz. Mi hijo Polito también cantó, y no dejó que la tristeza volviera. Adrián cocinó palabras y omelettes para ahuyentar a la muerte. Y la paloma de buena paz que es mi hija Deya, abrió sus ojos para iluminar el camino de regreso a casa. Evita y Byron estuvieron cerca, abriendo los caminos y las puertas cerradas. Abraham, siempre tuvo manos y soles para levantarme. Y más que el mundo, una mujer de labios constelados, hizo que la jornada de abrir el día, todas las mañanas de esta ciudad, tuvieran la carga de esperanza que le trajo a mi vida llegando -y quedándose-…
Este cuento (otra vez) es mi regalo de navidad para mi abuela y para ustedes. Jamädi…
Ma Ngande
Mi abuela tuvo las manos más ásperas y hermosas del Valle. Lavaba ajeno, echaba tortillas, curaba de espanto y tejía; pizcaba en el campo, raspaba, hacía pulque, rezaba para muertos, cantaba, y nos creció hombres a sus hijos y nietos. Cuando me acariciaba la cara con sus manos duras, era como si me tocara los cachetes con una piedrita del camino, por eso lo hacía despacito; me gustaba que lo hiciera así.
Ella siempre atendió los partos del pueblo; por eso, cuando un carpintero y su mujer parturienta llegaron de la sierra, la mandaron traer para ayudarles. María y José, como se llamaban los fuereños, vinieron a apuntarse en no se qué padrón que había dizque ordenado el presidente. Como no encontraron dónde quedarse, les prestaron un lugar donde tenía sus vacas Don Quirino. Cuando el niño nació, tocaron solas, para asombro y regocijo, las campanas de la iglesia. Mi abuela como que se acordó que eso ya lo había soñado, entonces le preguntó a la madre cómo habrían de nombrar al niño; después de la respuesta, supo que una promesa vieja se había vuelto a cumplir. Puso al niño en el comedero del ganado, lo arropó, y gruesas lágrimas se le cayeron a la tierra. Unos pastores que llegaban en ese momento a conocer al niño, vieron cómo de los ojos de mi abuela se regaron las milpas secas de todo el Valle. Ma ngande se le acercó al carpintero y le preguntó: ¿cómo haré para que el niño sepa que le pertenezco? José la miro dentro, y le dijo: sólo muéstrale tus manos…
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