Transeúnte solitario
El blog de Abraham Chinchillas
sábado, 29 de octubre de 2022
Trigésimo cuarto Certamen la Orguidea de Plata
viernes, 21 de octubre de 2022
Ha muerto el Marqués de Real del Monte
Imagino al pueblo en su bullicio habitual de medio día. Imagino la bruma endémica de octubre atenuar la luminosidad del sol de otoño, aderezando con un ligero sopor las calles sinuosas del pueblo de montaña. Imagino a un hombre, ataviado completamente de negro, envuelto en una capa y con un sombreo de oficial, dirigirse solemnemente al jardín central del pueblo, desenrollar el bando fúnebre y con voz firme proclamar: ¡Atención todos! Hoy ha muerto el Marqués de Real del Monte. Elevado momentáneamente sobre la punta de sus pies haría chocar los tacones de su calzado como la claqueta cinematográfica que da paso a una escena en que todos los pobladores que lo han escuchado detienen su andar para guardar un minuto de silencio.
Esto debería haber ocurrido el lunes pasado. Pero no fue así. A mi la noticia me sorprendió mirando una publicación en ‘feisbuc’. Entraba con mi hija a un sitio que expende ensaladas de todos tamaños cuando la querida doctora Verónica Kugelme dijo digitalmente que el maestro Luis Rublúo había fallecido. La muerte de un amigo siempre cae como un balde de agua fría sobre la espalda, siempre se siente como una punzada en el medio del pecho, siempre deja escapar un “¡Carajo!” que sorprende y a veces ofende a quien lo escucha, siempre hace recordar aquel verso esgrimido por el argentino Oliverio Girondo: “Muerte puta, muerte cruel.”
El pasado lunes 17 de octubre falleció el más longevo de los historiadores hidalguenses. Nacido en Real del Monte en 1940. Desde muy joven eligió la letra escrita para expresarse a pesar de la negativa de su padre. Ahí fue cuando adoptó el seudónimo (heterónimo, díra yo), del “Marqués de Real del Monte”. La coronación de su osadía juvenil en la prensa local sería cuando su padre le hiciera notar que ese tal “marquesderealdelmonte” escribía muy bien. A partir de ahí las alas de este autor se desplegarían para emprender un vuelo majestuoso en la literatura y la historiografía hidalguense.
Afincó su estancia en la Ciudad de México (que disputó en más de una ocasión su paisanaje) para estudiar Derecho e Historia. Desarrolló desde muy temprano una prolífica bibliografía que le permitiría navegar en diversos géneros como la poesía, el ensayo, la historia. Nunca se desligó de sus raíces mineralmenteses, ni hidalguenses. Encabezó instituciones culturales y escribió devotamente sobre su tierra. De todos los múltiples premios que recibió, dos los consideraba la confirmación de su hidalguía: el Premio de Ciencias y Bellas Artes, Hidalgo 1980 y la Charola de Plata de Honor en Real del Monte en 2008. Esto a pesar de haber recibido premios nacionales e internacionales que también recibieron en su momento personajes como Migule León Portilla.
Su producción literaria llega a los setenta libros. Cuatro de ellos me vienen a la memoria y descansan en los plúteos de mi biblioteca. El primero de ellos es “Juego de Palabras ( Antología inquieta de ensayos)”, publicado en el estado de Nuevo León, donde un joven Rublúo de treinta y ocho años hace gala de su vocación analítica y demuestra una pluma incisiva y dedicada; el segundo es “Viajes alrededor de la biblia”, en donde el autor ensaya su perspectiva franca sobre su fe y recrea pasajes que van más allá de lo dogmático; el tercero es un libro que tuve la fortuna de editar, “Efigie de caudillos”, la celebración que el autor hace de doscientos años de independencia y que apareció en 2012 majestuosamente editado por el Gobierno del Estado de Hidalgo y; “Real del Monte Virreinal, crónicas de un viejo mineral”, un volumen dedicado a su terruño (y que tuve el privilegio de conocer desde su manuscrito) que explora, desde la Conquista hasta el establecimiento de la nación mexicana, los avatares históricos de su pueblo, este libro fue publicado apenas el año pasado como un acto de justicia a la estatura del autor.
He tenido la fortuna de haber compartido con el Marqués de Real del Montemomentos entrañables. A lo largo de seis o siente años compartimos un desayuno que se prolongaba más allá del medio día; lo inauguramos en un restaurante tipo americano de la Calzada de Tlalpan (apenas a unas cuadras de su casa) y lo perpetuamos en el restaurante de un hotel que mira a la cara sur del Reloj Monumental de Pachuca. Lo que ahí hablamos, conforma un tesoro de conocimiento y amistad que guardo celosamente en la memoria y el corazón.
Lamento profundamente no haber asistido a la ceremonia que celebraba los cincuenta años del CEINHAC; el Centro de Investigaciones Históricas A.C., agrupación que ha fomentado, impulsado y construido la investigación histórica de Hidalgo desde 1972 y de la cual Luis Rublúo formó parte de su fundación. De haber estado allí, le hubiera saludado, abrazado y seguramente no le habría dicho cuánto le admiraba, cuánto le quería y cuánto añoraba nuestras pláticas.
Creo, fervientemente, que los restos de Luis Rublúo Islas, Marqués de Real del Monte, deberían descansar en la Rotonda de Hidalguenses Ilustres. Estoy seguro, que la nueva autoridad estatal, sensible a la cultura más que otras administraciones, hará lo propio para que esto ocurra.
Don Luis, mientras viva, no le voy a olvidar.
viernes, 14 de octubre de 2022
Primer réquiem para mi padre
“A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo,
dos corazones en el mismo ataúd.”
ALPHONSE DE LAMARTINE
0
Hoy ha muerto mi padre. Muchas veces pensé que esa frase tardaría mucho en llegar a mis labios. La sabía inexorable, agazapada en el futuro, presta para romperme en pedazos llegado el momento. Pero el momento llegó antes de lo sospechado. Resonó en el instante en que escuché la desesperación de mi madre en el teléfono: ¡Tú papá está muy mal! Por azarosa fortuna tardé tres minutos en llegar a su lecho; durante esos ciento ochenta segundos en mi cabeza rebotaba una canica cuyo eco repetía “No quiero” tratando de conjurar el minuto de enfrentarme con su muerte. Y ahí estuve yo, al pie de su cama, tocando su cuerpo helado, besando su frente mientras murmuraba un agradecimiento sincero. Mirándolo, fijamente, tan hermoso como era.
1
No amé a mi padre desde el principio. Durante los primeros seis años el amor por mi Tata ensombreció su presencia en mi vida. Pronto, arrebatado del trono que mi abuelo me había conferido y que se había llevado consigo a la tumba, fui rescatado por los ojos de un hombre que miraba en mí el universo todo. Mi Rey, solía decirme, blandiendo la espada de su estirpe sobre mis hombros, poniendo a mis pies un humilde reino que a la postre sería una herencia de libros.
Trabajaba de sol a sol. Por las mañanas, muy temprano, el retumbar de su voz mientras charlaba con mi madre me despertaba. El sonido de la licuadora que preparaba su licuado era el preámbulo para tener que levantarme. Por las noches, cuando ya estaba acostado, ese mismo trueno de su voz preguntando por sus hijos me daba la calma última para conciliar el sueño.
Siempre le he temido al mar. Él era mi faro.
2
Muchos años habitamos en el paraíso. Pero en todo solaz, por más terso que parezca, va germinando una tormenta feroz. Nos azotó algunos años después, por largo tiempo. El iceberg de mi adolescencia impactó directamente contra la proa de su crisis de la mediana edad. Madurada mi voz, calca casi perfecta de su tono, hacia retumbar la casa cuando discutíamos por la hora nocturna de llegada, por mis calificaciones deficientes, por la vocación elegida, por destellos que forjan la vida a partir de esas diferencias. Lo odié a muerte porque lo entendía eterno. Lo entendí sin parcialidades cuando mis propios hijos me ascendieron a su mismo rango.
3
Férreo y determinado. Me enseñó a nunca bajar la mirada, pero a estar siempre del lado de los débiles. Su alma siempre combativa, su ideología de izquierda, creía como el Che que “sólo la verdad es revolucionaria y todo lo demás es de mentiras” mientras ocultaba a toda costa sus errores para que no fueran patrón de mis propias equivocaciones. Fuimos corrientes que abrevaron de un mismo manantial, con cursos tan iguales que se distanciaron para embravecerse.
Los libros que a mí me gustaban le parecían insulsos, los que él prefería los encontraba demasiado filosóficos. “No lees suficiente”, fue su manera de convertirme en un lector obsesivo.
4
Jorge, te encuentro en las líneas que cruzan de este a oeste mi frente.
5
Te percibo en mi andar siempre deprisa y distraído. En todos mis modos.
6
Te miro en los reflejos callejeros que me devuelven esa imagen mía de ti.
7
Mi padre aprendió a anudarse las corbatas mirando una película. Yo aprendí a amar el cine observando cómo se acicalaba para ir al trabajo. Nunca ante mí se dio por vencido. Lo miré llorar sólo una vez recordando a un amigo muerto. Siempre se quejó de todo, pero me enseñó a despreciar a los rastreros, los advenedizos; a desconfiar de aquellos que aseguraban saberlo todo. “Si quieres lucir algo, no lo presumas”, así solía firmar sus correos electrónicos. Nunca llegó tarde y mis propias circunstancias me llevaron a afinar esa obsesión suya por aprovechar el tiempo. Carpe Diem. Heredé su capacidad de gozo y florecí en una bonanza que solo presumen los pudientes, sin que nosotros lo hayamos sido jamás.
8
Estuvimos distanciados algo más de dos años. No vale la pena desenterrar las razones. Pero aquel tiempo de desierto me calaba tan profundo que decidí ponerle fin un día de su cumpleaños. Una carta que palabras más, palabras menos, le advertía que la pandemia o la propia edad podía cargar con cualquier de los dos y en el patíbulo permanente que es la vida, no valía la pena cosechar la tierra de por medio. Al fin, el Creador nos regaló casi año y medio (le falló por dos días), de una amistad plena, sincera. De una admiración correspondida. De un amor sin cortapisas. Una confianza que sólo emerge del fango de los más arraigados rencores. Pasamos largos ratos en su biblioteca charlando sobre política, sobre el pasado, sobre la vida que quería seguir forjando mañana.
Desayunamos juntos tres días la semana de su muerte. En ninguna tuve la osadía de decirle que lo amaba.
9
Hoy llevamos las cenizas de mi padre al cementerio. Mi madre había programado el día para que mi hermano pudiera asistir, sin embargo, no pudo eludir responsabilidades del trabajo. Aun así, la fecha estaba pactada con el cementerio. Al medio día, cuando el sol saja en canal todo lo que está a su alcance, llegamos a la zona de nichos del camposanto. El día no era para nada sombrío ni pesaroso. Por el contrario, era inocuo, nublado apenas como peculiaridad, pero insultantemente ordinario. Para nada un día doloroso para el mundo en el que un hombre acuda al funeral de su padre. Después de todo, hace un mes y y cuatro días que falleció. En aquel momento mi madre decidió postergar el “entierro” de los restos hasta un mejor momento. Pero nunca hay un “mejor momento”. El dolor ocupa todos los minutos de todas las horas de todos los días que preceden a la ausencia. Todos. Un amigo me escribió un mensaje de condolencias al día siguiente del velorio: el padre, decía, es más de la mitad de lo que uno es. Me he quedado entonces con un cuarto, en el mejor de los casos con dos quintas partes de mi escancia. Eso es lo que traigo, invisible para los demás. Soy un colgajo que una vez fue el hijo de un hombre vivo.
viernes, 22 de julio de 2022
Perseguir o acompañar: un mismo caminar en la poesía*
“Gómez Jattin, según un repartidor de periódicos que lo vio ayer por la mañana, se bañó y se vistió, como pocas veces lo hacía, y se dirigió hacia el sector de la India Catalina donde se arrojó a un bus y murió atropellado.”
Así inicia la nota del diario colombiano “El Tiempo”, en la edición del veintitres de mayo de 1997, dando cuenta del fallecimiento de uno de los poetas más importantes de las letras colombianas y por ende, de las letras latinoamericanas contemporáneas: Raúl Gómez Jattin.
Sin que lo supiéramos, o para decirlo más acertadamente, sin que la mayoría de los amantes de la literatura lo supiéramos, la región del caribe colombiano nos había dado, en los albores del ombligo del siglo XX, dos grandes escritores. Uno de ellos, conocido y reconocido: Gabriel García Márquez; el otro, desconocido pero monumental. Nacido en 1945 y muerto nueve días antes de cumplir los cincuenta y dos años, el poeta Jattin publicó diez poemarios, el último de ellos de manera póstuma. Sobré él, dada su grandeza literaria, se han realizado dos antologías y tres libros biblio-biográficos en su patria. Este libro que comentamos hoy, es el primero que da cuenta de su vida y obra en suelo mexicano.
¿Cómo es eso posible? Gracias al ahínco y la pasión del escritor tabasqueño Ricardo Ávila Alexander, quién, sin arrebatarle las anécdotas propias que lo llevaron a escribir este libro las cuales ya comentará en este medio día, nos regala la única biografía-poético-ensayística sobre uno de los autores más sobresalientes de la literatura colombiana.
En estas páginas, Ávila Alexander nos regala un retrato minucioso y profundo sobre un escritor que fue considerado el mito del poeta maldito caribeño; el Rimbaud colombiano. ¿Es esta una exageración? ¿Un mote gratuito? No. Jattin traza a lo largo de su vida una obra cuyo tema esencial es Colombia; en sus temas más hermosos y terribles: el selvático paisaje rural, la niñez sexualizada, las mujeres virtuosas o sometidas sexualmente, y la homosexualidad del pueblo.
En esas aguas, tan complementarias como contradictorias, la pluma de este poeta mítico dibuja con pulso firme la cotidianidad mitológica de su región natal “eróticamente desbordado” y, diría yo, vívidamente torrencial.
Para Jattin, la carne y la poesía implican ser parte del mundo que se penetra desde la marginalidad, desde la inmundicia; el poeta como un locom es decir, un pleonasmo.
La contundencia de su obra fue opacada por el momento histórico que le tocó vivir. Sus temas y la manera descarnada con que los abordaba pasaron desapercibidos tras la ominosa bruma del narcotráfico y su terror instaurado en las décadas de los 80’s y 90’s en Colombia.
Sin embargo, Ricardo Ávila rescata desde la raíz y siguiendo su ruta poética, a un autor que reconoce diametral, nacido en su misma región del mundo; y es que siempre he pensado, y no soy el único, que el caribe empieza en la angostura territorial de México: Tabasco; y culmina más allá de Cereté, la tierra natal de nuestro poeta caribeñamente maldito.
¿Pero, quién persigue a quién? ¿Es Ávila Alexander quien sigue el rastro de Jattin? ¿O es Gómez Jattin quien aminora el paso y deja pasar de largo a Ricardo para seguirlo mientras lo busca? Yo creo que se acompañan. Van del brazo sin saberlo, en el tiempo, en la distancia que sólo puede vencer un puente indestructible que solemos llamar poesía.
Ricardo Ávila nos dice que “caminamos ciegos y sin manos para detener el tiempo”. Esa es su vocación en estas páginas que son al tono, un diario de viaje, una biografía, un ensayo, una fantasmagórica e imaginaria conversación con un poeta que vive eternamente en sus versos; entre ambos poetas hay inmarcesibles vasos comunicantes, rasgos comunes, temas compartidos: la pasión y la poesía; es decir, la vida.
Para el autor de este libro, la poesía es la apuesta vital hacia lo desconocido; es la libertad del lenguaje, porque la lírica permite experimentar nuevos territorios. En esta región recién descubierta por Ricardo, se nos muestra un páramo donde el lenguaje no tiene fronteras, donde Pellicer es la roca y José Manuel Roca es la falsa cúspide de una montaña cuyo nombre es Raúl González Jattin.
Para Ricardo Ávila Alexander la poesía de Jattin es “un crepúsculo de sombras (…) que nadie ha comprendido”. Sin embargo, a través de su texto envuelve al personaje en un bagaje literario universal que haría sonrojar a más de un autor encumbrado.
Nuestro Nobel, Octavio Paz dijo que “Jattin es el único de los grandes poetas del siglo XX colombiano que hace de su obra un remanso de cordura en medio de un país en donde el lenguaje de las balas y las bombas había acallado a todos los poetas.”
Hoy, otro poeta, Ricardo Ávila Alexander, nos lo presenta en su más descarnado y fidedigno retrato.
*Texto escrito para la presentación de “Tras los pasos de Jattin”
de Ricardo Ávila Alexander el 22 de julio de 2022, en la FLIyJ Hidalgo 2022.
viernes, 25 de marzo de 2022
La celebración poética hidalguense
En mil novecientos noventa y nueve –en aquel falso final del siglo XX–, durante su Trigésima Conferencia General en París, la UNESCO adoptó el veintiuno de marzo como el Día Mundial de la Poesía, considerándola “una de las formas más preciadas de la expresión e identidad y lingüística de la humanidad”.
En el hemisferio norte, la fecha coincide (aproximadamente, claro; cada vez menos, por desgracia probablemente ambiental) con el inicio de la Primavera, sin que esto implique que la poesía tenga, por fuerza, que hablar de la naturaleza y sus bellezas; es tan solo una coincidencia proclive y peligrosamente cursi.
Sin embargo la poesía, en cualquiera de sus formas, evoluciones, temas o perspectivas, es una celebración de la vida y su hermosura, aunque esto implique mirar y sumergirse en el más oscuro abismo de la existencia, para enaltecer a través de las palabras el gozo de estar vivos (a pesar de todo).
Este año Audrey Azoulay, Directora General de la UNESCO, envió un mensaje sobre la celebración del 2022: "La orquestación de las palabras, el colorido de las imágenes y la contundencia de una buena métrica otorgan a la poesía un poder sin parangón. Como forma de expresión íntima que permite abrirse a los demás, la poesía enriquece el diálogo que cataliza todo progreso humano y es más necesaria que nunca en tiempos turbulentos."
En este marco, la Secretaría de Cultura de Hidalgo emprendió para la celebración del 2022 un hermoso proyecto: compartir a través de una video-cápsula, el trabajo de aquellos poetas hidalguenses que desearan unirse voluntariamente a la iniciativa, leyendo uno o varios textos poéticos de su autoria. El resultado fue una suerte de festival poético digital que a lo largo del lunes pasado celebró, a través de la anodina plataforma de fesibuc, la poesía como una expresión sublime y profundamente humana; puente permanente entre aquellos que tenemos la fortuna de encontrar la belleza de los momentos y las cosas en los lugares más insospechados.
Fue así que leyendo textos propios participaron los poetas: Yanira García, América Femat Viveros, Ovidio Ríos, Daniel Olivares Viniegra, Danhia Montes, María Elena Ortega, Martín Rangel, Omar Roldán, Nancy Ávila, Daniel Fragoso, Moisés Oswaldo Lozada Díaz, Elvira Hernández Carballido, Claudia Sandoval, Antonia Cuevas Naranjo, Eduardo Islas Coronel y quien esto escribe.
Se sumaron otros escritores y poetas leyendo poetas que se encuentran entre sus favoritos Christian Negrete leyó a César Vallejo, Miguel Ángel Hernández a Rubén Medina, Ilallalí Hernández a José Gorostiza, Diego Castillo Quintero a Pablo Neruda y el poeta Andrés Solís a su paisana Yanira García.
Además se incluyeron lecturas de los promotores de lectura Patricia Lucia Jiménez Argüello, leyendo a la hidalguense Reyna Hinojosa; María Angélica Hernández Hernández compartiendo un hermoso poema de la gran Wislawa Szymborska; y Odette Arreola Noriega dando lectura a un texto de Kyra Galván.
Tan simple como honesta, la iniciativa aglutinó a quienes respondimos, dejando abierta la oportunidad de sumar a otros tantos poetas, sobre todo que escriben en lenguas originarias de Hidalgo, para convertir en esta modalidad digital (herencia de la pandemia que al parecer agoniza por doquier) y mantener una celebración poética permanente desde Hidalgo.
Felicidades a quienes lideran, guían, ejecutan y hacen realidad, desde la Secretaría de Cultura de Hidalgo, proyectos como estos, que no responden a intereses mezquinos y abren con franca generosidad la posibilidad de difundir la Poesía que se escribe desde este terruño. Después de todo, la poesía es el sonido secreto de las cosas que nos rodean en la vida cotidiana. Leamos poesía, celebremos la vida.
jueves, 17 de marzo de 2022
viernes, 11 de febrero de 2022
El periodismo en México, un riesgo
Invariablemente me siento mirando a la puerta principal, ya sea en un restaurante, la casa de mis padres, de un amigo, incluso en mi propia mesa del comedor. Pesquiso a mi alrededor cuando salgo de un sitio. Cambio constantemente las rutas habituales y bajo la velocidad si sospecho que algún auto me sigue. Estas precauciones, y otras, las aprendí (como todo lo que he aprendido en la vida) leyendo; en una publicación que cayó en mis manos durante el último año de la carrera, cuando la idea de ser corresponsal de guerra rondaba por mi cabeza: “Manual para periodistas en países en conflicto”, algo así se llamaba. Por fortuna (o infortunio), en el periodismo cultural el riesgo mayor es una mentada de madre, que te excluyan de algún festival literario o el despreció de un grupo o de un “ente culturoso”. Nada más. Aparentemente, la vida no va en juego.
Quisiera decir que en mi país, las precauciones de alguien que se dedica al periodismo no son más que una exageración. No. Dolorosamente no lo son. Por el contrario. Dadas las circunstancias, parecen magras. Igual de doloroso es saber que el año pasado México ha intercambiado de posiciones con Afganistan y se ha posicionado como el país más peligroso para ejercer el periodismo; el tercer puesto lo ocupa la India.
En está bendita tierra que habitamos, en lo que va del año, es decir 41 días al momento de escribir estas líneas, han sido asesinados cinco periodistas. Decir en voz alta sus nombres es el más merecido de los homenajes que podemos hacer: José Luis Gamboa, asesinado el 10 de enero en Veracruz; Margarito Martínez Esquivel, asesinado el 17 de enero en Tijuana; Lourdes Maldonado López, asesinada el 23 de enero en Tijuana; Roberto Toledo, asesinado el 31 de enero en Michoacán y Marcos Ernesto Islas Flores, asesinado el 6 de febrero en Tijuana.
Las geografías fatídicas no son coincidencias. Son “red flags” de territorios controlados por grupos delictivos que lo mismo responden al narcotráfico que a la política. Son lugares donde el oprobio, la corrupción y la impunidad tratan de empañar la verdad. Digo “tratan”, porque la verdad no puede acallarse de ninguna manera. Detrás de estas voces apagadas a tiros, hay una tropa de mujeres y hombres valientes que ponen en riesgo su vida por informar a contracorriente; una corriente de odio y pólvora.
Pero el asedio al gremio informativo está tatuado en la memoria de muchos de nosotros, aquellos que nos entregamos al catártico habito de no olvidar; desde el golpe a Excélsior, pasando por el asesinato de Manuel Buendía y de las docenas de informadores, periodistas y reporteros que han sucumbido a la censura del fuego. Esto sin meternos con las cifras de periodistas amenazados públicamente y en privado por los grupos delictivos que operan impunemente en nuestro México.
En este ambiente adverso, por decir lo menos, los descalificativos del Presidente hacia Carmen Aristegui (particularmente, sin mencionar otro dichos hacia otros miembros de la comunidad informativa) cae como cubetada de agua fría. Sobre todo ante el hecho de que “la Aristegui” es responsable de que muchas de las corruptelas posmodernas oficiadas por el poder en México, hayan sido exhibidas. Por ejemplo: la perversidad del padre Maciel y sus Legionarios de Cristo; la Casa Blanca peñísta; la rede de acoso y prostitución de Cuauhtémoc Gutiérrez desde su silla del PRI capitalino; la voz que le dio a Lidia Cacho ante la persecución que sufría por parte del “gober precioso” y sus secuaces; cuando mostró el caso Monex o el entramado de la Estafa Maestra. No parece, ni de cerca ni de lejos, que Carmen oculte otra lealtad que no sea la de informar.
Ryszard Kapuściński decía que “para ser periodista primero había que ser buena persona”. Es así. Partamos de ese hecho y reconozcamos la “utilidad social” del periodismo. Por supuesto que encontraremos posturas diversas, medios que van más al oficialismo que a la crítica, medios que atiendan primero las exigencias económicas de los corporativos a los que pertencen y otros que defiendan a toda costa la independencia informativa. La mexicana, ya es una sociedad capaz de discenir entre las banderas que ondean en el escenario mediático y enarbolar la que prefiera.
En nada ayuda al Presidente “engancharse” en estos malentendidos mediáticos (no lo necesita, su estrategia victoriosa está en otras lindes). Al contrario, defender la libertad de expresión sería lo mejor; más valdría hacer propia la frase de Helvecio (no de Voltaire): “Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”. Sería mejor, sobre todo frente a la Revocación del mandato, que ya está en marcha y que más allá de haberse establecido como un derecho legítimo de los mexicanos, debería de ser una muestra de poder político, no de debilidad.