En mi pueblo se canta cuando alguien nace, una canción que trae buena suerte para el recién venido. La tonada empieza con su primer llanto y de su intensidad depende la fuerza con que se entona. En mi pueblo se canta cuando dos corazones se eligen mutuamente para la eternidad, hasta que el anochecer se vuelve el escondite perfecto para su unión; se abandonan al ritmo que junta sus cuerpos hasta confundirlos con la sincopa de la siembra. También cuando alguien muere se canta. Los dolientes se reúnen en torno al cuerpo y en lugar de chillar, juntos corean las canciones que el difunto prefería en vida; si alguien sólo tararea lo miran con lástima pues nunca conoció realmente al muerto.
Los pájaros, el río. Los árboles, el viento. Todo canta su propia música, sobre todo, en las orillas del día. Pero nada se escucha tan bien como el silencio. Tan nítido y estruendoso como la nada que me ha impedido ser testigo presencial de todo esto que les digo.
Los pájaros, el río. Los árboles, el viento. Todo canta su propia música, sobre todo, en las orillas del día. Pero nada se escucha tan bien como el silencio. Tan nítido y estruendoso como la nada que me ha impedido ser testigo presencial de todo esto que les digo.
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