Alguien me dijo alguna vez que no es el amor lo que nos
mueve; es el miedo. El miedo a no alcanzar el amor, a no mantenerlo, a
perderlo. El miedo es angustia, sobre algo cierto o imaginado. Pero cuando el
miedo se transfigura en aquello que sólo acechaba y se vuelve real, tangible,
acontece el dolor, el peor de todos, ese que sin ubicación precisa recorre con
su filo todo el cuerpo; a veces el alma, sobre todo el alma.
En “Perseguir la noche”, el escritor mexicano Rafael Pérez
Gay ha dejado cuenta de su encuentro con el dolor, ese miedo transfigurado en
la posibilidad de perder la vida. A partir de la celebración de su cumpleaños
número cincuenta, el escritor llega puntualmente a presenciar el deterioro del
cuerpo, el suyo propio, a partir de señales inequívocas de que algo en la
maquinaria de carne y huesos está mal funcionando. ¿El diagnostico?, cáncer.
Como buen narrador de cepa que es, sabe que la única manera de sujetar las
riendas de una realidad desbocada es transformándola en literatura; él mismo lo
explica en esta frase: Cuando llega el
momento de sufrir, como la pasión, el dolor expulsa al lenguaje.
Y el dolor lo expulsa, al lenguaje y a quien lo urde en su
interior. El narrador vuelve a ser su personaje y toma distancia de sí mismo
para analizar lo que le ocurre, para darse libertad y volver al pasado como
única estancia donde el presente es soportable, de enlistar a sus fantasmas y
exigirles cuenta de aquello que dejaron inconcluso entre ellos, de hablar de
los excesos cometidos en nombre de comprobar que se está vivo y, sobre todo,
para soportar la esa ridícula imagen de marioneta en que uno se transforma
cuando se está enfermo, verdaderamente enfermo.
Los partes de esta guerra cruda contra la enfermedad y la
aproximación de la muerte van mezclándose con las obsesiones del autor, una en
particular, un suceso histórico acaecido durante las incursiones bohemias por
la ciudad de México de un grupo de Modernistas compuesto por José Juan Tablada,
Julio Ruelas, Ciro B. Ceballos, Bernardo Couto y Alberto Leduc. Para alejarse
de la enfermedad a cuestas, recorre la Ciudad siguiendo el mapa de sus
recuerdos, persiguiendo la esencia de la vida y la sospecha de la muerte; la suya
propia, pero también aquella muerte que marcaría el destino de estos escritores
que transbordaron, pluma en mano, del siglo XIX al XX, dando tumbos entre el
Salón Bach y la casa de Madame Lara, donde la perdición esta disponible en la
misma bandeja que la pasión. Los cinco vates sucumben, sibaritas de la carne y
las humedades.
Los laberintos que Pérez Gay recorre en este libro se encarnan
lo mismo en hospitales, en ascensos perturbadoramente nostálgicos a las Lomas
de Chapultepec, en la timorata oscuridad de bares, salones de baile y
prostíbulos. Él mismo se encarna en un Teseo que encara al Minotauro de su
infancia, batiéndose contra los recuerdos que conserva de su madre, de su padre
y de esa época familiar en que todo parecía ser mucho mejor de lo que realmente
era. Aunque se gane, nadie vuelve impoluto de esa batalla.
“Perseguir la noche”, cierra una trilogía, completada con
las novelas “Nos acompañan los muertos” y la conmovedora y maravillosa “El
cerebro de mi hermano”, en la que Rafael mezcla de manera exquisita su
historia, la de su familia, con la de una ciudad que se transforma
constantemente, guardando su esencia en cada rincón y reguardando celosamente
recuerdos que arroja de vez en vez para calmar el apetito nostálgico de quienes
hemos nacidos en ella y seguimos absortos a su polimorfa grandeza.
Nada en este libro es un desperdicio. Salpicado de humor
(sobre todo negro ante las circunstancias) y líneas contundentes que ponen la
vida en su lugar, “Perseguir la noche” es la constancia de que Rafael Pérez Gay
es uno de los mejores narradores contemporáneos en México y, por supuesto, un
sobreviviente.
Muy buen artículo, me gusto
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