José Manuel Solá
Hoy vuelvo a ti, hijo mio; verás que de la palma
de mi mano dolida, se levanta una estrella,
¡la estrella que hace tanto que me duele en el alma!
Tal vez sea esa lumbre –la que alumbra y destella
sobre mis pasos hondos desde que vine al mundo-
la luz que te ilumine para entender mi huella…
Fui un niño solitario, triste y meditabundo,
silvestre cual la hierba, claro como el rocío,
descalzo como el viento que pasa vagabundo.
En las noches de invierno me hice hermano del frío
y en mis sueños más locos me soñé hasta pirata
de un bajel de luceros rodando por el río.
Y llevaba en la mano una espada de plata
y en la frente el tatuaje púrpura de un cometa,
símbolo luminoso de mi dulce fragata.
Y aquel niño pirata que fui, de alma inquieta,
siguió la geografía que le marcó el destino
y fui un corsario loco, soñador y poeta.
Soñador y poeta, cantor y peregrino
y cada vez más solo porque, después de todo,
en tan honda pobreza, ¿quién encuentra el camino?
Sin embargo mis pasos no tocaron el lodo
ni mis manos la piedra que se tira y que daña
y así, de mi pobreza, surgí indemne, a mi modo.
Y sé que es preferible la luz de una cabaña
que vivir a la sombra del que mora en palacio
y que entre cena y cena murmura, mata, engaña.
Crecí rebelde y triste y siempre fui reacio
a seguir a la masa que, en bovina delicia,
se ve arrastrada a donde despacio, muy despacio,
el hombre se hace eco de toda la malicia
y es cómplice de Judas y tiene por costumbre
cenar con las migajas que deja la injusticia.
Yo heredé de mi padre por palabra una lumbre
y de mi madre un rezo y de mi raza un canto
¡y por esas tres luces caminé hasta la cumbre!
Me propuse ser bueno. Y de frente al espanto
me alcé en aquella cumbre, grité fuerte mi grito
con los brazos abiertos y la fuerza del llanto…
y al alcanzar los astros, allá en el infinito,
con las luces más altas fui hilando mi bandera
y la icé por los montes de la tierra que habito.
Así ha sido mi vida… Cuando por vez primera
bajé por los caminos, sentí golpes de fraguas
y un sabor inocente de luz de primavera;
¡era que el mismo río me invitaba a sus aguas,
era que el mismo valle florecía en sus montes,
en la aurora violeta de los montes de Caguas!
Más allá de mi río volaban los sinsontes,
sobre el yagrumo en plata giraban las estrellas
como un piélago vivo de azules horizontes…
Y volví a ser un niño y enamoré doncellas
y en la trova y el verso me tiré por la vida
¡pero siempre en la pura claridad de mis huellas!
Luego llegó la infamia de la gente, la herida
que nos duele y nos daña, que se acerca y nos toca
y derrumba los sueños por gozar la caída…
Tú lo sabes, mi hijo, que jamás de mi boca
salió el canto de ira, la frase que condena
a quien hiere la espalda, al que miente y provoca,
que si viví la vida, viví la vida plena,
que la viví a mi modo y aunque fui solitario
por el mismo camino conocí gente buena,
que mi mano fue limpia, mi gesto solidario,
que en medio del acíbar encontré la dulzura…
que tal vez fui un grumete en vez de ser corsario…
que si fui malo o bueno, yo mismo fui mi hechura
porque no tuve a nadie que me diera la mano.
Porque la vida duele como una quemadura.
Tal vez alguna noche de un remoto verano
recordarás al hombre que hoy te dice estas cosas,
no ya de padre a hijo sino de hermano a hermano.
Recordarás al hombre de horas silenciosas
que a pesar de la herida nunca estuvo de hinojos…
y entenderás entonces por qué tiemblan las rosas
cuando cae esta gota que me tiembla en los ojos…
24 de diciembre de 1994
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