viernes, 27 de agosto de 2021

Discenir, un privilegio arrebatado


A Voltarire se le atribuye, erróneamente, aquella frase que guarda el espíritu de la tolerancia y el derecho a discernir: “Podré no estar de acuerdo con lo que usted dice, pero defenderé con mi vida el derecho que tiene a decirlo.” La frase es en realidad un dialogo ficticio creado por al biógrafa del político francés, la británica Evelyn Beatrice Hall en el libro Los amigos de Voltaire, para ilustrar su ideas progresistas de Arouet.

Sin embargo, la frase merecía haber salido de los labios del también historiador y filósofo, o bien, la estatura intelectual del abogado François-Marie merecía una frase como esa. De cualquier manera, la sentencia es una joya que merece ser recordada, sobre todo en estos tiempos del oscurantismo intelectual de nuestro gobierno.

En las últimas semanas ha seguido en la palestra electrónica de las redes sociales el tema de la destitución del escritor Jorge F. Hernández como agregado cultural de la embajada de México en España, por publicar un artículo criticando, condenando, haciendo uso de su libertad de expresión sobre las reprobables declaraciones (a todas luces, no se necesita tener ni tres dedos de frente) del funcionario de pacotilla Marx Arriaga condenado al ostracismo consumista la acción de leer por placer.

¿Cómo? ¿Un escritor que defiende a viva voz, o a voz escrita, su derecho de cautivar a sus lectores es un traidor al servicio diplomático, es decir, al servicio de la patria? Muchos lo han hecho; recordemos tan solo a un Juan josñe Tablada, a un Maples Arce, a Efren Rebolledo, Octavio Paz, a un Carlos Fuentes como creadores literarios, miembros del Servicio Exterior y disidentes al mismo tiempo de los gobiernos en turno. Ninguno de ellos dejó de ser crítico y fiel a sus convicciones políticas e ideológicas; incluso Paz, con todo y que al final de su vida se le identificó como un intelectual subvencionados a los regímenes priístas, renunció en su momento a su misión en la India por los hechos ocurridos el dos de octubre de mil novecientos sesenta y ocho.

La diversidad de opiniones es el génesis de la verdad. Las opiniones críticas no necesariamente son en detrimento de una proyecto de nación como el que encabeza Lopéz Obrador. Por el contrario, en esa diversidad de opiniones radica la oportunidad de mejorar, de enmendar, de re-enfocar el rumbo del proyecto cultural que forma parte de la cuarta transformación, el cual, por lo visto, esta soslayado en absoluto.

El caso del escritor y candidato a doctor por la no menos prestigiosa Universidad Complutense de Madrid, se enturbia con la reprobación presidencial, tácita, de la postulación al cargo diplomático vacante en la embajada mexicana madrileña de la escritora Brenda Lozano porque ha expresado en las páginas digitales de El País (uno de los diarios más prestigiosos de todo el mundo) su incordia con las políticas del actual gobierno mexicano.

¿No que los tiempos de los “lamegüevos” habían quedado atrás? Si en la riqueza de opiniones y en el equivoco espíritu voltareano, la búsqueda de la verdad es aquello que tiene que supervivir. 

Después de todo, la personalidad de una nación va más allá de las administraciones sexenales y, por el contrario y por difícil que sea aceptarlo, sí se construye en lo que, las mujeres y hombres que usan la palabra escrita para expresarse, plasman en las páginas de diarios, revisas y artículos. 

Si no fuera así, de nada nos valdría lo escrito desde Sor Juana y Clavijero, hasta lo plasmado en las páginas de los libros de Rulfo, Pacheco, Monsivais y otros tantos que aún siguen, en estos días que vivimos con zozobra pandémica, escribiendo; es decir: disintiendo. 

Paso cebra

Erneto Guegara, mejor conocido como “El Che”, solía decir que “Sólo la verdad es revolucionaria y todo lo demás, es de mentiras.” ¿Entonces?

viernes, 13 de agosto de 2021

13 de Agosto, 1521

En “El naranjo”, Carlos Fuentes narra espléndidamente el momento en que inicia la guerra de conquista de la Gran Tenochtitlán. Parafraseo: Hernán Cortés y Moctezuma departen apaciblemente frente a un banquete preparado por los súbditos del emperador. De pronto, un sirviente irrumpe en el comedor haciendo añicos la solemnidad del encuentro. Sobre las manos, el propio carga, a duras penas, la cabeza de un caballo cercenada a punta de obsidiana. Ambas eminencias se sorprenden, pero en sus mentes resuelven formulas distintas. El Azteca trata de asimilar que aquellos que creían dioses no lo son; sobre el barbado de ultramar cae el hecho de saberse descubiertos: ambos, saben que el otro, ese que los mira con ojos desorbitados y vidriosos, son tan mortales como el que más. Un instante después, Cortés y su séquito de guardias cercanos desenfundan las espadas e inicia la batalla que terminará a favor de quienes portan armadura.


Hace exactamente quinientos años, en esa “celebración” interrumpida entre los jerarcas de dos mundos disimiles, separados no sólo por un océano, sino por una cosmovisión propia, Moctezuma es tomado preso y el imperio Azteca que gobernaba reducido a ruinas, gritos y sangre. No hay guerra buena (si alguien no lo ha dicho, lo he dicho yo, ahora), ni guerra justa. Todas las guerras son macabras, sanguinarias y depredadoras. A Cortés no le quedaba más. Usar la fuerza, cualquiera en su lugar hubiera tomado esa determinación. No se le justifica, sólo se le entiende y al emperador mexica se le compadece; ¿debió saberlo?. ¿tuvo que darse cuenta y reconocer en el visitante a un enemigo con tan solo verlo? También se le entiende y se le sabe poseedor de una fuera que no fue suficiente contra el invasor. 

Hoy, quinientos años después, en el medio de una pandemia genocida y con un gobierno de izquierdas con tantos aciertos como descalabros, la mirada moderna de aquel hecho resulta no sólo polarizada, sino contradictoria. Hay quienes hablan de la celebración de la derrota, de la necesidad de reconstruir en maqueta las ruinas que descansa a una cuadra de distancia, de renombrar los sitios donde se lloraron las derrotas de unos y, alejados del lugar y en la antípoda del sentimiento, se celebraba la victoria. Otros, desde 1992, enarbolaban el “encuentro de dos mundos”; sí, violento, cercenador, pero al fin, alegaban, un encuentro.

Un choque, diría yo, lo que ocurrió hoy hace exactamente quinientos años, de dos concepciones de ver el mundo, de dos civilizaciones que compitieron en una justa desigual; unos con arcabuces, los otros con palos, piedras y filo de obsidiana, los propios con la obnubilación del mito y los ajenos con la certeza de la expansión. Cualesquiera que sea la tribuna que se ocupe para apreciar este hecho histórico, hay dos certezas que debemos clarificar.

Uno. Que el encontronazo de civilizaciones fue violento, avasallador, recalcitrante y devastador. No hay duda lo sufrido, de lo perdido y destrozado. De aquello que quisieron ocultar bajo templos que impusieron una creencia nueva, sagrada (en la peor acepción del término) y alejada de todo lo que se veneraba en estas tierras.

Pero, dos. Que en ese terrible momento se sembró la esencia de lo que somos. Que en el peor momento de la historia de esta nación ancestral, se fundó la estirpe de una nación que, contra viento, marea, opresión y libertad, se ha consolidado como un país que lucha todos los días por salir adelante.

Yo soy mexicano. Ni azteca, ni español. Mestizo en el mejor de los casos. Por mis venas corre sangre azteca que da un tono canela a mi piel y alimenta con hermosas tradiciones y creencias la esencia de lo que soy y sangre tarahumara que me hace parecer más joven de lo que realmente soy; pero también, sangre española que me trajo la condena del ocioso acto de rasurarme todas las mañanas y, al mismo tiempo, me dotó el bellísimo idioma que hablo.

Hoy, celebremos el origen de lo que hoy somos y usemos ese trampolín histórico para encarara un futuro cada vez más incierto y desalentador. ¡Viva la esencia del mexicano!

sábado, 7 de agosto de 2021

La (in)justa olímpica


Mañana terminan los trigésimos segundos Juegos Olímpicos con sede en Tokio. Debieron realizarse hace un año, así que, por momentos son llamados Tokio 2020 (en pleno agosto del 2021) y por momentos se mencionan como “Tokio 2021”. Todo por la maldita pandemia que se enarbola más peligrosa cada vez. Lo cierto es que han inaugurado, en muchos aspectos, una nueva forma de contar, medir, apreciar y celebrar la justa olimpísta.

Por un lado, si lo pensamos bien, sólo faltan tres años para la próxima olimpiada, no cuatro, tres años. Esto desquicia al más distraído, sin mencionar a quienes contábamos la cuarteta anual para disfrutar de deportes que, en otro momento, no forman parte de la cobertura habitual de los canales deportivos: clavados, natación, tiro con arco y un largo etcétera.

En otra perspectiva, son los primero Juegos en la historia que no tienen público (o, en el mejor de los casos, tienen poco) y que han inaugurado la modalidad virtual de las “porras”; atletas-medallistas que se paran delante de una gran pantalla para ver a familiares y amigos vivir la emoción de la victoria desde casa. Todo un suceso mediático que nos ha determinado como humanidad durante la pandemia.

Por otro lado, han sido unos olímpicos inéditos en cuanto a disciplinas: karate, surf, eskeibordin, escalada deportiva, baloncesto tres por tres. Y por supuesto para México han sido una oportunidad de competir en disciplinas nunca antes exploradas: softbol, ciclismo de montaña, piragüismo en eslalon, por poner sobre la mesa apenas una tercia.

Per también, han sido las olimpiadas donde hemos obtenido los resultados más precarios; cuatro medallas de bronce: Alejandra Valencia y Luis Álvarez Murillo en tiro con arco -Equipo mixto, Alejandra Orozco y Gabriela Agundez en los clavados sincronizados desde la plataforma de diez metros, Aremi Fuentes en halterofilia femenil en la categoría de 76 kg.  y la selección de fútbol sub-23.

Sin embargo, el espíritu olímpico enaltece el esfuerzo de todos los competidores: más alto, más rápido, más fuerte. Quien queda en tercer lugar no tiene menos mérito de quien alcanza la tercera posición, pues todos se baten contra un competidor en común: ellos mismos. No significa que el que alcanzó el oro haya dado un fuerzo mayor que el que logro la plata, o que aquel que agarró (en el más estricto sentido del termino: asir con las garras) el bronce. No. Significa que cada atleta, aún aquel que llega en el último lugar, combate contra sí mismo, contra sus propios límites y no siempre logra vencerlos. Todos y cada uno lo hacen más rápido, más fuerte y más alto; es exclusivo de uno, irremediablemente, alcanzar la gloria.

Lo que sí no cambia es la queja constante del espectador mexicano. Iba yo a escribir “del aficionado mexicano”, pero no es así. Quienes en la villamelonía nos apoltronamos frente a la pantalla cada cuatro años a disfrutar del nervio y la euforia no somos más que villamelones, no conocemos el camino que cada atleta ha bregado para estar allí, en el Olimpo actual; simplemente nos erigimos como expertos, en el mejor de los casos, o como “patrones” de un puñado de jóvenes que disputan un sueño en el que les va la vida, por el simple hecho de crees que “nuestro dinero”, el “dinero público” los ha llevado hasta la competencia. Nada más erróneo que eso.

No recuerdan que, lo primero que hizo el gobierno de izquierdas fue recortar los presupuestos de la ciencia, la cultura y el deporte. Todo esto sin contar con la cuestionable administración de la otrora velocista Guevara, con quien todo apunta a un descontrolado dispendio y sistemático descuido de las finanzas. 

A saber que, aunque porten los uniformes, aunque se entreguen bajo las camisetas, las cascas, las licras que gritan “México”, gran parte de aquello que los ha llevado al Olimpio posmoderno han sido los patrocinios, el dinero propio y poco, casi nada, la responsabilidad pública de impulsarlos.

Esos cuatro bronces, son oro puro, como el alma de esos chamacos. Salve por ellos.