Llegó a vivir aquí de
manera fortuita. Una decisión casi visceral. Su familia había venido a pasar un
día del fin de semana en los Prismas basálticos. Al volver a su ciudad pararon
a comer algo en el centro. Se enamoraron de inmediato del ambiente provinciano
del Reloj y su plaza. A la semana siguiente volvieron, compraron el periódico y
rentaron una casa. La mudanza se realizaría al siguiente fin de semana. Así lo
hicieron. En cuestión de dos semanas la vida cambió de residencia.
Al llegar se sentía de
vacaciones. Como si fuera a pasar aquí solo un par de semanas, tal vez dos
meses, pero con la sentencia impertérrita de volver a la gran ciudad a
continuar con la vida. El primer día libre después de la ardua labor de
desempacar se vistió con bermudas, una playera ligera, un par de tenis y salió
a conocer la ciudad. Una ciudad se conoce solamente caminándola, le había dicho
su padre. Fue desde la colonia Doctores hasta la calle de Abasolo, donde se
ubicaba la oficina principal de la universidad. En el trayecto que le tomó unos
40 minutos encontró calles y rincones nuevos, intocados por su memoria y listos
para ser inaugurados con futuras nostalgias. Miro a la gente. Se cruzó con
mujeres que llamaron su atención. Miro el cielo azul que le había sido siempre
escatimado por la nata contaminante que cubría la ciudad donde nació. Los
jardines, las fuentes. Los nombres desconocidos de las calles, la traza de
plato roto con alevosía. El sol que quema después de un rato y la sombra que
con argucia le llevaba a titiritar. Su sensación de beneplácito se acentuó,
pasaría una buena temporada de gozo en aquella ciudad de abril engañosamente
primaveral.
El calculo de la estancia
se fue alargando. Las semanas se acumularon en meses y los meses en un par de
años. Las personas que aparecían se fueron volviendo amigos y los ratos de ocio
comenzaron a transformarse en verdadera alegría. Las clases de ingles en la
ciudad universitaria, las de italiano y francés. Las compañeras que bailaban
folklor con Álvaro Serrano. El teatro en el medio de la plaza con el nombre de
Juárez. La calle de Guerrero para tomar un helado. Los barrios altos, las minas
deslucidas de su otrora gloria. La ciudad que cabía en diez o quince minutos de
viaje. Los taxis colectivos. La gente fría, parca, ocultando un corazón amable.
La sorpresa que mostraban al saber que era “chilango”. Las ganas que le
aparecieron de pronto por dejar de extrañar la capital. Los viernes y sábados
bebiendo cerveza mientras se paseaba por la ciudad, una y otra y otra vez. La
barbacoa como elixir a la resaca en El Atorón. Las fiestas que terminaban en
risas. Las ganas al día siguiente de hacer algo mucho más tranquilo. El único
cine al que podía irse a ver películas “jolibudences”. El tesoro encontrado en
el cineclub del Romo de Vivar. Las obras de teatro. El piano del café
Reencuentro y el Vienes que allí servían. Otra mujer que lo atraía. Caminar a
su casa cruzando el Rio de las Avenidas y las canchas de basquetbol a un
costado de lecho. Poder caminar entrada la noche sin el temor al asalto. Dejar
abajo las ventanillas del coche y encontrarlo en el mismo sitio después de
hacer el súper.
Ir a la universidad.
Trabajar. La oportunidad de reportear conociendo todo el estado. La carretera
interminable a Huejutla. Las enchiladas con cencina, el pan con café por las
mañanas. El sudor a toda hora. El mareo de ir más allá donde los nombres de los
pueblos están por aprender. La gente de la provincia de la provincia, amable y
hospitalaria siempre.
El valle desértico, las
artesanías de concha de abulón. El geiser, el pueblo con aire revolucionario
del oeste. Los llanos. El pulque. Los amigos, más amigos. Matrimonio. Hijos.
Una entre todas las mujeres. La trova. EL jazz. La literatura. Sentirse de
vacaciones por veintisiete años.
Marcial le había dicho
que uno es de donde están sus vivos, pero también de donde están sus muertos.
En esta tierra ya tiene varios. Aquí ha de quedarse.
Paso
cebra
Feliz cumpleaños 150 al
estado de Hidalgo.
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