a Venancio Neria Candelaria
De la lustrosa mañana
colgaba un sol ciego.
A sus pies,
trozos de noche revueltos
entre las piedras que usaron para liberarlo.
El aroma del valle entraba por la ventana
y tú aún dormías,
soñando en aquella lengua de tus padres,
balbuceabas aventuras
apenas ocurridas tras los linderos de tus párpados.
Nunca fuiste niña como nosotras.
Siempre tu cabeza fue gris y tus manos arrugadas.
Nunca tuviste un hogar ni una cama;
siempre tu boca fue sepulcro de risas.
Aquel hombre te llevó de aprisa,
como si en verdad alguien fuera a detenerlos,
como si alguien fuera a extrañarte
en aquella tierra lejana que ni nombre tenía.
Bordearon la madrugada hasta llegar al mismo ombligo
de este mar seco donde flotan los mezquites
y aquí te pusieron casa.
Nunca tuviste un lugar más cercano al paraíso
que esas cuatro paredes de madera
y ese corral lleno de gallinas.
Lo más tibio era el catre, que siempre tenía
una sábana limpia y aquellas palabras
que sólo sus cuerpos desnudos entendían.
Humedades de polvo
los envolvían.
Pero el hambre les robó la vida que tenían.
El sol podrido caía más rápido que otros días
y la noche se volvía más vieja que la tierra.
Los escuincles lloraban más y dormían menos.
¿De la monedas? Ni hablar.
-
Te quedaste huérfana de aquella piel
áspera y percudida
de rascarle a la tierra
surcos infértiles y testarudos.
De aquella piel que regresaba al medio día
sudorosa pero suave,
agria pero tuya.
Aquella piel que se fue,
bajo la pupila dilatada del sol miope,
cubriendo los huesos de aquel que te amaba.
Si tan sólo en esta lengua mía
también existiera Zi Nänä,
hubiera compartido tu rezo.
La voz de la línea telefónica parecía más ajena
semana tras semana;
en las orillas de cada llamada
susurrabas a la bocina aquellas palabras en tu lengua
que suenan tiernas y dolorosas,
mientras tus ojos hacían agua hasta el naufragio.
El sol necio nada miraba y todo lo hervía,
sin parpadear, sin detenerse.
Tú contabas los días que aún no llegaban.
Te quedabas mirando el horizonte
como desmenuzándolo,
como para encontrar a tu hombre,
como tratando de traerlo,
aunque fuera de a cachos,
entre tus uñas ennegrecidas.
Hasta que un día
no hubo más bocinas donde susurrar,
ni dinero en la cuenta,
sólo tormenta en tu pecho
y aquella lengua tuya sin nadie que la entendiera.
Yo fui creciendo
mirándote encorvada
en el quicio de aquella puerta;
y de a ratos llorabas
y de a ratos reías,
sosteniendo una foto arrugada
que tus ojos ya no veían.
Después, tu casa estuvo llena de voces,
unas crecidas y otras nuevas,
que te hablaban en otra lengua
– la mía–;
tú, sólo sonreías o te enojabas
negándote a responder en ella.
A veces me dolías tanto en el alma
que me acercaba a preguntarte qué tenias
y nos abrazábamos largo rato;
entonces se escuchaban
palabras mudas entre nosotras.
En esa lengua olvidada
el sol cerró sus párpados,
sobre ti,
y te nos fuiste haciendo polvo.
-
Abraham Chinchillas
estupendo.. sublime de un
ResponderBorrarconspirante echo q remite
la vida.. un ente .. q se incline
asi mismo