viernes, 26 de junio de 2020

Hasta un punto del agua



En un rincón de Rayuela, Gregorovius recuerda algo que Chestov había dicho, algo referente a una pecera con un lado movible, con una de sus caras de cristal que se puede retirar para probar algo: que el pez, habituado a nadar sólo cierta distancia no se atreve a continuar y explorar lo que hay del otro lado de esa frontera imaginaria (la frontera de cristal de Carlos Fuentes). El pez llegaría hasta un punto del agua y regresaría, daría la vuelta sobre su tenue estela “(…) sin saber que ya no hay obstáculo, que bastaría seguir avanzando…”

El síndrome del pez de Rayuela nos acecha fuera del confinamiento frente a la “nuevanormalidad” que tanto se anuncia. El semáforo epidemiológico va camaleónicamente transformándose en el anuncio de que pronto, para algunos de nosotros demasiado pronto, tendremos que regresar a la cotidianidad que conocíamos como “lo normal”. En ella, muchas de las cosas que hacíamos sin pensarlo habrán cambiado para siempre; deberemos, con seguridad, analizar nuestro comportamiento antes de entregarnos sin reparo a los saludos de beso (costumbre desconcertante para muchos y degradable en la mayoría de las ocasiones), los apretones de manos, los abrazos, las aglomeraciones en los bancos, la cercanía entre los escritorios de trabajo, a sostener el tubo del transporte público a mano limpia tal cual hacemos con las mancuernas del gimnasio, etc.

Sin duda nuestra dinámica social, cargada de ese característico y maravilloso surrealismo mexicano, se habrá trastocado para no volver a ser la misma que antes. Pero ¿nadaremos en el exterior con la misma libertad de antaño? ¿O volveremos sobre nuestros pasos pensando que el cristal sigue allí acotando nuestra pesera particular? Mantendremos, con seguridad, aquellos limites que nos parecían insoportable al inicio del confinamiento y que, día tras día, nos proveyeron de una seguridad disfrazada de comodidad, dentro de la cual, aprendimos a disfrutar de ese espacio al que sólo accedíamos unas pocas horas diurnas antes y después del trabajo o la escuela.

Ahora que las puertas poco a poco se han ido abriendo, salir se ha vuelto una opción poco elegida y hemos preferido la reconfortante posibilidad de hacer todo a distancia. Rara vez optaremos por ir al centro comercial sobre la posibilidad de comprar en línea, tardaremos en volver a los bares y haremos de nuestras reuniones virtuales la mejor manera de convivir con los amigos. No solamente alternaremos el trabajo y el estudio en porcentajes de asistencia, estoy convencido de que también la vida social la iremos dosificando, yo no creo volver al cine y asistir a una exposición o una obra de teatro será algo que sopesaré detenidamente.

Entonces, el cristal que nos irán retirando poco a poco en las siguientes semanas no será suficiente para que nos aventuremos a explorar nuevamente el exterior (suena a frase de narración post apocalíptica); nadaremos hasta un punto en el agua y no más. Se amoldará la vida más hacia el interior de nuestras peseras construidas con ese diáfano cristal que nos permite ver la realidad (aunque a veces sea empañado por las hordas de bots) que son las redes sociales y en general la internet.

Nos hemos convertido en la generación, el cardumen será mejor decir, que prefirió nadar hasta donde estaba la pared traslucida y volver. Tal vez no sea tan malo si pensamos que los científicos más sensatos auguran un retorno al confinamiento al ocurrir un rebrote pandémico. Ya nos hemos acostumbrado.

Paso cebra
En las últimas semanas han fallecido un par de amigos entrañables y no había tenido palabras para hablar de ello. El primero en irse fue César Tovar, contertulio entrañable y un caballero con todas sus letras, su muerte caló en mí, profundamente. El segundo, Toño Meza, no sorprende la cantidad y la calidad de los mensajes diseminados por las redes sociales en su memoria; afable y siempre dispuesto a tender una mano en lo profesional y en lo personal. Se han ido dos en esta paranoica manía que tiene el destino de quitarnos a los amigos.

viernes, 12 de junio de 2020

El galope de las falangetas


Mi madre me enseñó a escribir a máquina. Lo mismo hizo con mi hermano menor. En ambos casos para ella fue una manera, más que de compartir, de heredar su conocimiento individual pues había estudiado para mecanógrafa y había trabajado como “secretara del director”, puesto reservado para alguien altamente calificado. De alguna manera quería que sus hijos aprendieran lo que mejor sabía hacer: escribir a máquina.


Recuerdo entonces con gran emoción que, cuando entré a la universidad, mi madre me lego enteramente la posesión de una Olivetti Lettera color crema que habíamos utilizado para los esporádicos trabajos mecanografiados que pedían en la preparatoria que yo acababa de terminar y en la secundaria que por ese entonces estaba terminando mi hermano Carlos. Tener la máquina de escribir en mi habitación fue más que reconfortante, fue un designio avizorado que comenzaba a cumplirse, el de ser escritor. En aquella máquina de escribir pasé en limpio los poemas de un primer libro que, por fortuna bien concebida, desaparecieron en las manos de una primera novia a quien se los regalé encuadernados como prenda de nuestro eterno amor con caducidad; cuando terminamos, más por razones de distancia que por otra cosa, en un arranque de furia los destruyó. Digo que fue una fortuna porque ese libro era francamente malo, muy malo. También, en otra ocasión, ya entrado en el aquelarre del segundo semestre de Ciencias de la Comunicación, dediqué un fin de semana entero, desde la tarde del viernes hasta la noche del domingo, en escribir un cuento que nos habían pedido como trabajo final de una materia (redacción dos, supongo); debía tener veinticinco cuartillas en total y como yo ya tenía un floreciente negocio de hacer más de un trabajo y venderlo al mejor postor, en aquellos tres días escribí tres cuentos, un total de setenta y cinco cuartillas que, para un incipiente autor aspirante, eran una barbaridad. Alrededor de un año y medio después, la Lettera se jubiló gracias a la presencia de una computadora de escritorio; todo aquello ocurrió cuando el siglo XX apenas agonizaba.

En fin, toda esa cascada de recuerdos se ha volcado en mi memoria ahora que estoy escribiendo, por primera vez, en una nueva portátil. Pasé más de un año sin tener una computadora propia, lo que puede no significar nada para usuarios que les da lo mismo revisar redes sociales o YouTube en la Lap que en el móvil, pero para alguien como yo, que vive de escribir, resultaba ser una verdadera monserga. Así que, hacer galopar las falangetas por primera vez sobre este teclado, escuchar el suave golpeteo de las teclas al ser salvajemente oprimidas por mis yemas, tener que acostumbrarme a poner el acento que ahora se aloja junto a la eñe y no junto a la pe como en la computadora prestada que utilicé hasta ayer, ha sido una maravilla; pero sobre todo, disfrutar y mirar desde esta orilla, lo que mi madre me enseñó con tanto ahincó porque “seguramente alguna vez te será útil” y vaya que lo ha sido para mí. El disfrute de esta mañana es pues, de tal magnitud, que he dejado a un lado lo que la Flaca me había sugerido para escribir hoy. Ya lo escribiré para la siguiente semana.

Paso cebra
Pareciera que cada viernes esta columna incluye un obituario. Pero es que la muerte ronda implacable, de cualquier forma en que se le antoje: haciendo del virus maldito su caniche o con presentaciones en solitario, le da igual. El meollo del asunto es que se carga a gente que, a pesar de la distancia geográfica y hasta personal, sentimos muy cercana. Es la muerte de Pau Donés algo que no puede pasar inadvertido en casi todas las latitudes hispanoparlantes y tal vez también en otras de extranjería, pues su música, más que muchas, era un lenguaje universal. Quedan esos versos que inoculó en mi tierna juventud: “yo nací en la cara mala / llevo la marca del lado oscuro…”. Él que era el Jarabe de Palo en esencia y en corpulencia y que nos dejó el mejor eufemismo para el amor de nuestra vida: “Cómo quieres ser mi amiga…”. Buen viaje Pau, nos vemos pronto.

viernes, 5 de junio de 2020

El policía que contaba historias


Hace varios meses, mientras mi hija tomaba clases de concina en el Centro Mineralense de las Artes, encontré, curioseando, algunos libros de Rubem Fonseca en la biblioteca pública comunitaria que ahí se encuentra (que por cierto lleva el nombre de Emma Straffon González). Hasta entonces no había leído a Fonseca, pero había leído mucho acerca de él. Pensé entonces que, tan solo por ese descubrimiento fortuito, valía la pena sacar mi credencial para el préstamo a domicilio. Al final de aquella semana las clases de cocina terminaron y en el medio del disfrute de los postres preparados como graduación de las lecciones culinarias, me olvidé de la membrecía bibiotecaria.

El pasado de abril aquel asunto volvió a mi memoria, cuando me enteré de la muerte de Rubem Fonseca. El admirado autor dejó la existencia corpórea escabulléndosele al maldito virus que tiene vuelto un caos a su querida Brasil (claro, no sin la ayuda de Balsonaro). Nació en 1925 y tuvo una destacada carrera literaria a la cual accedió después de desempeñar una profesión poco relacionada (aparentemente) con la literatura: fue policía.

Fonseca se formó como abogado y a los 27 años inició una carrera en la policía que lo llevaría a ser Comisario, dedicarse a áreas relacionadas con la psicología dentro de la corporación y más tarde a asuntos que tenía que ver más con las relaciones públicas de la policía. También se especializó en Estados Unidos y fue maestro en la academia policial. Hay que decir que cuando se piensa en esta parte de la vida de Rubem, uno imagina que estuvo en la primera línea, la más aguerrida, del trabajo policiaco. La verdad es que pasó poco tiempo en las calles, sin embargo el ejercicio de la profesión de salvaguarda le permitió conocer a detalle, en la entraña, un mundo donde la debilidad y la tragedia humana son caras de la moneda corriente. Es precisamente aquí, y ahí la importancia de traerlo a colación cuando se habla de su trabajo literario, donde Rubem Fonseca encontró las historias que quería contar y con lo cual inicio una brillante carrera literaria a los treinta y tantos años.

Para lavar la afrenta contra mí mismo de no haberme suscrito y leído en aquel momento los ejemplares de Rubem en la biblioteca Straffon, me mandé pedir un libro de este autor esencial para entender el Brasil de la segunda mitad del siglo XXI y la insipiencia del XXI. Fue así que me hice de “Historias cortas”, uno de los últimos libros de Fonseca; treinta y ocho historias donde se despliega la habilidad del autor para mostrarnos lo más vil de la naturaleza humana pero al mismo tiempo toda la humanidad que ello encierra. La locura, el desazón, la tragedia de la pobreza y el desamparo de un futuro inexistente son las líneas divisorias entre las que germina un conjunto de narraciones precisas, sin oropeles lingüísticos que distraigan la atención y permitan que el lector se adentre sin remedio a un mundo donde lo áspero es la textura de la violencia humana en un mundo habitado sólo por seres marginales.

Un libro vertiginoso y divertido que en paralelo nos sacude y conmueve con personajes que han dejado atrás todo rastro de sensatez, pero en los cuales cada lector puede reconocer, o encontrar por primera vez, ese dejo de personalidad que nos negamos a mirar, ese destello de oscuridad que creíamos una sobra en nuestra alma, pero que resulta ser parte esencial de ella.

Fonseca solía decir que “Un escritor debe tener el coraje para mostrar lo que la mayoría de la gente teme decir.”, y ese fue el estandarte de su esgrima. Dejó libros fundamentales en la literatura “negra” (a mi este mote me desagrada) latinoamericana y se encumbró como un maestro del género policiaco. A puño de pluma dibujo un vitral donde la luz atravesaba vidas destruidas por las circunstancias, pero sostenidas por el arrojo de vivir sin tener derecho a hacerlo. Nadie puede cruzar por estas historias cortas y salir impoluto. No. Leer a Rubem Fonseca es tender a la intemperie lo que más nos importa: la certeza que, aparentemente, nos da una vida tranquila.