viernes, 30 de noviembre de 2018

El aroma y el trinar de los instantes


La literatura, la buena literatura quiero decir, se bate en una cruenta, y tal vez, desventajosa batalla: la pelea por nuestro interés frente a las redes sociales. En el vertiginoso devenir de nuestras existencias, lo efímero nos acecha como una jauría hambrienta de nuestra atención. Aunque momentánea, la distracción en asuntos poco importantes o tal vez insulsos nos va robando tiempo, encadenándose en forma sucesiva e inmediata con sus pares hasta formar una cadena que enreda nuestra mente hasta asfixiarla y volverla su esclava. ¿Cómo pueden los libros competir ante esta trampa implacable? ¿Qué podemos hacer los escritores para hacer voltear a los lectores atraídos por el canto de las sirenas digitales? La respuesta es más simple de lo que parece: escribir y no parar de escribir.

María Elena Ortega Ruíz ha asumido este compromiso desde hace ya tiempo, entregándose en cuerpo y alma a la difícil tarea de esgrimir un estilo literario. Pachuqueña de origen y lectora apasionada, prefiere los clásicos (noto una inclinación particular hacia los franceses); ha encontrado en la literatura algo más que un pasatiempo, una forma de re-crear el mundo que la rodea. Su especialidad es el cuento y ha entrenado su pluma en numerosos talleres literarios donde sus textos le han ganado consejos y afectos, buenos augurios de talleristas de la talla de Agustín Cadena y Diego José.

El camino de las letras, ya se sabe, es largo y sinuoso (se escuchan los primeros acordes de The long and winding road de The Beatles), intrincado por donde se le mire y celoso, profundamente celoso; además vengativo, pues quien se toma un respiro, unas vacaciones para recuperar fuerzas, regresa sin condición y con pocas posibilidades de retomar el ritmo. María Elena lo sabe y no se da tregua, mueve los dedos sobre el teclado con ahínco y disciplina. ¿Qué cómo lo sé? Se nota en su prosa, en ella la búsqueda de finura es evidente, no al grado en que el trabajo excesivo lleve al texto a la deformidad de la perfección obsesiva, sino al justo medio de la elegancia y la eficiencia narrativa.


Su segundo libro, titulado “Microrrelatos a intervalos” es la compilación de los mejores textos que semana con semana entregó durante alrededor de tres años al suplemento “Intervalo” dirigido por la periodista Aida Suárez (lamentablemente ya desaparecido de las páginas de un periódico local). En este ejercicio, la autora no solamente se enfrentó a la exigencia del “dead line” semanal, sino también al reto de buscar historias dignas de contar, atraparlas, vomitarlas en el papel y trabajarlos cual alfarera hasta convertirlas en dignas piezas de lectura.

Sus personajes, profundamente humanos, viven historias unas veces cotidianas, otras extraordinarias, pero siempre profundas, las cuales, con la habilidad de María Elena, concluyen con finales inesperados y sorpresivos. Humor, dolor, miedo, esperanza, amor, soledad, rabia; son las materias primas de quien habla de la vida como el más intenso de los paréntesis, de la existencia como única y más valiosa posesión. En estos relatos brevísimos, se trasluce un leguaje poético, propio de quien escribe con el corazón, que llena de color, sonidos y olores a instantes que sin pudor atrapan nuestro interés y en ocasiones nos roban el aliento.

Un total de 94 microrrelatos que encierran universos enteros, como aquellos que mirábamos dentro de las canicas “bombochas”, y en los cuales el lector puede reconocerse y regodearse, recorrerlos más de una vez encontrando siempre un aliento entrañable.

Editado pulcra e inteligentemente por Elementum, el libro de María Elena Ortega Ruíz es el pretexto perfecto para sacar las narices de las redes sociales y adentrarnos en un regocijo literario, sin el temor de que un libro voluminoso o una historia “muy larga” nos apabullen; este es un libro grandioso que arrastra a su interior al más extraviado de los lectores.
Ya lo había dicho el escritor español Baltasar Gracián: Lo bueno, si breve, dos veces bueno.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Cuatro mil noventa y cuatro


Todos tenemos 2 padres, 4 abuelos, 8 bisabuelos, 16 tatarabuelos, 32 trastatarabuelos, 64 pentabuelos, 128 hexabuelos, 256 heptabuelos, 512 octabuelos, 1024 eneabuelos, 2048 decabuelos; un total de 4094 ancestros en 11 generaciones. Cuantas historias podríamos encontrar en la memoria de cada uno de ellos. Las historias que se esconden en el devenir de ese lazo sanguíneo. Marco Antonio Mendoza Bustamante me sorprendió con esta numeralia genealógica, charlando sobre su libro “El baúl de mi padre”.


Marco Antonio comenzó a escribir este libro la noche que murió su padre. No era un homenaje, o no solamente, era la necesidad imperiosa de no olvidar todas aquellas historias que había escuchado de su boca y que, consciente del inexorable paso del tiempo y la afección que causa en los recuerdos, no quiso que se desvanecieran. Los escribía para su Padre, para demostrarle que los había atesorado con el mismo kilateje con que se los había confiado; recuerdos que a su vez recibió de su padre y su madre, abuelos de Marco Antonio. Pero también los escribía para sus hijos, para trasmitírselos lo más parecidos a como fueron escuchados y no tergiversados por la subjetividad la propia memoria.

“El baúl de mi pare” se compone de 19 capítulos antecedidos por un prefacio. A través de ellos Mendoza Bustamante va narrando la historia familiar que es un botón de millones de historias familiares en México; todos tuvimos un bisabuelo o tatarabuelo que peleó en la Revolución de 1910, una abuela que se fajó para sacar a la prole adelante después de enviudar, un pariente que se fue de mojado, etc. Es decir, el autor nos narra lo que acontece en nuestro país desde su historia personal, desde su microhistoria; la historia “matria” dicen algunos.

Pero al ir dándole forma definitiva a su memoria, Marco Antonio se valió del escondite donde su padre guardaba sus camisas y sus corbatas: un baúl. Debajo de ajuar diario había fotografía, documentos, actas de nacimiento, telegramas, poemas escritos a puño por su padre; el soporte documental pues, de la historia que verbalmente le había sido otorgada desde niño. Cada trozo de papel, cada imagen rescatada, fue también la argamasa para unir todas las historias, detallar un suceso, precisar una fecha.

Es así como, nos enfrentamos a un libro profundamente personal. El autor no se deja vencer por el pudor y nos entrega su historia, que es la suma de todas las historias que pudo escarbar en la vida sus antepasados conocidos. Ese es tal vez el valor más importante de este libro, la complicidad que el autor establece con el lector, como diciéndole “voy a contarte lo que soy, que es el cúmulo de lo que han sido mis ancestros”. Es inevitable no sucumbir a ese acto de generosidad y pensar cuantas historias de nuestra propia familia serán olvidadas cuando muramos. Ahí radica el valor de la historia oral, pero también, la impronta de la historia escrita y documentada.

Marco Antonio Mendoza Bustamante se ha afianzado como un joven historiador y cronista tulancinguense, que ya desde hace más de una década nos ha regalado una mirada fresca de la historia de su ciudad a la par de los sucesos mundiales y nacionales, como también perfiles de personajes erróneamente valorados por la historia “patria” como Venustiano Carranza. Leerlo resulta siempre, un tiempo bien empleado y cautivador.

Paso cebra
Antes de terminar quiero compartir con usted, estimado lector, la alegría que aún perdura en mi ánimo y que es provocada por el quinto aniversario del programa de radio “Bibliófono”, el cual produzco y conduzco semanalmente en la frecuencia de 98.1 F.M. Hidalgo Radio. Algo así como 260 programas donde el tema principal es la literatura, y en los cuales me han acompañado incontables colegas escritores, en presencia o vía telefónica; gracias a todos ellos, desearía poder mencionarlos a todos, pero como ya dije, son incontables para mi memoria dispersa. Gracias también a todas las personas que habitualmente nos escucha, gracias a ustedes no soy una voz que clama en el desierto; y gracias a los directivos de Radio y Televisión de Hidalgo por permitirme ser parte del esfuerzo de comunicación social que implica un medio público; espero que mi granito de arena en algo contribuya. Gracias, de verdad. Si usted, que lee estas líneas aún no es radio escucha del “Bibliófono” lo espero todos los sábados en punto de las 18:30 hrs. Creo de corazón, que no se arrepentirá.

viernes, 16 de noviembre de 2018

El péndulo que no olvida

Bajó de la cúpula agotado. Había colgado desde lo más alto una larga cuerda que del otro extremo sostiene un saco de arena. Sudoroso, empujó el hato para que comenzara a moverse.Por una pequeña abertura, la arena iba marcando el rastro de su movimiento, de su oscilación. Era Foucault tratando de demostrar el movimiento de la tierra, pero también podemos ser todos, aferrándonos a conocer el origen y destino de nuestra vida, o al menos de forma en que la recordamos y la imaginamos.
Los seis cuentos que conforman en volumen “La oscilación de la memoria” de Christian Negrete están impregnados de este aroma. Historias que surgen de la realidad y giran sobre sí mismas para volver a mezclarse con su origen, dejando en el lector un resabio de derrota y miseria humana.


Christian Negrete se revela como un autor novel que trae consigo todo el ímpetu y febrilidad de quien a descubierto el paraíso que creía velado para su destino. Su origen de abogado litigante y su ejercicio como ministerio público le ha permitido ser un testigo privilegiado de una realidad que supera toda ficción, pero que se vuelve la materia primar para historias que transforman esa realidad, ¿para mejorarla?, sin duda. La sordidez de los sucesos que ocupan sus historias son un tamiz por el que la vida llega a sus consecuencias más viscerales.
Los personajes de este libro son todos lectores. Negrete aquí se devela como un autor que lee. Porque aunque parezca difícil de crear existen escritores que no leen. Para fortuna nuestra, estamos ante un escritor que se escondía bajo la piel de un devorador de libros; vicio que sigue ejerciendo como entrenamiento diario de su vocación. Pero además de lectores, o tal vez porque lo son, lo personajes de estos cuentos están profundamente inconformes con su vida, con la circunstancia que atraviesan y, aunque no lo quieran, se engarzan en una espiral de transformación que los lleva a cumplir un destino inexorable, escrito bajo la almohada de las más encantadoras pesadillas.
Pero el ingrediente que cautiva en las historias del autor no es la dosis de realidad que conservan, es una voz apacible pero intensa que nos va llevando por las entrañas de la mente de personajes que han visto pasar su vida desde la orilla del desencanto, y por un impulso incomprensible se han arrojado al cauce, logran en ocasiones estrellarse con el lecho seco por donde alguna vez paso la vida.
Negrete ha venido a ocupar un lugar primordial en la escena literaria hidalguense con este su primer libro. Será sin duda un autor la que no sólo vale la pena leer, sino también seguir, pues es dueño de un estilo propio que irá puliendo con el tiempo. Aquellos escritores que habitan en el medio de la más sórdida realidad, son lo que forjan un literatura intensa y descarnada, siempre y cuando tengan el cincel y el martillo adecuados, léase el talento. Christian Negrete los tiene. Estoy ya, ansioso por leer sus nuevos cuentos, los cuales está escribiendo gracias a un apoyo para la creación. Mientras tanto arroje usted, estimado lector, un par de tarde a este libro. No va  a arrepentirse.


Paso cebra
“La oscilación de la memoria” de Christian Negrete, ganó el Premio Estatal de Cuento Ricardo Garibay 2017. Se presenta esta tarde en el Elementario, en las inmediaciones del Jardín Colón, a las 19 horas. Los comentarios los hará Eduardo Islas Coronel, el ganador de este año del premio estatal de poesía Efrén Rebolledo. Espero que pueda usted leer esta invitación a tiempo y podamos vernos por allá.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Entre Zapata y Nahui Olin


La fotografía liberó a la pintura de su obligación como reproductora fiel de la realidad. De paso, apuntaló la memoria. Ese es el espíritu que se respira en las páginas del libro “Antonio Garduño. Fotografía y periodismo en los inicios del siglo XX” de Laura Castañeda García y Daniel Escorza Rodríguez.
Ambos investigadores encaminaron con sus pesquisas históricas a la figura del mismo fotógrafo, Escorza en las bóvedas de la Fototeca, donde identificó trabajos de Garduño dentro del fondo Casasola; Castañeda en los estudios de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, donde encontró algunos trabajos de Garduño que databan de entre 1903 y 1907, cuando la escuela era la Academia de San Carlos. Ambos investigadores se encontraron en algunas oportunidades y al ver la coincidencia de sus trabajos, comenzaron a darle forma a un catálogo-artículo que se fue dimensionando hasta terminar en un libro.
El personaje, Antonio Garduño, llegó a la ciudad de México desde Guadalajara con sus dos hermanos, para estudiar en San Carlos. Al terminar sus estudios, consiguió un trabajo en la misma escuela como fotógrafo y comenzó a registrar lo mismo las clases de dibujo con modelos desnudos y vestidos, que arquitectura.
Durante el levantamiento armado, enfiló la lente de su cámara a registrar la vida cotidiana del conflicto y a sus protagonistas. De Garduño conservamos dos de las imágenes icónicas de la Revolución: la primera, un retrato de Zapata, quien viste una casaca gris, sin sombrero y tiene un semblante de tranquilidad, el personaje aparece apenas girado a su izquierda mirando a la cámara.

La segunda imagen, es aquella que se conoce como “Villa en la Silla Presidencial”. Antes se creía que durante esa toma, realizada el 6 de diciembre de 1914, la única cámara en los salones de Palacio Nacional era la de Víctor Casasola, sin embargo las variantes, en ocasiones apenas perceptibles, en varios negativos determinaron no solamente un concepto por demás interesante en la fotografía, la “multi-autoría” de una imagen, sino que también llevaron a la identificación de versiones distintas de la misma imagen, realizadas en ese mismo momento por Antonio Ramos, Sabino Osuna y Garduño.

Al terminar la Revolución Mexicana, Garduño regresó a la comodidad de su estudio y comenzó a ser conocido como el “fotógrafo de las novias”, realizando imágenes individuales y trípticos fotográficos de vida familiar y eventos sociales.
Sin embargo, la parte más estética de su trabajo radica en los retratos que hizo de Nahui Olin, destacada pintora y poetisa de la época, cuyo nombre verdadero era Carmen Mondragón (hija de un general porfirista, Manuel Mondragón, pernicioso responsable de la Decena Trágica) y quien era parte de un grupo de intelectuales y artistas destacados de la época como Frida Kahlo, Diego Rivera y Roberto Montenegro.
Las imágenes logradas por Garduño a la figura de Nahui Olin son de una belleza difícil de describir. Son el resultado del entrenamiento que el ojo del fotógrafo obtuvo en la Academia veinte años antes.
Sus dotes de gran retratista le permiten alcanzar el preciosismo de la imagen, la estilización absoluta no sólo sobre el rostro de la artista, también la brillantez de su piel, el sombreado del maquillaje, el fulgor de las pelucas y el sopor de los atuendos; son retratos de una factura espectacular.

Pero merece una mención aparte los desnudos que Garduño le realizó a Nahui en las playas de Nautla: imágenes por demás eróticas donde conviven la candidez de la modelo, la voluptuosidad de sus formas con el jugueteo de la espuma del oleaje. El volumen cierra con una serie digna de ser considerada entre las imágenes más cachondas (diríamos los mexicanos), de la historia de la fotografía mundial.

El libro, editado por la UAM- Xochimilco, es una delicia para los interesados en la historia de la fotografía, su formato cuadrado permite el disfrute lo mismo de los encuadres horizontales que de los verticales, logrando un equilibro con el texto de la investigación.

La aproximación a la vida y obra de Antonio Garduño es también un acercamiento a una manera de hacer fotografía en un México que fue y que se ha transformado tanto o más rápido que el salto que hemos dado del nitrato de plata a los pixeles.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Leyendas y tradiciones: microhistoria pachuqueña

La historia de las nacionales se compone de muchas piezas. Como un rompecabezas cuyas piezas polimorfas son historias regionales, locales, colectivas y personales. Esta corriente historiográfica, impulsada por el antropólogo norteamericano Clifford James Geertz, es conocida como la microhistoria; la posibilidad de analizar sucesos, personajes o fenòmenos sociales que en cualquier otro tratamiento de invsetigación serían descartados y pasarían inadvertidos. De esto abreva el ejercicio del cronista del estado de Hidalgo, Juan Manuel Menes Llaguno, quien nos presenta un nueva publicación: “Tradiciones y leyendas de Pachuca”.

La edición, elegante y de gran formato, presentada por Editorial Porrúa, abre con una introducción que se compone de tres crónicas sobre la ciudad de Pachuca; una de la etapa del virreinato, otra decimonónica y la última del siglo XX extendida hasta este siglo XXI que ya alcanza la mayoría de edad.
En sus páginas conviven las historias que a lo largo de los años han dado identidad a los barrios más antiguos, lo conocidos como barrios altos, y a las colonias que poco a poco, gracias a la expanción de la vida social, se han ido asentando haciendo crecer la urbanidad de este enclave minero.
Tras esta introducción, el licenciado Menes nos lleva por un recorrido que nos redescubre calles, puentes, plazuelas y plazas de una ciudad que fue y que ha sido escenario de múltiples encuentros; y es que de los encuentros ocurren las historias. Piense usted, estimado lector, cuántos de los encuentros de su vida han generado historias dignas de recordar, y otras por fuerza  sometidas al olvido. Un recorrido que se antoja emotivo para propios y extraños.
Pero, para los extraños, el autor regala una sección del libro, Guía para turistas y descarriados del ayer, en la que se enlistan cantinas, mesones, figones y lo que el cronista llama “otras linduras”, que permiten el paseo desgarbado y coloquial de una ciudad que no ha perdido, a pesar de circunstancias diversas, la capacidad de gozo.
Menes Llaguno ha descubierto una veta riquísima en la tradición popular, Como el minero que ha encontrado el lugar exacto dónde aplicar la broca, la pluma del cronista se dirige a la memoria de las personas con un único fin, ejercitar la microhistoria pachuqueña. El ejercicio parece simple pero requiere de constancia y dedicación; investigar, rescatar y preservar. Pero el impulso histórico no se detiene en el pasado, avanza con resolución para encargarse también de la historia que se está generando en este momento; la microhistoria del futuro.
Es así que el autor da el brinco a lo más espeso del caldo. Aborda con su particular y fino estilo las crónicas y  leyendas que han dado forma a nuestra idiosincrasia pachuqueña. Las leyendas que empiezan en las casas, salen a la calle y saltan a nombrar la cantina, la pulquería, la tienda, al barrio; la identidad. Algunas que llaman a la memoria, otras al morbo, otras tantas a la reflexión.
En sus propias palabras, Juan Manuel (me permito tutearle por única vez, no seas irrespetuoso diría mi madre), ha indagado la historia local de tal modo, que sabe que donde la historia ya no logra explicar el suceso, entra la leyenda y se encarga de darle forma, múltiples formas que terminan siendo las aristas de una cultura minera que perdura hasta nuestros días.
El libro se compone de sesenta textos que están bellamente ilustrados por una amplia colección de fotografías de la ciudad de Pachuca, y que nos hablan en paralelo de otra de las pasiones del autor, el coleccionar imágenes que hablen del pasado de nuestra ciudad y que le ha permitido formar la fototeca personal más importante del estado. Esas fotografías, por sí solas son un deleite, pero al acompañar lo narrado, se vuelven un manjar de la memoria.
En el prólogo, el legendario Miguel Ángel Porrúa (quien también se encargó del cuidado del volúmen), nos devela una verdad absoluta, escribe: “Las leyendas son la manifestación primera de la inteligencia humana, la guía que, si no construye la historia de los pueblos, sí dibuja su espíritu”.

Nadie que se digne a amar esta ciudad, debe privarse de la lectura de este libro extraordinario.