Eliseo Alberto
Milenio
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Cacho Duvanced… ¡Cuénteme de sus andanzas!”, le dije cuando nos topamos en el jardín de aquel hotel de Cuernavaca, ante un pavo real por testigo. Éramos grandes amigos, casi hermanos. Para reforzar nuestro mutuo cariño, nos tratábamos de respetuoso “usted”, al menos durante las primeras tandas de apretones. Llevábamos varios años sin encontrarnos porque los dos habíamos gastado un quinquenio saltando de casa en casa y de amor en amor. En ese vaivén, cambiábamos con frecuencia de madrigueras —y de teléfonos, claro. Al abrazarlo, sentí que su corazón reía.
Esa noche, mi amigo daba un recital en el bar al aire libre del hotel. Asistí puntual: unos veinte espectadores, dos guitarras y él. Una armónica en el bolsillo. Cacho se agigantaba en escena. Cantaba con los párpados caídos. Veía mal. Su ojo derecho (¿o el izquierdo?) se había apagado lentamente, hasta perderse en una penumbra ciega: con la niña de su pupila alerta, leía poemas —el papel pegado a las pestañas. Olía las palabras, como si escuchara el ensamble de las letras. El pavo real hinchó su vistoso abanico de plumas, a un costado del escenario —robándose los aplausos.
“¡Usted entona mejor con barba!”, le dije al término de la velada. La edad comenzaba a pesarnos en las costillas; Cacho pensó que una buena rasurada podía ayudarlo a rejuvenecer, ahora que se nos venía encima el carretón de los cincuentas con su cargamento de reumas, olvidos y “las traicioneras canas del alma”. Dicha en su voz grave, esta última frase parecía verso robado a algún tango. “¡Qué incierta es la vida!”, exclamó mi amigo y se alejó en una motocicleta que conducía una rubia inquietante. En aquel momento, la sentencia se me hizo confusa. No volvimos a vernos, ni siquiera en su velorio.
Cacho murió en México este martes 26 de enero. Acababa de cumplir 55 años. Le falló el corazón —siempre el corazón. Cuando el exilio nos dejó sin brújula, él y yo hallamos en México algo más que un consuelo: nos ganamos un suelo, un bolillo caliente, una escuela para nuestros hijos. Y un montón de mexicanos que nos atemperaron la cabrona melancolía. En casa de uno de ellos, nos conocimos durante una parrillada de 1989, entre churrascos y tequila. Al calor de los carbones, brindamos por la perestroika.
Cacho me llevaba ventaja: había llegado al DF en 1980 con dos guitarras y su novia de la mano, destino final de un viaje sin retorno que comenzó en su natal Tandil, provincia de Buenos Aires. La pareja escaló de sur a norte: el continente era para ellos la tapia de un callejón sin salida. Aquí tejieron su nido, en la colonia Narvate. México, país de enorme nobleza, sabe recibir, socorrer al perseguido. Cuatro inviernos después, el payador pudo grabar un disco humilde (Si te encuentro) y ganarse, voz en cuello, una banda de admiradores. Estaba inspirado: por esos meses, escribía a cualquier hora, inquieto y en ayunas, y tantas canciones compuso que apenas tres años después le dedicó a sus hijos Lo que ellos quieran, un diamante discográfico que lo colocó en la vanguardia de su generación de cantautores, tan dada a la descarga política o la balada hueca. Cacho prefirió un camino más arduo: el de la poesía y la inteligencia, a la manera de Juan Gelman o Roque Dalton. Sus textos contaban historias. Sin miedo.
Poeta cabal, resultó facilito ser amigos. Yo visitaba su palomar martes y sábados. Una noche, Cacho me propuso musicalizar unas coplas mías: de aquel delirio quedó Contrarios, un casete con tan mala suerte comercial que sólo se vendió (creo) a la salida del Metro Zapata. Mi amigo se desquitó pronto. En Volveremos a andar, su gran disco, nos dejó alegato desgarrado de un juglar justiciero que vio el derribo del Muro de Berlín, la desaparición del campo socialista y el fin de las utopías que animaron nuestra juventud, y ni aún así perdió la fe en un mundo mejor.
Confirmada su “partida a la otra parte”, alguna prensa farandulera lo recuerda ahora como uno de los “imprescindibles” de la canción latinoamericana, pero de “este lado” se ocuparon poco de él. Las dos televisoras más poderosas de México lo invitaron, si acaso, un par de veces a sus estudios. Cacho cometía un error imperdonable: hacía pensar al público. ¡Ojo, peligro! Las disqueras de moda no se enteraron de sus corridos, su rock ni sus milongas, sordos como están después de promover una caterva de intérpretes mediocres. Ellos se lo perdieron. Cacho cantaba y proponía sus verdades a quien quisiera escucharlo: lo hizo todos los días de su existencia, siempre en espacios alternativos: ferias populares, jardines, librerías, cafecitos de La Condesa. La Vida es terca. Por mucho que le explicamos sigue sin entender que no debe dejarse arrebatar tanta gente buena. ¡Qué incierto todo, mi socio! Escucho reír un corazón.
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