Si inciára esta charla sentado frente a Marx, le diría: “El trabajo aliena.” Karls mi miraría con profundo desprecio, emitiría un rezongo germano entre dientes, se levantaría enérgico del ficticio sillón y abandonaría estrepitosamente la ficticia habitación.
¿Qué tan invasivo se ha vuelto, gracias a la mensajería instantánea, el correo electrónico y las salas virtuales, el trabajo? Sobre todo con el pretexto del jomofis. Absolutamente invasivo. Uno carga la oficina en el móvil. Trasiegas en el bolsillo, los memorándum, las solicitudes pendientes, los oficios que hay que enviar, la planeación utópica de la semana. Junto a tu almohada mientras duermes se acumulan las exigencias nocturnas que te quitan el sueño aunque silencias las notificaciones o viajes en sueños con el modo avión.
La vida que nos deja la pandemia se ha convertido en un devenir desenfrenado de responsabilidades apremiantes, que deben ser atendidas al segundo porque las notificaciones tardan en alterarnos lo que tarda un suspiro en terminar. Hemos sido arrebatados del derecho que tenemos a no responder, a hacer esperar al que requiere nuestra atención inmediata en el guatsap; de dejar que el móvil se sacuda como desquiciado hasta caer al suelo. ¿No deberíamos defender nuestro derecho a hacer esperar a los otros? ¿A manejar en paz sin el riesgo que implica mirara la pantalla de smartfon? ¿De comer mirando y charlando a quienes comparten nuestra mesa sin estar encadenados al “mensaje que acaba de entrar”? Como el médico que se toma su tiempo para atender, entre paciente y paciente, el trabajo de gabinete, aunque la sala de espera arda “como el tendido en tardes de corrida”.
Hoy, volver a las oficinas se ha vuelto una doble jornada; atender lo presencial mientras se atiende lo virtual. Recibir a alguien que entra a tu oficina mientras en la pantalla se amotinan los colegas en el más reciente encuentro de sum.
El trabajo aliena, claro. Nos sustrae de nuestras pasiones, incluso cuando nuestra pasión es nuestro trabajo. La labor diaria siempre trae sorpresas, urgencias por resolver, recovecos tan inesperados como molestos que trastocan el más aceitado plan de trabajo.
¿Cómo luchar contra eso? ¿Cómo detener al invasor?
En las últimas semanas he vuelto a tener una cámara reflex entre las manos y frente al ojo que me queda. Esto, gracias a la paulatina recuperación del holocausto financiero que significa procrear, tener, mantener y educar a los hijos. Ahora no necesito un rollo, ni controlo la apertura desde la anilla superior del lente -como el conspicuo ladrón internacional de joyas acariciando la perilla numeral para atinar la combinación de una caja fuerte-; ahora sólo meto el ojo en la mirilla y con un solo dial digital controlo la exposición o la subexposición que es como me ha gustado siempre saturar el color o diversificar los grises de una foto. La foto digital es el paraíso de quienes aprendimos en los confines del siglo XX y las primicias del XXI; uno puede oprimir el obturador si el temor de que las 36 exposiciones del rollo de película sucumban inmediatamente antes de la toma precisa. Disparo, disparo, disparo y enfrento con estoicismo la resaca de elegir entre cientos de fotografía las tomas más representativas y valiosas en un solo día de trabajo. En la alienación del trabajo que realizo, un resquicio entreabierto permite paso a la creación; es decir, a la locura.
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