viernes, 27 de diciembre de 2024

El penoso deber de mirar caer a los héroes


Hay quien opina que nunca deberíamos atestiguar la caída de nuestros héroes. Sin embargo, al pasar de los años, la falibilidad de aquellos que admiramos otorga una dimensión distinta a nuestra propia manera de ver las cosas, a perspectiva y en directo; una sensación de desolación mezclada con un poco de satisfacción de haber cumplido la difícil tarea del deponente de una desgracia. Esa sensación de desamparo me ha acogido durante la lectura de “La ciudad y sus muros inciertos” la más reciente novela del japones Haruki Murakami y, aunque mi objetivo principal como reseñista es el de contagiar el entusiasmo que me ha provocado la lectura de algún libro (procuro no escribir sobre libros que no me gustaron), la relación de amistad literaria que me une con el autor de hoy me obliga.

Mi relación lector-escritor con Murakami no tiene ni diez años. Fue en dos mil quince cuando leí con avidez una novela de la que había escuchado muy buenos comentarios: “Tokio Blues”. En cinco días repartidos entre aquel diciembre y su subsecuente enero, descubrí un autor cautivante con una historia que, un poco más, un poco menos, hablaba de un trozo de mi propia juventud. A partir de esa epifanía fui explorando ya un total de catorce libros hasta el chasco de la semana pasada. Falta decir que en esas lecturas repartidas en los últimos nueve años incorporé al menos tres libros a mi lista de preferencias personales: “Los años de peregrinación del chico sin color” (la que considero la mejor novela de Murakami y de la que estuve hablando ayer en un café con mi querido y viejo amigo Arnulfo Islas), “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y “De qué hablo cuando hablo de correr”.

Sin embargo, la lectura de “La ciudad…” fue verdaderamente agonizate. Ya desde los dos títulos anteriores, “La muerte del comendador” (tomo I y tomo II) y el libro de cuentos “Primera persona del singular”, Murakami comenzó a perder el brío que le caracteriza como autor. En “La muerte del…” pude ver a un escritor que dilataba demasiado las escenas, que se aburría en los ambientes descritos y por momentos divagaba en reflexiones que ya habíamos abordado páginas atrás; mientras que en “Primera persona…” se apareció como un autor ávido de entregar el libro a la editorial sin haberlo concluido del todo; cuentos aparentemente sin terminar, pues. El resabio perduró, pero no fue determinante para que, como ferviente lector de Murakami, no le diera la oportunidad a la nueva novela.

“La ciudad…” tropieza desde el principio develando el detonante narrativo de la historia: la relación amorosa (a un nivel platónico) que engarza las vidas de un joven y una joven en la adolescencia y la cual será resuelta al paso del tiempo, en la adultez. Este argumento resulta repetitivo en relación a otras novelas del japones (como “Tokio…” y “Los años de peregrinación…”, por citar sólo dos), sin embargo hasta ese punto podría ser una propuesta, que, aunque conocida por sus lectores, se resolviese de manera novedosa en cuando a sus libros anteriores. Sin embargo, la esperanza dura poco cuando a la historia Murakami le adosa un mundo de fantasía donde el adorno principal son unicornios salvajes, pero gradualmente domesticados (vaya contradicción). Aun cuando el autor nos ha presentado historias oníricas o incluso inmersas en la fantasía (pienso en los misteriosos sueños eróticos que navegan por “Crónica del pájaro…” y los personajes de pinturas tradicionales que cobran vida en “La muerte…”), todas habían sido cuidadas con la quirúrgica manera en que un escritor va surciendo, de manera oculta, el interior de una historia que nos resulta verosímil; característica imprescindible, esta última, para que el lector se quede. A partir de ahí, hablo de las primeras veinte páginas, la novela tropieza con todo lo que encuentra y va aflojando la cuerda con que se sostiene la atención de un lector hasta dejarlo caer por la borda a un mar enrarecido de más de quinientas páginas. Una verdadera lástima.

Esta experiencia lectora me recuerdo algo que leí en el muro de un colega, parafraseando, “Lo que importa son los libros, no los autores que tanto se ensalzan”. Es cierto. Aun cuando uno recurre a autores que ha disfrutado como una apuesta segura, ninguno es infalible y pude darnos con una chanada en las narices (como por ejemplo, “Memoria de mis putas tristes” del Gabo), presentando libros no tan buenos como los anteriores o los que nos han gustado; es natural que un autor tenga altibajos en su obra, sobre todo si ha sido prolífica. Y aunque no ocurre en todos los casos, a veces los libros postreros de un autor van perdiendo el lustre de los primeros. En el caso de Murakami la tendencia es en picada. 

Paso cebra

Esta es la última columna del año. Gracias por su lectura semanal y permanente. Deseo de corazón que los anhelos que le rodean a usted y los suyos, sean cumplidos. Nos leemos en el 2025.

viernes, 20 de diciembre de 2024

Desayuno de cumpleaños con futbol

Es miércoles. Llevo cuatro días aporreado por una gripe marca ACME, pero como me sentí mejor al despertar asisto al desayuno de cumpleaños de un amigo. En la pared norte del restaurante cuelga un televisor de dimensiones apabullantes donde se advierte la trama del partido de futbol más esperado del momento: el Club Pachuca contra el Real Madrid. Mis “vastos” conocimientos futbolísticos no me permiten entender bien a bien en que clase de torneo un equipo mexicano, el más antiguo de la comarca, se enfrenta a un equipo español, considerado por muchos el mejor de la península ibérica. En fin que sin mucha ciencia por resolver me siento a la tertulia cumpleañera en un lugar donde es prácticamente imposible no mirar los movimientos vertiginosos con los que las cámaras tratan de seguirle el rumbo al balón y retratar a su paso a quienes tratan de atajarlo, detenerlo, aventajarlo. “Hasta ayer era un bulto que sólo se quejaba y comía”, respondo a la pregunta de cómo he estado. ¿Hasta ayer?, interviene con amoroso sarcasmo mi mujer mientras me abraza, yo alcanzo a atajar diciendo “Hoy soy un bulto que se queja, come y además se mueve”, entre las risas desatadas puedo ver en la pantalla reflejado mi lance en el hombre vestido de amarillo que acaba de salvar de un gol tempranero al Pachuca, ignoro su nombre, por ahora prefiero dejarlo así para no volver personal mi desprecio si llegan a perder los “Tuzos”. La mesera, abrumada por el laúd repentino de comensales futboleros que ha casi coptado el establecimiento nos mira con desprecio a la pareja recién llegada a una mesa donde ya la mayoría apresura el plato de enchiladas y carne asada con entusiasmo de llagar pronto al pastel de festejado. Cuando noto que podemos quedarnos rezagados ante los pedidos de las otras mesas recien llegadas, me apresuro a alzar la mano al igual que el arbitro que marca una tarjeta de amonestación a un español de aspecto “no español” que con el uniforme merengue le ha entrado fuerte a un coterráneo mío. Pido aprisa, sin perder detalle del encuentro televisivo, unos chilaquiles rojos con huevo para mi y unos huevos divorciados verdes para la Troyana, en ambos casos tiernos en cuanto al nivel de cocimiento, anote también dos cafés y un poco de pan de mesa. La velocidad tortuguil pero enérgica de mi pedido hace, no sé cómo, que la mesera se confunda y no alcance a anotar nada, ¿Qué me dijo?, me hace voltear a verla en el preciso momento en que dentro del área chica Vinicius de un tijeretazo burla a Carlos Moreno y le pone a Mbapeé un servicio que no podía tener otro destino que el fondo de la red. Un lamento generalizado resuena en los comensales que me rodeaban y que también están metidos en el encuentro mañanero. Desdeño continuar con la orden de los platillos y me enfoco en ver qué ha sucedido, la repetición doblemente repetida muestra el golazo que acaban de acomodarnos. ¡Pinches gachupines!, sale de mi boca la rabia ancestral de Moctezuma Xocoyotzin. Pero esos no son españoles, dice alguien en la mesa, son africanos. “También la Liga Africana de Naciones puede irse mucho a la chin…”, pero tampoco son africanos, alcanzo a reflexionar antes de desatar otro problema diplomático con mi futbolera pasión villamelona. Uno es brasileño y el otro francés, dice Quique que ya ataca el último trozo de cecina en su plato huasteco de cumpleaños. Peor tantito, pienso, “oscuras fuerzas multinacionales tratan de vencernos”, digo temeroso del complot cuando el café llega por fin frente a nosotros. Guardando una vaga, muy vaga esperanza de que el marcador cambie a favor nuestro trato de poner mi atención a la charla del festejo, los chistes repetinos, las carcajadas, las bromas por la edad del agasajado, las anécdotas compartidas, etc. De reojo siento que me vuelve el alma al cuerpo cuando los “Tuzos” se acercan y tienen un lance casi heroico. Han llegado nuestros platillos y trato de calmar mi ansia de aficionado compungido entre las tortillas fritas bañadas con salsa de chile huajillo, crema, queso, cebolla y un toque de cilantro, cuando de pronto, Rodrygo, otro de esos jugadores españoletes que han nacido en Brasil, acomoda el balón en la esquina de la portería pachuqueña. El tiro ha sido en el dudoso filo del fuera del lugar por lo que el arbitro, de aspecto egipcio y que resulta ser venezolano, revisa en el VAR en donde en vez de pedirse una pura y dos con sal, sale convencido de que el fuera de juego, efectivamente está fuera del lugar y da por bueno el gol. Aprieto un pedazo de bolillo con la diestra mientras que con la siniestra tomo un bocado de desconsuelo. Aprovechando el medio tiempo aplaudimos y cantamos Las Mañanitas a Quique que no ha querido pedir un trozo de pastel para evitar a toda costa las delatoras velítas de cumpleaños. El trabajo de todos nos hace apresurar la despedida, la cual empujo con desespero cuando veo que la trama del segundo tiempo es también de terror para los “Tuzos”. Ya no pude ver como Moreno casi ataja el penal del tal Vinicius en el minuto ochenta, punto final del marcador de tres a cero. Es el sino del villamelon, desperdiciar su repentina emoción en partidos concenados al fracaso.; la espuma de la amarga cerveza de raiz. Vuelvo a mi gripa y a las actividades de día. Cuando menos pude acompañar a Enrique en su desayuno de cumpleaños.

viernes, 13 de diciembre de 2024

La literatura, soledad y compañía

Escribir es un oficio solitario. En general, si lo piensa usted bien estimado lector, la literatura es en esencia un quehacer solitario. Se escribe en aislamiento, arrebatando tiempo a los amigos, la familia, los amantes. Pero también se lee en retiro, a solas, aunque leamos en el transporte atiborrado de la hora pico, nos encontramos sumergidos en la intimidad solitaria, en todo caso compartida con el autor, de la lectura. No soslayo en absoluto los círculos de lectura, por el contrario, me parece admirable el arrebato de compartir con otros ese disfrute individual. Yo, como seguramente ya ha adivinado usted, padezco un pudor lector terco e irrenunciable; el egoísmo propio del bibliófilo.

Sin embargo, el acto de escribir tiene otra cara, como una moneda que llevamos oculta en el bolsillo y que resguardamos como amuleto; seguramente porque nos fue obsequiada por alguien especial o simplemente porque su valor financiero se ejerce en otras latitudes. En esa cara oculta, ya sea sol o águila, se ocultan las presentaciones literarias. La fiesta en que el escritor abandona la soledad de su estudio para celebrar el acto mismo de la literatura, en el mejor de los casos con lectores interesados en sus dichos de papel y, aunque se comparta en voz alta el contenido del lanzamiento editorial, apenas se lee algo como anzuelo que sumerja a los posibles lectores en la soledad lectora de la que hablábamos antes. Son pues, encuentros fugaces de individuos que no ven la hora de adquirir el libro presentado, dar por concluida su asistencia en el acto y escapar a toda prisa a la soledad de su lugar favorito para leer. No se diga el autor, que regresa del agasajo revitalizado por la felicidad que implica haber presenciado un milagro: la conclusión de ese largo, atemporal, ubicuo e improbable círculo de comunicación que significan los libros.

Digo todo esto al final de la gira de presentaciones de mi último libro; una selección personal de mi trabajo como periodista cultural y que até bajo el mismo nombre de esta columna: “Transeúnte solitario”. Fueron catorce semanas de presentaciones, entrevistas, viajes, charlas, visitas, comidas, abrazos, comentarios, de desavenencias y convites, de organizar, agendar y atender las fechas pactadas, de disponer los días enteros alrededor del libro y de amor, mucho amor, sobre todo amor. Así fue como la Troyana, que por suerte en esta gira me acompañó a todas partes, describió lo que ocurría en cada actividad: ¡Cuánto amor!, dijo mientras admiraba lo refulgente que puede ser la cara oculta de mi actividad como escritor, lustre que sólo otorga la presencia de los lectores en la vida de quien esto escribe. Gracias a todos quienes participaron de alguna forma en esta oblonga y refrescante celebración. A todos ustedes, de corazón, muchas gracias.

El libro en cuestión casi agota existencias por lo que he regresado a la faceta principal, vocación verdadera, del escritor: la soledad del escritorio de trabajo. Retomo las tareas cotidianas y encaro un nuevo proyecto literario, ambicioso y desafiante que por el momento me entusiasma más que atemorizarme. A ver cuánto me dura la valentía. 

Paso cebra

Para terminar, una confesión: retomar hoy esta columna, tras catorce semanas de no escribirla, ha sido un gran reto para mí. Al iniciarla, los dedos bailotearon torpemente sobre el teclado de la mac, pero, a estas alturas ya parlotean con usted, descarados y vehementes, en esta soledad acompañada en la que coincidimos usted y yo, por fortuna, cada semana. Gracias por su lectura. Hasta la próxima semana.