La tarde del día que murió mi padre, un amigo entrañable al que admiro, Juan Manuel Menes Llaguno, me escribió un profundo mensaje de pésame. En él, me decía, palabras más, palabras menos, que la figura del Padre es más de la mitad de lo que uno es. Lo parafraseo porque hoy no me atrevo a buscar el mensaje original en los impolutos archivos digitales de los mensajes “inbox”. Sin embargo, esa definición de la presencia paterna en la vida de un ser humano me ha acompañado día tras día desde aquel ominoso trece de agosto.
El escritor mexicano Juan Villoro ahonda en la esencia de esta frase. En su más reciente libro “La figura del mundo” hace una radiografía de la relación con su padre, el filósofo mexicano de origen español, Luis Villoro, fallecido en dos mil catorce y figura clave del pensamiento, el análisis y el compromiso político para más de una generación.
Juan, narrador incomparable, ameno y preciso, nos lleva en un viaje cronológico para conocer a su padre; el descubrimiento no es sólo para el lector, lo es para el mismo autor que va explorando en sus recuerdos para ir armando un rompecabezas emotivo que va dando forma al retrato, privado y también público, de un hombre para el que la filosofía no era solamente un oficio, sino una forma de vida.
En esos primeros años, el literato descubre en la mirada del filósofo la figura que tiene el mundo, ese, el inmediato, el que le rodea en la infancia, sino también el otro, el que en la lejanía ira descubriendo a partir de la forma en que su padre le enseñó a desenmarañarlo.
A partir de anécdotas, algunas de ellas contrastadas con el punto de vista de sus hermanos o de su madre, Villoro hijo nos describe las huellas que la presencia de su padre dejó en su formación, pero también nos da cuenta de las ausencias paternas, fueran físicas pero sobre todo emotivas, con que su personalidad y vocación se fue consolidando; porque donde no podía vislumbrar con claridad lo que su padre sentía o pensaba, comenzaba su literatura.
A pesar de que en otros de sus textos Juan Villoro ya había tocado la figura del padre, dejando entrever el entramado íntimo de sus reflexiones, es en este libro donde la disección de los detalles, los comentarios, las actitudes, las filias y las fobias de un padre van dando forma, en imitación o en contraposición, de las aristas del hijo.
Luis Villoro era un hombre callado, solitario, maestro apasionado y un activista social que pudo ver, desde el crepúsculo del siglo XX, lo que la izquierda ha provocado, para bien o para mal, en la política mexicana del primer cuarto del siglo XXI; fue miembro fundador lo mismo de partidos de izquierda que de univeridades y cercano asesor y simpatizante del movimiento zapatista en Chiapas. Supo analizar como pocos el pasado mexicano con la privilegiada posición emotiva de un extranjero pero con la entrega apasionada de un propio.
La descripción del personaje público casa a la perfección con el familiar; su participación social era extensión de su ética personal y resultado de su propia, muy de filósofo, manera de ver el mundo. Esto influencio de muchas maneras al hombre que se convertiría en escritor y que, sin dejar de lado su interés por lo que en México ocurre, examinar también, en sus libros y sus discursos, la manera en que México se ha (des)construido en los años recientes.
Ambos “Villoros” compartieron la pasión por el fútbol, por los libros, por la política, pero sobre todo por el antiguo, y en ocasiones actuales simplificada a un grado epidérmico, arte de analizar la realidad.
La lectura de “La figura del mundo” de Juan Villoro es una deliciosa incursión en la íntima relación que dos hombres, el padre y el hijo, sostuvieron y aún sostienen en el tiempo, más allá de su lazo sanguíneo, unidos por su lazo intelectual.
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