viernes, 21 de enero de 2022

Nuestras mascotas; compañeros con sensibilidad



Todas las mañanas, al filo de las 6 aeme, Juno se estremece al detonar de la alarma del móvil. Ha aprendido a acurrucarse sobre las cobijas que me cubren, en el preciso lugar donde abandono el aparato ese, no muy lejos de mi cuerpo, para atender alguna llamada urgente por la noche. Juno sabe que, a partir de que suena, su dueño procrastina cuando menos tres timbrazos más antes de levantarse refunfuñante a encender el boiler. Ni brinca, ni revolotea, me acompaña solidaria hasta la zotehuela sabiendo que aún no es tiempo de su desayuno; que eso será hasta las siete. Regresa al regazo de mi cama a esperar pacientemente que yo, metido en las cobijas, revise la agenda del día, responda correos, güatsups y lea de refilón el tuiter y el feisbuc en busca de novedades. Cuando me levanto en definitiva, entonces traza acrobacias por todo el pasillo que conduce a la cocina y me mira cargar un trasto que precisa la cantidad de alimento que requiere su edad y su peso. Urge serpenteando la sala y el garaje para sentarse frente a su plato a esperar que yo le dé la señal de empezar a alimentarse; dos golpes secos y se abalanza sobre las croquetas. 

Al inicio de este dos mil veintidós que ya surcamos sin decoro, el diario El Mundo de España daba cuenta de un suceso sin precedentes en España en cuanto al trato de los animales domésticos: reconocerlos como miembros de la familia de sus dueños. La nota versaba: Los animales de compañía tendrán a partir de este miércoles en España un estatuto jurídico diferente al de los bienes materiales y desde entonces serán considerados "seres vivos dotados de sensibilidad" y no como cosas, lo que les conferirá una consideración de miembros de la familia.

De entrada, el término me encanta: “seres vivos dotados de sensibilidad”. Ya no son “semovientes” como se les asigna en la demandas de divorcio. Mucho menos “hijos”, como insisten algunos xénials y milénials incapaces de adquirir responsabilidades de largo aliento.

Los hijos son insustituibles, las mascotas también lo son. El tratar a un perro, un gato o un avestruz como un hijo al que le damos ropa, comida, cama, fiesta de cumpleaños aparentando ocupar el lugar de nuestra descendencia, también es una forma de maltrato. Los animales domésticos son eso, animales domésticos y no por ello merecen menos cuidados y menos atenciones, no por ello no ameritan nuestro cariño y nuestros camelos. Al contrario. Son seres que nos acompañan y se convierten en un complemento de nuestra felicidad y nuestra lucha en lo cotidiano.

Pero es que las mascotas siempre han sido miembros de la familia. Aún los perros que mi abuela tarahumara tenía en el rancho perdido en el sur de Chihuahua, eran no sólo parte de la familia, sino miembros importantes en las tareas del rancho: cuidaban las inmediaciones y ordenaba el ganado cuando quería desbalagarse mientras pastaba; al pardear la tarde, se echaban a los pies de la silla donde mi abuela y sus hermanas, charlaban haciendo algún remiendo sobre las rodillas

Eso hablando sólo de los perros; pero sean gatos, pericos, erizos, peces dorados, etc., las mascotas son parte fundamental de nuestra vida a partir del día en que decidimos adoptarlos. Darles un papel que no les corresponde es atentar contra su propia naturaleza. Nunca podrán sustituir a un ser humano nacido de nuestra propia carne. Y no le estoy dando la razón a Bergoglio, por el contrario, quiero reivindicar la valía que tienen nuestras mascotas en la vida de una familia que se regocija con su presencia en la casa.

¡Las mascotas! He disfrutado sus vidas y he llorado sus muertes. El último, Elote, un pastor belga (con una leve cruza indescifrable), que mis hijos encontraron siendo cachorro abandonado en el medio de un bosque conífero en Amealco. Lo escondieron en una maleta para salvarlo. Estaba tan débil que ni se movió ni emitió sonido alguno durante el viaje de regreso; tres horas metido en una caja de cartón. Al llegar a Pachuca el veterinario fue tajante: “Ni se ilusionen, este perro no dura una semana”. Estuvo con nosotros casi cinco años hasta que un tumor en el paladar nos arrinconó en el callejón de sacrificarlo antes de verlo sufrir más. 

Nunca he sentido que con cada perro que he pedido un hijo se ma haya ido. No. He soportado la cuchillada lacerante que significa perder un compañero de vida. Espero nunca pasar por el trauma de perder a uno de mis dos únicos hijos, pero estoy seguro que enfrentaré con estoicismo el día que Juno, mi cachorra, muera, dejándome una estela de recuerdos que en sí mismos serán un homenaje permanente a su vida perenne.

¿Cuándo ocurrirá algo así en México?

sábado, 15 de enero de 2022

"Don’t Look Up"; el hastío de la posmodernidad



En la mitología egipcia, Apofis representa las fuerzas maléficas que habitan el inframundo; la encarnación del caos. Los astrónomos decidieron bautizar con este nombre, Apophis, al Asteroide 99942 que se acerca velozmente a la Tierra y que la rosará en año 2029. En un tiovivo interplanetario, regresará a su asedio en 2036 y 2068. ¿La amenaza es verdadera? La comunidad astronómica no lo ha confirmado pero han pedido estricta observación de la roca viajera que se ha dejado venir como vacacionista en tobogán. La alberca de destino parece ser nuestro planeta.

Algo similar ocurre en la trama de Don’t look up (No mirar arriba), la película estelar de Netflix en la temporada de fin de año y que lleva semanas causando revuelo en público y crítica. 

La trama, ya conocida por la gran mayoría, implica a dos científicos dedicados y afectos a la semioscuridad de sus laboratorios quienes, por curiosidad científica (valga aquí la redundancia conceptual) descubren un objeto que viene en línea recta y sin escalas a impactarse con la Tierra. Después del regocijo científico de confirmar los parámetros, entienden la dimensión del suceso y se dedican a advertirle a una sociedad, sumergida en la frivolidad, de su inminente destrucción.

La historia parece simple a botepronto, pero lo interesante de este filme es el tema, menospreciado inicialmente por los “expertos”; el hastío posmoderno. Para empezar la trama evidencia el defecto primordial de quienes habitamos en este momento dela historia humana: incapacidad de distinguir entre lo urgente y lo importante. Meryl Streep encarna a una presidente, muy al estilo Trump, embelesada con lo que ella misma considera importante soslayando lo que ocurre a su alrededor por más apremiante que sea; no es el ejercicio del poder entregado a lo “político”, se trata del poder obsesionado con el culto a quién lo ejerce, a quién traza, o cree trazar, el rumbo de los acontecimientos de la nación hegemónica por definición, y por ende, del mundo todo.

Como si el egoísmo individual de una presidenta no fuera suficiente, la trama nos involucra en una socialmedia enfocada en los trivial y burdo como combustible masivo de la mediocridad clasemediera, entregada a la adoración de dioses bien vestidos (o bien desnudados) de sonrisa perfecta y con vidas revestidas de oropeles inalcanzables. Es ahí donde los científicos protagonistas naufragan en su cruzada por hacerle ver al Mundo la fragilidad de su existencia.

Pero el golpe contundente del guión es la reacción social a la imparable posibilidad de la extinción: la negación. Multitudes vociferando que lo mejor es no mirara arriba, que lo mejor es ignorar lo evidente y que nada que cuestione o ponga en peligro el establishment es aceptado. “Si no lo veo, no existe”, dicen los psicólogos que es el raciocinio de la infancia. Es así. No mira arriba, si no veo  la roca  sideral enfilada, enfadada, con la Tierra, logro detenerla.No miro el caos, es una escala social inefable. 

¿Pero no será que, a pesar que Apophis tardará en llegar unos siete años, cerramos los ojos a realidades que ocurren en lo cotidiano por el simple hecho de cuestionar nuestra “estabilidad?

El final del filme es lo mejor; ocurre lo que tiene que ocurrir, sin un Bruce Willis que lo detenga.

Paso cebra

Murió el poeta Eduardo Cerecedo. Me gustaría decir que lo conocí bien y que compartí con él diversidad de lecturas y presentaciones. Pero no fue así. Amigo reciente pero entrañable, intercambié con él un legajo de correspondencia electrónica y pude conocer su obra en un libro que me obsequió el día que bebimos en los portales de la Plaza Juárez pachuqueña, en compañía de otro colegas admirados, una cantidad de cervezas difícil de calcular. Mis más recientes poemas publicados, en el ya lejano 2020, fueron posibles gracias a Eduardo Cerecedo; con ello se hizo acreedor de toda mi admiración, respeto y cariño. Descanse en paz. Nos queda su poesía. Busquémosla.