miércoles, 8 de julio de 2015

Pasadas las cuatro o la edad mítica



Siempre tuve una edad mítica, los 26 años. Desde pequeño escuchaba por doquier que el mundo se terminaría en el año dos mil, cuando yo cumpliera 26 años. Por lo tanto nunca creí que me haría viejo, lo más que podría disfrutar la vida sería 25 años, o tal vez un poco más, según la época del año en que aconteciera el apocalipsis. Me empeñé pues en el vértigo y el exceso en los, pocos creía yo, años de juventud. Sin embargo, como ya está visto, el mundo no se terminó a mis 26 años, por el contrario, siguió con un gesto burlón y la desfachatez de deteriorarse sin una fecha precisa de caducidad; y yo, seguí con un gesto adusto y el gafe de deteriorarme también, pero proclive a tener una fecha de caducidad más próxima que el mundo. Pero dado mi gusto por las fechas -futuras, porque las pasadas suelo olvidarlas con facilidad-, establecí una nueva edad mítica, los 40 años, que en ese momento parecían lejanos y poco probables de alcanzar, dado el vértigo y el exceso en el que me encontraba. Y la vida siguió (imposible leer esta frase sin tararear la sabinera “Donde habita el olvido”), engañosamente lenta, hasta que para mí fue tomando más sentido, y sin previo aviso, como quien va caminando y de repente se estrella con un poste de luz por venir revisando el móvil o venir espiando a una persona que anda la acera de enfrente, llegué a los 40. Debo decir que me sorprendieron en mejores condiciones de las que me encontraba a los 26, incluso a los 30 y con un ánimo renovado, aceitadito en la plenitud. Esa sensación, no sin un tanto de escozor, aprendí a disfrutarla, tanto que, en ningún momento había pensado en una nueva edad mítica, hasta hoy en que librado por completo los 40 y me he internado en la espesa y poco honorable fama, de los 41. Serán los 50. En menos de diez años. Veremos, si llego, como me sorprenderá el medio siglo. Mientras tanto…

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