viernes, 24 de abril de 2020

Un hato de libros



Para mí, hoy es el Día del libro, para usted lo fue ayer. Escribo esto en la mañana del día que se ha determinado para celebrar uno de los objetos más importantes y maravillosos de la historia de la humanidad: ese conjunto de láminas hechas de fibras vegetales que han sido sujetas con pegamento por uno de sus extremos y flanqueadas por dos laminas más gruesas que abrazan la cohorte por el extremo pegajoso. El libro es, por tradición, el vehículo del conocimiento, la cultura y el entretenimiento. En otras ocasiones lo he escrito aquí, para mi es el gran sobreviviente de los inventos del hombre. Piénselo por un momento, ¿cuántos inventos han dejado o están en vías de dejar de usarse en el mundo?  De botepronto pienso en la máquina de escribir (mecánica e incluso eléctrica) o el telégrafo. Sin embargo, lo más loable es que a pesar de los nuevos inventos y su uso generalizado, el libro ha logrado mantener su utilidad y eficacia, incluso destilando un avatar en el libro electrónico.

Seguramente durante el día de hoy, durante el día de ayer para usted estimado lector, las frases de enaltecimiento del libro serán, han sido, abrumadoras, incluso excesivas, sin embargo, debo decirle que para aquellos que creemos que un libro puede cambiar nuestra existencia, nunca serán suficientes.

Más allá de la pose y si exagerar, un libro, en el momento adecuado y para la persona adecuada, puede significar un hito de vida que puede influir en el establecimiento de hábitos de lectura e incluso en la elección de una profesión o tal vez, por qué no, de un apareja. ¿Así de poderosos son los libros? Sin duda. El poder que una buena lectura tienen sobre quien la disfruta es inconmensurable. Para aquellos que no han logrado ese disfrute esto puede parecer locura y, no me apena decirlo, lo es.

La lectura es un hábito monstruoso. Puede llevar a la ruina a cualquiera y no me refiero solamente a la monetaria. Puede provocar alucinaciones, desdoblamientos de personalidad e insomnio crónico. Permite a los mortales acciones reservadas exclusivamente para los ángeles: la tele trasportación, la ubicuidad, la manipulación del tiempo y la clarividencia. Provee a quien lo ejerce la pertinencia de vivir otras vidas sin renunciar a la propia, de conocer lugares sin moverse, de tener amigos de papel, no se diga amores, de aprender de otras culturas y formas de pensar. Quien ha sido contagiado con la lectura, goza, ríe, llora, hace rabieta frente a las páginas de un libro. Sueña con los personajes, con la historia y sin reparo, en mayor o menor medida, se deja abrazar por la nostalgia una vez que la última página se ha agotado.

Pero hay que decirlo, no hay nada como la lectura de un buen libro. No existe mayor placer que la lectura. Usted pensará que he enloquecido, sí, hace ya  tiempo, pero lo digo en serio. Nada provoca goce más exquisito que un libro. Ni el amor, ni el sexo, ni la cerveza. Ni andar en bicicleta, ni comer tacos. La lectura provoca en el cuerpo y en la mente una sensación de plenitud, de eternidad; quien se topa con una lectura que lo apasiona puede marcharse a la muerte tranquilo cuando le toque, sabiendo que ha vivido suficiente y un poco más.

Tal vez por eso, cuando terminamos un libro, emprendemos la búsqueda de otro que nos iguale la experiencia, la sensación; exactamente igual que un adicto. También es por eso que además de leerlos, los conservamos. Los libreros son guaridas donde urdimos hatos de libros por autor, color, tema, tamaño, o simple y sencillo azar, como reservas alimenticias para nuestra alma. Son el combustible de la imaginación y un zafacón para la memoria.

En fin que yo pretendía celebrar el Día del libro compartiendo con usted, estimado lector, una selección de los libros que a través de mi vida me han marcado. Porque invitar a la lectura es como presentarle a alguien a tus amigos, aquellos con quienes has pasado los mejores momentos de tu vida. Ya será en tora ocasión que traiga a mis compas para que se apersonen con usted. Mientras tanto, vivan los libros.

viernes, 17 de abril de 2020

La estela de una pasión insurrecta



Cuántas veces sentimos que tenemos le control de nuestras vidas. Crece en nuestro interior esa endeble determinación con la creemos que le vamos dando rumbo a nuestra existencia. Al cabo, sin saberlo, nos espera el desfiladero de la realidad y el caos; destellos inexorables del destino.

“Salvar el fuego”, la novela más reciente del escritor y cineasta Guillermo Arriaga es una alegoría sobre la pasión y la libertad que con ella viene, pero también, un retrato inquietante de un país incidido entre el miedo y el odio, entre el oropel y la mierda. Un país que se llama México y que nunca había sido descrito con tal crudeza en sus tiempos más postreros, los más violentos.

La historia se entreteje a partir de cuatro afluentes: primero, la voz de Marina, una bailarina de clase alta, madre de tres niños, esposa de un exitoso financiero y que, a pesar de, o precisamente por, no logra llevar su carrera dancística a las alturas que siempre ha deseado; segundo, la historia de José Cuauhtémoc, un asesino que al cumplir una condena de 15 años procura una vida tranquila en Coahuila, viéndose inserto, azarosa e irremediablemente, en el encarnizado mundo del narcotráfico; tercero, el flujo de pensamiento de un hombre hacia su padre en una suerte de evocación y reclamo donde se vislumbra el origen y devenir de afectos que llevan al desastre; y cuarto, una colección de textos —manifiestos, cuentos y poemas— desarrollados en un taller literario dentro del reclusorio oriente y que el autor usa para ventilar los rencores, arrepentimientos y anhelos de aquellos para quienes la marginalidad pareciera un sino.

En esta polifonía Arriaga construye una narración trepidante, capaz de atrapar al más exigente de los lectores. Una ficción tan bien estructurada que se confunde con la realidad. Uno a uno, casualidades y designios, se amalgaman para darle forma a sucesos inconcebibles un instante antes de que ocurran, donde la pasión y el deseo contrastan sobre el pestilente paño de la realidad y sus horrores. Guillermo Arriaga urde esta historia con elegancia, reproduciendo con precisión quirúrgica la jerga polimorfa de los ambientes donde cada uno de sus personajes trata de alejar de la extinción su fuego interior.

Es el fuego, la metáfora de la pasión pero también de nuestra esencia, de aquello o de aquel que habita en nosotros y que es irrenunciable; la epígrafe principal del libro,  propia del poeta francés Jean Cocteau, lo testifica: “Si el fuego quemara mi casa, ¿qué salvaría?...”

Sus personajes están definidos con la honestidad de quien sabe que detrás de los dichos se esconden acciones que exponen las más oscuras aristas de lo humano. Es en estas últimas, donde Guillermo escarba para darle no solo verosimilitud a su historia, sino también para transfigurarla en una novela única y esencial para la literatura mexicana del siglo XXI. Para usar un término propio de mercadotecnia editorial pero sin su vacuidad, esta novela es ya un clásico.

Alguna vez, en un taller de guion que impartió en Pachuca hace ya muchos años, finales de los noventas, Guillermo Arriaga aseveraba que la materia prima de la literatura y el cine es la vida misma. Memo predica con el ejemplo. Sus libros desbordan vida y, particularmente sus dos últimas novelas, “El salvaje” y la que hoy reseño, son zafacones de fiereza.

“Salvar el fuego” ganó el Premio Alfaguara de Novela 2020 convirtiendo a Guillermo Arriaga en el cuarto mexicano en ganar este prestigiado galardón; los otros tres han sido, en orden cronológico de recepción, Elena Poniatowska, Xavier Velasco y Jorge Volpi.

En esa milagrosa relojería de la coincidencia, “Salvar el fuego” contiene también una abigarrad y profunda reflexión sobre el encierro, donde la mente y el cuerpo libran una batalla campal contra el deterioro que les provoca la inmovilidad; dejémonos recrear con esta historia en tiempos donde el “quedase en casa” resulta para muchos una condena y para otros una liberación.

Dentro de muchos años, cuando se haga un recuento de los libros que marcaron este siglo, la lista la encabezará “Salvar el fuego”. Estoy seguro.

viernes, 10 de abril de 2020

FONCA, ¿mal necesario?


Nos sacude del anquilosamiento pandémico la noticia del decreto presidencial que esta semana dio por terminados los fideicomisos en el gobierno federal. En el ámbito cultural esta decisión el ejecutivo afecta directamente, y para empezar, los fideicomisos que sostienen la operación del FONCA, del FOPROCINE y de San Idelfonso. Sin duda, los tres rudimentos de promoción cultural han tenido sus pros y sus contras, y granjean una numerosa cantidad tanto de detractores como de miembros de la comunidad artística que apoyan su conservación.

Sin meternos en el brete administrativo-jurídico que implicará mantener estas herramientas de la Secretaría de Cultura federal por sobre la extinción presidencial de los fideicomisos (los cuales también afectan al sector deportivo y científico), vuelve a ponerse sobre la mesa el debate de si deben o no desaparecer, sobre todo el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, mejor conocido como el FONCA, que ha sido objeto de análisis y critica desde el inicio de la cuarta transformación.

El Fondo ha tenido ya tres directores en lo que va del sexenio (el gran Mario Belletin que despertó gran entusiasmo y esperanza de cambio, María Nuñez Bespalova y Adriana Konzevik, quien por cierto llegó a la dirección sin aspavientos por una silenciosa puerta trasera), lo que hace suponer que la papa caliente nadie puede o nadie quiere tenerla en las manos.

Sin duda, el mecanismo de mecenazgo artístico en México ha dado sus frutos. Tras 31 años de existencia el FONCA ha impulsado una pléyade de creadores que han trazado el rumbo del arte en México, pero también, ha fomentado la actividad de artistas mediocres cuyo paso por la cultura no solo ha sido dañina, lamentable y, en el mejor de los casos, imperceptible.

En estos días, las huestes a favor y en contra de su conservación esgrimen sus argumentos después de haber salido de la feria; por un lado los creadores beneficiados durante años y años por el Fondo abogan por su conservación y levantan la sospecha de que intentan conservar sus privilegios lo más que se pueda; por otro lado los detractores están conformado por aquellos creadores que, tras intentarlo numerosas veces, no han sido beneficiados por esta falsa panacea del arte en México, alegando que el Fondo se ha burocratizado en exceso y ha facilitado, por decirlo menos, el establecimiento de cofradías y mafias alrededor de su operación, denigrando la transparencia de sus procesos, comprometiendo gravemente el objetivo de su creación.

Sin embargo, desde el inicio de la 4T, el ánimo de la comunidad cultural (exacerbado por la creencia de que un gobierno emanado de la izquierda privilegiaría el sector no solo por hacer encontrado en él una sólida base de apoyo sino porque el arte es, incuestionablemente, un mecanismo de transformación, ¡oh, que ilusos fuimos!) se enfiló a la revisión y ajuste de los procesos de selección del Fondo con el fin de romper las inercias que han propiciado favoritismos y compadrazgos, impulsando su modernización y asegurando la diversidad y equidad en la aplicación final de sus apoyos (el 70% de sus apoyos se concentran en Ciudad de México, Estado de México, Jalisco y mexicanos en el extranjero, por ejemplo).

Mientras países como Alemania ha determinado impulsar el arte y la cultura en estos momentos de aislamiento a través de un fondo de emergencia (con 120 millones de euros) para que los artistas aporten su creatividad para afrontar los retos sociales que ha provocado la pandemia, en México determinamos su desaparición por decreto.

Estamos ante la oportunidad de reorganizar el sistema de “creación por incentivo”, el cual se ha transformado más en un modus vivendi que en un verdadero espoloneo al espíritu artístico propositivo y transformador, deteriorándose en un intercambio de migajas a cambio de insulsos resultados de una lista de nombres que año con año se repiten. Sin duda, el FONCA debe quedarse siempre y cuando su restructuración garantice nuevos alcances y beneficie verdaderamente a la cultura mexicana del siglo XXI. Si se queda igual que como estaba, mejor que no se quede.

viernes, 3 de abril de 2020

La soledad en tiempos de pandemia



Qué grotesco se aprecia el virulento apocalipsis que hoy vivimos. Que ofensivamente ordinario ha resultado el fin del mundo. Tan común y corriente que evidencia su impostura. No me mal interprete apreciado lector, la pandemia es muy real, dolorosamente real, pero este momento que vivimos está muy lejos de ser el fin de los tiempos. Esto pasará, como nos han pasado por encima (al menos a los mexicanos) una docena de desgracias en los últimos cincuenta años. Por lo menos.

El coronavirus (me resisto a escribirlo con inicial alta, no se lo merece el maldito) ha venido a poner en peligro y arrebatar la vida de miles y miles de personas alrededor del orbe, pero también a sacudir desde los cimientos la mayor cualidad de la vida moderna: la tranquilidad. Porque lo que tenemos restringida ahora no es la libertad, no es que nos haya “arrebatado” (como escuché en una ridículamente dramático video argentino) la libertad de salir a la calle y de reunirnos con quienes se nos antoje, no. La pandemia ha puesto en jaque la tranquilidad no sólo de preservar la vida, sino también la de movernos por las ciudades, la de buscar el sustento diario, de internarnos en una aglomeración en el transporte público o en el teatro sin sentir temor. Ha sajado la tranquilidad de la sanidad, hoy nos sospechamos enfermos al menor estornudo, nos embadurnamos las manos con gel antibacterial como un rito y nos lavamos las manos (bien hecho, por cierto) cada hora como un sortilegio.

Hace poco más de diez años, cuando la influenza nos orilló a permaneces en nuestras casas, el uso de las redes sociales no estaba tan generalizada o al menos no se habían convertido en el escaparate de las dolencias más personales. En aquellas semanas que nos refugiamos, temerosos hay que decirlo, no pensamos que estábamos aislados del mundo o que el bicho nos tenía presos en nuestras cuevas; al menos no se apreció así. Sabíamos que estábamos cuidando el pellejo, nada más pero nada menos. Hoy en día todos se quejan a sottovoce que no soportan el encierro, que les mata la distancia, que no pueden vivir sin el contacto humano. Son, espero, esa generación de cristal que nos rodea con un dejo de juventud y falso ímpetu.

Algunos de nosotros, por la naturaleza de nuestro oficio o por simple temperamento, lidiamos cómodamente con el aislamiento. Personalmente, en varias ocasiones en mi vida he permanecido sin asomar las narices a la calle por varias semanas, batiéndome a muerte con la titilante página en blanco de la computadora, viajando de la cama al escritorio, del escritorio a la cocina y de regreso, sin mayor inconveniente. Es un buen tiempo para encarar lecturas pendientes, espulgar documentos acumulados, acomodar los libros por tamaños en los plúteos, en fin, tanta cosa que se puede hacer en casa más allá de limpiar debajo de los muebles.

Sin embargo para aquellos que no les resulta tan fácil el confinamiento voluntario, la era digital permite un solaz en la alienación. Podemos palear la soledad comunicándonos con la gente que queremos más allá del desafecto en la línea telefónica (aunque yo he sostenido llamadas de diez horas bastante cálidas), mirarnos en video llamadas, compartir una velada con amigos en aplicaciones para conferencias remotas, cada uno con su copa de tinto en la mano, pero todos vibrando al unísono por el diapasón de la amistad. Podemos compartir nuestros intereses a través de videos, nuestras habilidades tocando un instrumento, nuestra bendita costumbre de leer poesía en voz alta y otras barbaridades que no nos habíamos atrevido a hacer públicas antes. Entiendo que no hay nada como un apretón de manos, un beso amistoso en la mejilla, uno paternal en la frente, una palmada en la espalda, un abrazo.

Son tiempos para poner a prueba la paciencia, la autodisciplina y el tesón; pero también la amistad y el compañerismo. Hay tantas maneras de estar juntos. Porque los verdaderamente vulnerables son los que temen a la soledad, los que luchan en su mente con el encierro, los que empuñan una salud mental debilitada por la supresión de la vida cotidiana y sus fronteras. A ellos son los que tenemos que atender con un puente digital que tal vez les salve la vida. Si usted que me lee lo necesita, por favor escríbame, que habrá mucho que platicar.