viernes, 22 de febrero de 2019

¿Dónde empieza, dónde termina?



¿Cuáles son los libros nuevos? ¿Lo recién salidos de las fauces de la imprenta? ¿O aquellos que nos encontramos por primera vez sin importar la edad que tengan (ellos y nosotros)? Yo
Por mi camino lector se ha cruzado un libro nuevo de Agustín Ramos, nuevo para mí por supuesto, publicado originalmente a principios de 2005. Pienso ahora que esta reseña llega catorce años tarde. ¡Nunca es tarde!, diría mi abuelo que se fue temprano por desgracia.

“Como la vida misma” es, a mi parecer, la mejor novela del tulancinguense Agustín Ramos. Ubicada en Pachuca, la mecha de su artillería es la calle de Allende, cuya esquina primigenia es el punto condicente de tres historias que se van entrelazando y esbozando el perfil de una ciudad y sus habitantes, su herencia, su devenir y lo que no que nunca serán.

Ramos, poseedor de un estilo inigualable, no presenta un texto incisivo, con una voz que procura, con mucho tino, ser eco del habla popular de los barrios mineros, tanto como el de las colonias que poco a poco fueron descendiendo de las faldas de los cerros para comenzar a invadir el valle donde ahora ostentan el prestigio que de la “antigüedad” urbana.

Caramelo, una prostituta de abolengo transformada por la crueldad de los años en una pordiosera, vendrá bajando por las estrechas y laberínticas calles altas, trayendo consigo una estela donde podemos observar la historia de nuestra ciudad; sus orígenes, sus ilusiones de grandeza, su ostracismo a los poderosos. La ciudad como un ente holístico, formado por sus habitantes, por sus memorias y por sus olvidos.

En esa esquina donde empieza la calle que es la muestra, el botón, de la personalidad de la ciudad toda, Caramelo estorbará el vertiginoso descenso bicicletero de Francisco, maestro universitario e intelectual desafortunado, quien por no arrollarla emprenderá un vuelo tan amateur como fallido, que lo llevará a caer a los pies de Lupita, una joven tan bella como extraviada en las concupiscencias de una generación que no tiene (tuvo, tuvimos) mayor escape de la realidad provinciana que el desmadre, el ahogo etílico, el naufragio sibarita de las drogas.

Los recuerdos de estos tres, rescatados del fondo del estanque pestilente del tiempo, van acompañados por la voz narrativa que levanta el dedo, que escupe limón en la herida, que saca los trapos sucios al balcón principal, que señala con velos propios de la ficción a personas tan reales que son fáciles de adivinar para quien conocer y ha vivido, digo, sufrido el desarrollo social, cultural, histórico e intelectual pachuqueño.

Ramos es en este libro se muestra vigoroso, malabarista del ritmo narrativo, envolviendo al lector en una realidad tan nítida que cualquier que no conoce Pachuca juraría que es pura ficción; precisamente por eso, por ser la realidad más cruda y reluciente la única manera posible de abordarla era la novela.

Personajes que se extrañan a la vuelta de la última página, que se hubieran querido conocer si existieran, con los que usted y yo nos hemos cruzado por la calle, que están en la lista de nuestros encuentros futuros.

Ante mis ojos resalta un rasgo que fascina, el toque poético que tiene la novela, ingrediente que el autor parece haber puesto como marca indeleble a la taxidermia de una ciudad que también lo vio caminar en sus entrañas, leer, escribir, trabajar, para ser masticado como todos nosotros y escupido como todos lo seremos.

Y es que, parafraseando a Agustín, la calle de Allende es como la vida misma, nunca sabe uno dónde empieza, apenas podemos adivinar dónde continua y nunca sabemos con certeza dónde termina.

Es este, un libro cautivante y, aunque me quede en la lengua el sabor a cobre del lugar común, imprescindible para la literatura hidalguense.

viernes, 15 de febrero de 2019

Un apunte sobre “Gallos”


Hace ya algunos años, mi querido amigo Francisco Meléndez me invitó a un proyecto sumamente interesante. Paco, actor de cepa y compañero de innumerables batallas culturales que nos permitieron templar una amistad cercana, me quería para adaptar una obra con la que deseaba celebrar 20 años sobre el escenario. El título del texto era “Los gallos salvajes” de Hugo Argüelles. Por el lazo que nos une acepté encantado, no sin cierto temor por no lograr un trabajo satisfactorio y a la altura de la celebración que quería emprender con el resultado.

El texto es una delicia. Atiborrado de referencias políticas y sociales alrededor de los cacicazgos setenteros que lo mismo se daban en la provincia que en el sindicalismo, en la política que en las familias poderosas y no tan poderosas. Pero está característica avejentaba al texto, cuando el planteamiento había perdido actualidad no por la desaparición de los cacicazgos que mencionaba, los cuales superviven en nuestros días a costa de lo que sea como una costumbre arraigada en el tuétano de todos los estratos sociales; el uso de poder como soga, como arma.

En una segunda lectura, detrás de toda la carga política encontré una historia paralela que valía la pena traer al frente: el machismo, el abuso del poder a partir de amor y la sexualidad, el deterioro de la personalidad de un joven por la herida provocada por el padre y un ambiente cargado de podredumbre humana. Es hilo desmadejó un nuevo planteamiento que se basó en el odio y la venganza.

Fue un privilegio para mí poder jugar con una obra tan bien construida, ten bien cimentada que fue un placer malear el esquema argumental hasta un punto poético en dos de los momentos de la trama, los cuales hablan específicamente de la muerte y la manera en que un hombre y un niño se enfrentan a ella en un mismo momento donde se mezcla dos pasados uno consecuencia del otro y viceversa.

Durante los ensayos, primero se dio la magia final, e, ajuste final de la adaptación ocurrió en la duela donde los actores fueron encontrando sus personajes y sus voces, logran una integración sumamente interesante que logra transmitirse al espectador.

La obra tuvo una primera temporada bajo el nombre de “Gallos Salvajes” con Paco Meléndez en el reparto. La respuesta de los espectadores era de zozobra y reflexión, exactamente lo que buscábamos. Los diálogos, el perfile y desarrollo de los personajes, la dirección provoco que la obra se fuera con cada uno de nosotros, no solamente con aquellos que ocupaban las butacas durante las funciones. Fue así que, después de un número considerable de presentaciones y tras un receso que implicó ajustes hacia dentro del elenco, la obra retomó un segundo aliento bajo el título simple de “Gallos”. En este nuevo caminar la obra alcanzó páramos importantes como fue una temporada en el Teatro La Capilla en la ciudad de México, mostrando la calidad del teatro independiente de nuestra Bella Airosa.

La obra abre una nueva temporada mañana (u hoy, todo depende de cuando este usted leyendo esta columna) viernes 15 de febrero en el Foro Doble Nueve (lugar de más o menos de reciente apertura que está impulsando el teatro pachuqueño de manera importante, lo que merece ser comentado en otra oportunidad) en punto de las 20 horas. Es un montaje de Bocamina Teatral; actúan (haciendo un trabajo extraordinario) Edmundo Espinoza, Marcos Celis y Daniel Rivera quien también dirige. Es de verdad, un montaje extraordinario, sólo para adolescentes y adultos. Espero poder verlos por allí.

viernes, 8 de febrero de 2019

Otro ladrillo (rojo) en la pared


En un universo paralelo soy director de cine. He decidido filmar una pelicula de vampiros en Pachuca, digamos, adaptar un cuento de “Inquieta compañía” de Carlos Fuentes. El lugar ideal para rodar es la esquina de la calle de Julián Villagrán y la calle de Ignacio Allende. Ahí se ubica el único edificio de arquitectura gótica de toda la ciudad. No podría pensar en otro sitio. Alisto el equipo para rodar.

La gótica construcción es el Templo Metodista. Edificio emblemático del centro que se convirtió en el pretexto para que Daniel Escorza Rodríguez nos contara historias sorprendentes en su más reciente libro “Calles de ladrillo rojo / Breve historia de los metodistas en Pachuca”.

Digo que es un pretexto porque Escorza no se limita a la descripción física del inmueble, no solamente aborda el detalle arquitectónico y la historia que ello guarda, sino que se interna en sus muros y se encarga de seguir el rastro de una fascinante historia que estaca a Pachuca como la cuna de la diversidad religiosa en México. Hay que recordar que, por ejemplo, a mediados del siglo pasado se estableció en Pachuca el asentamiento judío no ortodoxo más grande de Latinoamérica; tanto que el parque aledaño al sitio lleva el nombre del padre del estado judío: David Ben-Gurión.

El Templo Metodista fue construido, en una primera versión, en 1874, aunque la presencia de metodistas “cornish” se remonta cincuenta años antes, en 1826 con la llegada de los primeros ingleses a Real del Monte y Pachuca. El material utilizado en ese momento y posteriormente, ladrillos rojos, característica constructiva que se volvería un sello del grupo.

A partir de ahí el desarrollo de esta comunidad religiosa va entrelazándose con la actividad social de nuestra ciudad y sus alrededores. Este elemento es probablemente el más interesante de la historia que nos cuenta; los metodistas no se encerraron en una comuna que secretamente iba tendiendo hilos sociales, no, al contrario, fue entremezclándose con una comunidad mayoritariamente católica, sin renunciar a sus preceptos básicos y estableciendo el respeto y la tolerancia en ese interactuar social.
Fue tal el impacto provocado en el tejido social pachuqueños de finales del siglo XIX y principios del XX, que la comunidad incubada en los muros del Templo metodista de Pachuca estableció dos de las instituciones educativas más importantes de la historia de la ciudad, las escuelas: “Las hijas de Allende” y la “Julián Villagrán”. Ambas instituciones gozaron de gran prestigio y prácticamente en cada familia de la ciudad hay al menos un miembro que haya pasado por sus aulas. Esto se debió a que el tracto moral de las clases, basado por supuesto en preceptos cristianos, pero sin ser una imposición al alumnado, permitió que por sus puertas cruzaran lo mismo hijos de la congregación, comunidad católica y hasta ateos; como una muestra más de esa tolerancia religiosa de las que les hablaba antes.

El libro narra también las historias personales de miembros destacados de la congregación metodista, las actividades corales de la misma e incluso las actividades periodísticas y de activismo social emprendidas por los más jóvenes; un garbanzo de a libra es el “Manifiesto de la liga Metodista de Jóvenes” al respecto de los hechos del 2 de octubre de 1968, única opinión publica emitida en el momento por un grupo religioso.

Daniel Escorza Rodríguez, miembro de número de la Academia Hidalguense de la Historia, nos regala un primer tratamiento histórico de un tema fundamental en la variedad de corrientes religiosas que abrevan de nuestra ciudad; seguramente a partir de este libro, otros historiadores retomen el tema y podamos ir conociendo, con profundidad, el impacto del protestantismo en general en Pachuca. Mientras tanto, leer “Calles de ladrillo rojo…” es una exquisita manera de adentrarnos en una de las muchas historias que se traman en nuestra ciudad.

Paso cebra
El libro ha sido cuidadosamente editado por Elementum, editorial independiente pachuqueña que esta realizando un trabajo sorprendente en las lindes editoriales de Hidalgo. Un saludo a Mayte y todo su equipo.

viernes, 1 de febrero de 2019

Saramago, la partitura de lo inagotable


¿Qué es el tiempo? La ruta que trazamos en este trozo de tela con que hemos representado esta dimensión; la vida es un pañuelo. ¿Cuánto de ese clínex VIP significan veinte años? ¿Apenas una esquina? ¿Dos? ¿La línea del doblés que lo cruza para poder guardarlo en el bolsillo? Tal vez un poco menos.

Esa línea, apenas esa línea fue la ruta que tuvo que surcar el más reciente libro publicado de uno de los autores más leídos, famosos e importantes de la literatura mundial: José Saramago.


“El cuaderno de años del Nobel” apareció a finales del año pasado para conmemorar el vigésimo aniversario del otorgamiento del premio de la Academia Sueca al autor más conocido de la lengua portuguesa: el primer Nobel de la literatura lusitana.

El libro durmió largo tiempo en algún resquicio del disco duro de la computadora del autor. Según cuenta en el prólogo, Pilar del Rio, viuda y principal traductora de Saramago, el archivo apareció durante largo tiempo en la lista de pendientes que constantemente atormentaban a José mirando como su tiempo era consumido por la celebridad literaria. En alguna muda cibernética, alguno de los asistentes fue compasivo y retiró el archivo a un sitio donde dejara de ser una presión, en un cajón que sin saberlo tenia la etiqueta de “olvido”. Atendiendo los preponderantes, nuevos proyectos y al fin la muerte, el diario del año 1998 quedo sepultado en el ostracismo. Hasta años recientes, Eduardo Lourenco, lo encontró entre los archivos, lo estudió y llego a la conclusión de que se trataba del cuaderno que correspondía al año determinante para Saramago. Lourenco opina que no encontró nada, que solamente fue testigo de cómo el libro se manifestaba por sí solo.

Este cuaderno, formaba parte originalmente de una serie de diarios que Saramago comenzó a trabajar en la década de los noventas con la idea de mantenerse escribiendo entre cada proyecto novelístico; se trataba del sexto cuaderno Los primeros (escritos entre 1993 y 1995) están compilados en “Cuadernos de Lanzarote” el cual tuvo un segundo volumen.

Nadie sabía que 1998 sería el hito en la vida del autor, ni siquiera él, por lo que el año comenzó nuevamente con el ejercicio del diario. En sus páginas podemos encontrar la vitalidad con que Saramago enfrentaba el ejercicio literario, sus observaciones puntillosas sobre la realidad que azotaba el mundo (por ejemplo, el movimiento Zapatista en México), además de dos aspectos sobre la literatura: el primero, sus reflexiones sobre lo que leía, y segundo algunas confesiones sobre su propio proceso de escritura. En este último e intimo nivel nos acompaña un Saramago sereno y sorprendido con las opiniones de sus lectores (los cuales ya se contaban como multitud aun antes del anuncio del premio), confesándonos por ejemplo que más que novelista, el autor se consideraba ensayista. Y es que, si se mira bien, cada libro habla de uno o varios temas (según cada lector, recordemos que nadie lee el mismo libro): “El viaje del elefante” es un ensayo sobre la inutilidad de los objetos que nos obsequian, “El evangelio…” sobre la culpa, “Las intermitencias de la muerte” sobre la finitud de nuestra vida y su valor, etc.

“El cuaderno…” es un disfrute absoluto para los saramagianos, pues tienen una característica que los hace autentico: esta inacabado. En algunos días, sobre todo en aquellos que se sucedieron ese año después del anuncio del premio, aparecen sólo con notas: nombres, lugares, el deseo de recordar un suceso, alguna noticia de un diario, etc. Seguramente el autor pensaba que, al momento de trabajar en la edición final, se dedicaría a complementar esas notas y “terminar” el libro. Sin embargo, en ningún momento perdemos la oportunidad de disfrutar a un Saramago que miraba, en ese momento, el río de su literatura, sonora e inmarcesible, desde una orilla, sin sospechar que, hacia principios de octubre, cuando el sino del Nobel lo tocó, estaría mirando al mismo tiempo desde la otra.

¿Por qué tardo veinte años en parecer este diario? La única respuesta posible es que, hasta ahora fue su momento. O como el propio autor lo explica, hasta ahora, era su “ahora”: “El tiempo tiene razones que los relojes desconocen, para el tiempo no existen el antes ni el después, para el tiempo sólo existe el ahora.”