viernes, 25 de octubre de 2019

La patria hñähñu


Lo había escrito Pessoa, “Mi patria es la lengua”. Juan Gelman lo dijo en una entrevista a El País desde Pekín en 2009, “(…) pero solo tengo una patria, la lengua (…)”. Sabina lo repite de vez en vez, “Mi lengua es mi patria”. Todas estas frases encierran el sentido de pertenencia que genera en nosotros el idioma y que se potencializa en aquellos que usamos la palabra como medio de sublimación artística; mi lengua es donde habito, yo agrego.


Sin embargo, no para todos los hablantes es así, aunque debería. La lengua nos da esencia, es el más remoto tesoro que encierra aquellas convivencias de infancia, con nuestros padres, abuelos, hermanos, amigos con quienes, a través del lenguaje, comenzamos a conocer el mundo. Conocer es nombrar. Aprender que una silla se llama silla y que un balón se llama balón. Sin embargo cuando crecemos, los embates sociales, sobre todo en la actualidad, conllevan en muchos casos que la lengua materna sea un estigma de retraso o de vergüenza, erróneamente.

Por esta última razón resulta tan importante conocer la exposición “La escritura del hñähñu a través del tiempo”, un trabajo de investigación de la Dra. Verónica Kugel. La muestra rescata documentos y publicaciones que dese un pasado remoto dan testimonio de la vida que ha tenido esta lengua materna que tienen su mayor parte de hablantes en el Valle del Mezquital. Los expertos dicen que para que una lengua originaria pudiera considerarse un idioma no sólo debe tener reglas ortográficas y gramaticales, sino también generar literatura, es decir, su expresión escrita. El hñähñu es un idioma batiente. Nos sólo tienen una cantidad estimada de 250 mil hablantes en Hidalgo, sino que en ningún momento de la historia mexicana ha sido ajena de la escritura.

Desde códices, pasando por catecismos coloniales, cartillas de salud, libros de texto escolares, gramáticas, artes de hablar, poesía cuento y hasta libros que hablan de temas tan “ajenos” a nuestro folklor como el ajedrez o la nanotecnología, son algunos de los más de 150 ejemplos de que el idioma hñählu u otomí se mantiene en buena forma.

¿Por qué entonces creemos que está en desuso? ¿Por qué tenemos la impresión de que es una lengua arcaica y cercana a su extinción? Por un prejuicio. Por un lado, de la sociedad moderna que reprueba de fato todo aquello que parezca peculiar y que sea difícil de adoptar; e moda siempre se pondrá aquello que sea fácil de reproducir, de copiar, si algo requiere de un esfuerzo mayor o está relacionado con una tradición que no todos tenemos, nunca estará de moda.

El segundo prejuicio deriva del primero; las nuevas generaciones de hablantes, muchachos bachilleres o universitarios, prefieren ocultar su herencia lingüística para no exponerse a la descalificación de aquellos que ven en lo homogéneo su particularidad. Pero, aunque parezca difícil de creer, esta comunidad de hablantes ocultos despide destellos de orgullo llenando las redes sociales de mensajes en su lengua materna, con la salvedad de que la ortografía, como ocurre en los modernos “escribas digitales” del español, es atropellada por las abreviaturas incorrectas y los “emojis”.

La exposición “La escritura del hñähñu a través del tiempo” pretende desempolvar la valentía de las nuevas generaciones que solo hablan su idioma original los fines de semana que regresan a comer con los abuelos y se atrevan hacer unos de las ventajas que les permite ser bilingües, en algunos caso hasta trilingües; por ejemplo la facilidad para aprender francés que tienen un hablante de hñähñu por ser ambas idiomas guturales; o la apertura de visión de quien puede formular en su cerebro frases en dos idiomas distintos reconociendo en cada estructura una cosmogonía particular.

La exposición, impresa en modernos y prácticos materiales por la Secretaría de Cultura de Hidalgo, está recorriendo las universidad públicas sectorizadas a la Secretaría de Educación Pública y es un esfuerzo para que la juventud hablante de lenguas originales, no solamente del hñähñu, puedan mostrar al mundo su patria, y el orgullo que les provee, en cada vocablo que descubran el mundo en el que viajamos al futuro.

viernes, 18 de octubre de 2019

El Mogadishu mexicano



El tres de octubre de 1993, 160 soldados estadounidenses iniciaron en Mogadishu un misión “común y corriente” para capturar al líder Somalí Mohamed Farrah Aidid, lo cual, aunque tenía sus riesgos, no les tomaría más de 35 minutos. La intervención se complicó de tal manera, justo después de que dos de sus helicópteros Black Hawk fuera derribados, que el resultado fue desastroso: 19 soldados norteamericanos y se calcula que mil somalíes muertos, y otro tanto de heridos, tras una batalla que duró hasta la mañana siguiente sin que hubieran podido capturar a Aidid, al que terminaron por asesinar al año siguiente, presumiblemente, la mismas fuerzas de los Estados Unidos. Este fue el descalabro militar más grande de la presidencia de Bill Clinton, aunque el costo político fue minimizado por los líos de faldas a los que el presidente era asduo.

Este suceso vino a mi mente al ver lo ocurrido ayer en Culiacán: Las fuerzas armadas mexicanas, en un operativo para capturar a Ovidio Guzmán (hijo del Chapo), sobre el que pesa una orden de aprensión con fines de extradición solicitada por los gringos. Al parecer la idea inicial era entrar al domicilio donde ya lo habían ubicado, capturarlo, no sin encontrar cierta resistencia de los guardias personales del narco, treparlo a la camioneta y sacarlo directo a un lugar donde pudieran subirlo a un avión que lo llevara a la ciudad de México. ¡Pan comido! Sin embargo, aunque el plan era sencillo y parecía infalible, se les salió de las manos. No sólo encontraron resistencia del grupo que acompañaba Ovidio, sino que la noticia de la captura o intento de captura corrió como pólvora (que adecuada metáfora) y movilizó a un número importante de comandos armados poderosamente que recorriendo las calles de la capital de Sinaloa y desataron escaramuzas por toda la ciudad. Eran como las tres y media de la tarde; los últimos balazos se escucharon pasadas las nueve de la noche y todavía, doce horas después del inicio del enfrentamiento se veían camionetas colmadas de sicarios armados recorriendo las calles ya aparentemente apacibles.

El suceso desata muchas interrogantes. ¿De verdad quien planeo la misión no esperaba la rijosa respuesta del grupo criminal al ver que intentan agarrar a su jefe? ¿La manera desesperada en que Pablo Escobar, en su momento, reaccionó ante la posibilidad de ser capturado y extraditado no es claro ejemplo para aprender comoenfrentar un intento de captura como el de Ovidio? ¿Agarraron o no al hijo del Chapo? Al parecer por lo menos le pusieron las manos encima, pero no lograron sacarlo de la casa. ¿Por qué? Algunas versiones apuntan que durante un largo rato los soldados intentaron salir con el prisionero y al ver que las balaceras se los impedían optaron primero, por vestirlo de militar para sacarlo de “incognito” (lo cual de ser cierto es un deshonra para el uniforme) y terminaron por recibir la instrucción, aún no se sabe precisamente de quién, para mejor sacudirle el polvo, acomodarle la camisa jaloneada, pedirle una disculpa y decirle que ya se podía ir.

La falta de certeza en lo ocurrido en la guarida de Ovidio y el vacío informativo de las primeras horas vieron completada su vergüenza tras la declaración presidencial de la mañana siguiente: “Se decidió proteger la vida de las personas y yo estuve de acuerdo. No se trata esto de masacres. No vale más la captura de un delincuente que la vida de las personas.” Lo que se soslaya, estalla.

¿Aplicar la ley esta incorrecto? ¿Acaso las fuerzas armadas no entrenan precisamente para enfrentar situaciones como la de ayer tratando de salir victoriosos a toda cosa? Es su trabajo. Entiendo y comparto el espíritu de no pagar el mal con el mal, de no apagar el fuego con fuego, pero el Gobierno no está “iniciado el fuego” (como cantara Billy Joel) cuando aplica la ley y se vale de la fuerza pública y militar para lograrlo. Sí comete un grave error al echar atrás al momento de capturar a un delincuente de la talla de Ovidio, de quien por cierto el solo hecho de tratar de aprenderlo confirma su influencia dentro del Cártel de Sinaloa; nos queda claro, él es el jefe. Haber fracasado en la incursión militar de Culiacán no arroja un resultado sangriento como fue Somalia para los gringos, pero se convierte en un berenjenal político que preocupa y molesta porque la debilidad y la omisión son defectos peores, si cabe la expresión, que la de ser inepto o corrupto.

¿Acaso ser omiso, una variante de la ineptitud, no es también una manera de ser corrupto? Yo creo que sí.

Nobel a dos bandas


No es una alteración en la Matrix. Por el contrario, es el ajuste para reparar la anomalía provocada por los escándalos de índole sexual que sacudieron hasta lo cimientos a la Academia Sueca el años pasado. Fue así que la semana pasada fueron anunciados los premios Nobel de Literatura correspondientes al 2018 y 2019: Olga Tokarczuk y Peter Handke, respectivamente.


El Nobel de Literatura nunca ha tenido dos galardonados en un mismo año, cosa que ocurre con cierta regularidad en las otras disciplinas reconocidas, química, medicina, física y hasta el de la paz cuando el galardón va a una cauda, un avance científico realizado en conjunto. Pero el de literatura nunca hasta hoy con la salvedad de que corresponden, cada uno, a años distintos, por lo que su carácter univoco permanece.

Los galardonados son escritores europeos que han luchado infatigablemente, también desde las letras, contra la ultraderecha y el conservadurismo exacerbado que ha llenado de cicatrices bélicas el viejo continente. Aquí un par de retratos hablados de ellos dos:

Olga Tokarczuc, nació al oeste de Polonia hace 57 años. Es psicóloga y lo mismo ha explorado la poesía, la novela, el ensayo e incluso ha hecho adaptaciones para teatro. Se considera discípula de Carl Jung, no sólo como terapeuta, también como creadora. Uno de sus primeros trabajos fue en un hospital psiquiátrico, en los cambios de turno o cuando volvía a casa, ya de noche, escribía. Si pudor hace culpable a Edgar Allan Poe de su devenir como escritora, aunque un par de rusos, Gógol y Chéjov, fueron parte  de la conspiración. Admira también a Thomas Mann y piensa que “escribir novelas es como contarse cuentos a uno mismo, como hacen los niños antes de dormir, utilizado el lenguaje que se encuentra en la frontera entre el sueño y la conciencia”.

Su primera novela apareció en 1993, se llama “el viaje de los hombres del Libro  y recibió el premio de la Asociación Polaca de Editores de Libros. De ahí una cascada de libros fundamentales para entender la literatura del transbordo de siglos: “Historias últimas”, la historia de Polonia y Ucrania desde los ojos femeninos; “Los errantes”, primera novela polaca en ganar el prestigioso premio Man Booker Internacional, una constalción de fragmentos para unir por el lector, dice la autora; entre muchas otras. Hay que decir que poca de su obra esta traducida al español, lo que por supuesto, cambiará a partir del Nobel.

Por su parte el austriaco Peter Handke es un autor ampliamente conocido entre los lectores hispanoparlantes. Forjó su literatura en lengua germana y se convirtió en un crítico puntilloso de la caos nacionalista que azotó (o azota) el centro de Europa. Cree que la novela “es apenas un largo poema épico, donde lo que importa no es la ficción en sí misma, sino la consecuencia de las casualidades.” Es pues un asunto sencillo para él, pero con el que revolucionó la literatura europea convirtiéndola en una respuesta rabiosa a al barbarie de la Segunda Guerra Mundial.

Títulos como “La gran caída”, “La mujer zurda” y su clásica obra “El miedo del portero al penalti”, además de su trabajo como ensayista lo han convertido, desde hace muchos años ya, como un autor de culto y sus lectores conforman una multitud.

Cuenta que, después de recibir la llamada de la Academia, salió a dar una paseo por los bosques cercanos a su casa a las afueras de París. Al volver lo abordaron un grupo de periodistas que desafiaron su fama de escritor malhumorado, él los invitó a pasar y dio sus primeras declaraciones. Dijo tener sensaciones extrañas, alejadas de la felicidad pero cercanas a estar emocionado: “Como escritor has nacido culpable. Y hoy, a esta hora, no me siento culpable, me siento libre”.

Dos escritores libres en un continente que ha sido, por largos periodos de la historia, una prisión de odio y terror.

Paso Cebra
Lamento profundamente el asesinato del poeta chihuahuense Enrique Servín Herrera, activista, defensor de las lenguas indígenas y destacado autor del norte; además, traductor de un poeta íntimamente ligado con Hidalgo, el noruego Torgeir Rebolledo Pedersen. Descanse en paz.

viernes, 11 de octubre de 2019

La (in)utilidad de la belleza



El 23 de febrero de 2010, Paul Auster escribió una carta a J.M. Coetzee donde discernía sobre la utilidad de lo bello. De la larga charla epistolar de aquel día viene a mi mente una idea esgrimida por el neoyorkino: “(…) la búsqueda de la belleza, que es fundamentalmente inútil, puesto que no sirve para fines prácticos.” El arte –eso que nos asombra al mirar un cuadro, lo que nos sacude frente a una puesta teatral, cada aliento que nos es robado durante la lectura de un libro, el sobresalto en el medio de la pieza musical–, tiene alguna utilidad, más que eso, “debe” tener alguna otra misión más allá de conmover. Vaya cuestionamiento con vocación de moebius.

Arturo Trejo Villafuerte busca la belleza, y sabe de su utilidad y su inutilidad. En sus dos más recientes títulos (aparecidos en la colección “Folletín Dorado Antología Poética” de la editorial Cofradía de Coyotes): “Dieciocho inútiles poemas de amor para ti, para ella o para nadie” y “Diecinueve útiles poemas de luz y sombra”, esta conciencia escarbar con la pluma en el páramo yermo de la página en blanco rara vez nos permite acceder al tesoro de la belleza, en este caso, literaria.

Los “Dieciocho” son el resultado inmarcesible pero infructuoso del amor. Asiéndose del azadón del surrealismo con un dejo de clasicismo griego, Trejo Villafuerte horada en el dolor del amor imposible, inexistente, para convertir esa pesquisa vacua en una celebración, en la persecución literaria de un ser que probablemente sólo existe en el deseo.

Te tengo y no te tengo,  
eres mía y no lo eres,  
gravitas en el mar de tu existir  
y formas estrellas nebulosas que nunca alcanzo.

Con un lenguaje sencillo pero contundente, Arturo viste del explorador que anhela descubrir en una mujer el continente prometido para sembrar sus versos doloridos en sus playas, los cuales, tarde que temprano serán arrasados por la mar del olvido y entonces sólo quede él mismo.

Ay, quiero perderme y encontrarme entre tu cuerpo. 
Que cada poro tuyo y mío lleve nuestros nombres enlazados.

El anverso de esta moneda en que vemos nítidamente la efigie del autor son los “Diecinueve”. En esta cara también se muestra Villafuerte con textos pulcros y en los que destaca la simple, pero magnánima, vocación de hilvanar las palabras precisas para esbozar la pasión. 

Con los mismos utensilios literarios de los “Dieciocho”, el surrealismo y la mitología griega, el autor arranca una relatoría donde su cosmogonía del deseo se enaltece hasta sacudir al lector más despistado. Nos asalta en cada página con la belleza “inútil” de lo que no puede dejar de ser descrito so pena de estar cometiendo un crimen de lesa humanidad.

Hace unas horas sobre mi cuerpo, brilló la belleza,  
la Luz Ele-mental de unos ojos  
que eran auténticos luceros.

Estos poemas transcurren como el recuento de una batalla, la más hermosa, la más encarnizada, esa donde obtener la victoria del amor es apenas la antesala de una derrota que más pronto que tarde nos avasallará, dejándonos hechos trisas por dentro… y por fuera.

Caí redondo en la fuente de ternura de tu boca:  
te poseí y fui poseído.  
Pero sabía con toda certeza  
que yo era el prisionero,  
el débil, el desvalido.

Arturo es uno de nuestras glorias literarias. Su búsqueda de los (in)útil lo ha llevado por el cuento, la poesía, el ensayo y la crítica literaria, y se ha consolidado como un autor imprescindible para conocer la literatura hidalguense y mexicana en general de finales del siglo pasado y principios de este. De él, cualquier libro es un buen inicio para conocerle como autor y como paisano. Este par plaquetas es la ventana más oportuna para leerle y convertirse en devoto voyeur de su “inútil” búsqueda literaria.

Paso cebra

Recién concluyo esta columna me entero de la designación de los nuevos premios Nobel de Literatura: la escritora polaca Olga Tokarczuk (correspondiente al 2018) y el austriaco Peter Handke (correspondiente al 2019). La próxima semana haré un retrato hablado de ellos.

viernes, 4 de octubre de 2019

Fahrenheit y la barbarie



A André Bretón, México le parecía fascinante. Lo que imaginaba como surrealismo no llegaba a tanto. La realidad superaba cualquier ficción, cualquier ideología o propuesta artística. México es la tierra donde ocurre lo inimaginable, lo perfectamente inverosímil, lo que “sólo podría ocurrir en México”.

En una semana hemos presenciado al menos tres marchas de protesta en la capital del país, las cuales se han debatido, como parece que comienza a ser costumbre en nuestro México, entre el legítimo derecho a la manifestación y el disentimiento, y la violencia desmedida y los destrozos como recurso emblemático contra la opresión, la cual se supone, ya no existe en un gobierno emanado de la izquierda, elegido por la mayoría y con altos niveles de aceptación entre los ciudadanos.

Ya he hablado aquí de lo peligroso que resulta mover la percepción de la gente a los nodos de violencia y restarle importancia a la razón primordial de una marcha; nada peor que una causa que se desdibuja ante el sensacionalismo de lo vandálico.

Es cierto, a todas luces, que atentar contra la propiedad pública nos afecta a todos; paradas de autobuses pintarrajeadas, mobiliario urbano inservible por doquier; pero la afectación al bien privado también, es muestra de una odio exacerbado el cual habrá que analizar detenidamente pues parece provenir de un maltrato sistemático contra los que menos tienen. Pero, ¿son esos, los marginados y enviados históricamente al ostracismo, quienes encabezan esas marchas?, ¿quiénes azuzan el odio para que desborde las legítima causas del desacuerdo?

El tono más virulento fue, cuando una de esas movilizaciones tomo una librería como objetivo de su resentimiento. Unos, oportunistas, ingresaron a la fuerza y robaron libros, otros, mientras los empleados del sitio trataban de repelerlos cerrando las puertas, le prendieron fuego al interior y enarbolaron una consigna por demás peligrosa: “Leer es para burgueses”.

Tan peligrosa como la conductora, física ella, que en el mejor canal de televisión pública, el Once, aparece con wiski “old fashioned” en la mano y balbucea que la ciencia está “sobrevalorada” como ridículo embate contra la comunidad científica y sus “privilegios”. Está sobrevalorada para aquellos que apuestan por hacer volver la Edad Media, que aspiran al oscurantismo como estadía perfecta para los dóciles, para quienes creen que avanzar es volver sobre los propios pasos.

Da miedo que esas posturas retrógradas aparezcan, pero es de terror pensar que se acunan en sectores al interior del gobierno federal como el caso de la televisora publica arriba mencionada o de un sector que, por su rebeldía, apoyó o apoya en su momento al presidente que quiere ponerlos en su lugar a zapes.

Leer nos hace libres, de ataduras ideológicas, morales, sociales y religiosas. ¿Ser libre es ser burgués? Sin duda el conocimiento y el saber te dan un estatus, pero no social, en ocasiones ni económico, apenas intelectual en un país donde parece que serlo es un estigma y un sinónimo de “burguesía”. ¿Qué pensaría sobre esto Vasconcelos? Quién hubiera dicho que alfabetizando este país lo llevaba a la mesocracia.

Y qué decir de la ciencia, ya sea exacta o social, en un país donde las necesidades más simples requieren cada vez de soluciones más complejas. Es tratada pues como un vehículo para avanzar del que debemos bajarnos porque su velocidad nos marea y preferimos andar a gatas para evitar las náuseas.

Es cierto que el México de desigualdad no ha desaparecido tan rápido como los inocentes creían (no se quienes lo eran más, aquellos que lo prometieron o aquellos que lo creyeron) y que seguramente nos tomará décadas para que los esfuerzos contra la pobreza y la inequidad de oportunidades sean notorios, pero los actos fratricidas no abonarán nunca en beneficio más que de la revancha.

Hasta Montag, el pirómano de profesión esgrimido por Bradbury recapacita sobre su deber barbárico de quemar libros, de llevar el conocimiento y la memoria a las cenizas. ¿Podremos nosotros hacer lo mismo?