Hace muchos años la Flaca compró un polimorfo portarretratos
para colgar en la pared. Le caben diez fotos de diversos tamaños. De inmediato
lo llenó con imágenes de familia, amigos cercanos y nosotros, quiero decir de
ella y yo. Al paso del tiempo y por diversas circunstancias las imágenes fueron
relevadas y vueltas a poner en su lugar. Hasta hace dos días se le podía
apreciar prácticamente igual que en su primera distribución de recuerdos.
Incluso, mirándolo detenidamente, llegué a pensar que las formas y colores de
esos retratos se habrían ya mimetizado con el cristal que las protegía. Pero no
fue así. En un arranque de emoción y con un puñado de retratos compartidos, la
Flaca decidió cambiar todas las fotos, colocar en lugar de los rostros de
amigos y familiares nuestros selfis mutuos más afortunados (incluso uno donde
aparecemos embozados contra la pandemia). El espacio alcanzó también para las
amigas más cercanas y las criaturas más queridos. Pero, sobre todo, hubo
espacio para desbocar la pulsión de conservar a la vista aquellos momentos
determinantes para eso que llamamos felicidad; son tan pocos que bien vale la
pena tenerlos a la mano y resguardarlos del olvido.
La fascinación por los retratos data de la época helenística
y generalizó el uso del retrato honorífico con fines enteramente públicos y el
uso del retrato privado como parte del culto a los antepasados; iniciaba la
república. Sin embargo, sin adscribirnos solamente a esa línea estética, todas
las cultura, antiguas o modernas, desarrollaron técnicas, primero escultóricas
y después pictóricas, para preservar la memoria de aquellos que merecían reconocimiento
o simplemente no debían ser olvidados. Hacía el siglo XIX, la fotografía suplió
las necesidades “retratísticas” que se habían practicado hasta ese momento en
el lienzo y la piedra, dando lugar a una de las costumbres más interesantes de
esa época: las tarjetas de visita. La costumbre dictaba que las personas
pertenecientes a la clase alta tuvieran un retrato, individual o de familia,
reproducido en un papel grueso que era llevado como presente de agradecimiento
a la casa de alguien que les invitaba; esa tarjeta se dejaba y en ocasiones era
colocada en un portarretrato como evidencia del encuentro.
Dando un salto elíptico en el tiempo, la tecnología nos ha
permitido volver a la costumbre de las tarjetas de visita con características
digitales de retratos que compartimos vía guatsap o mesanyer. Ya pocas veces, o
tal vez sea nula la posibilidad, imprimimos en papel fotográfico o corriente,
los recuerdos que nos merecen la pena. Nos parece tan arcaico e inútil como
escribir cartas de puño y letra. De ahí que el impulso de colgar en la pared nuestra
obsesión por detener el tiempo, sea un acto de rebeldía ante la costumbre de
almacenar cientos y cientos de imágenes en nuestro teléfono móvil. Como quien
decide que, de toda esa avalancha de momentos, un puñado son suficientemente
importantes para convertirlas en el decorado permanente de nuestra confinada
cotidianidad. Ahora la Flaca y yo, somos nuestro mejor paisaje.
Paso cebra
Murió el compositor que más le ha dado al séptimo arte. Dotó
de maravillosos sonidos a imágenes que se volvieron icónicas en la pantalla de
plata. Con profundo arraigo en la academia, siempre estuvo dispuesto a la experimentación
y la búsqueda sonora. Le dio sonido al western, a la rabia y la fe en la selva
guaraní, o al deleite de lo prohibido como los besos recortados de las
películas por la censura. Sus bandas sonoras eran un disfrute total, desde las
más famosas, como la ya referida Cinema Paradiso, hasta una que otra que
aparentemente pasó sin pena ni gloria, como la escrita para la película Wolf
de Mike Nichols, donde un Jack Nicholson licántropo recorre la ciudad en una
atmosfera cargada de suspenso provocada enteramente por la música de Ennio
Morricone. Eso era, sobre todo, el músico italiano, un creador de atmósferas,
de imágenes sonoras que vuelven a nuestra memoria aún antes de las imágenes que
acompañaban, al contrario de los truenos donde primero nos azora el fulgor y
luego el estruendo. Morricone era un trueno inverso. Descanse en paz.
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