viernes, 25 de enero de 2019

La fiesta de la impertinencia


La herida estaba abierta y supuraba. A borbollones (que palabra más hermosa, que bien que la utilices), el pus líquido, inflamable y pestilente formaba una fuente, alta y ostentosa de muerte. Nosotros, minúsculos, pusilánimes y codiciosos, como enjambre enloquecido nos arremolinamos embelesados por los gases tóxicos, alucinógenos. La fiesta de la impertinencia.

Foto: Beto Allec

Eufóricos, marchamos al patíbulo que la noche escondía. Entre los dedos se escurría el tesoro codiciado, la oportunidad de unos pesos fáciles, la adrenalina de saber que hacemos algo prohibido, peligroso. El orgullo mientras las cubetas y las garrafas se llenaban torpemente bajo el chorro ingobernable del destino. El mareo se convirtió en alegría, una nube suave se posó sobre nuestro instinto de supervivencia, adormeciéndolo.

El azar, oportuno, nos dejó un registro videográfico del inicio del infierno. La cámara (el móvil, querrás decir), avanza atolondrado entre los autos. ¿Alguien pudo adivinar el pandemónium? ¿Qué de extraño tuvo ese instante para voltear la mirada? De pronto, lo que pronto sucedía. A lo lejos, donde minutos antes la luz de la tarde permitía precisar el horizonte inmediato, una pequeña luz comenzó a levantarse, fúrica, intolerante. En un segundo se volvió una bola de fuego que aspiraba al infinito. Las volutas enardecidas crecieron como la espuma, una espuma roja, incandescente. Tras el rugido del fuego, los gritos. A los lejos se adivinaron pequeñas antorchas que se movían a ras de suelo. Éramos nosotros, envueltos en llamas, corriendo, tratando de escapar del destino urdido por nuestras propias manos.

Tras el primer rugido de la bestia de fuego, nuestros gritos. Los lamentos y la desesperación de sentir la carne ajada por el fuego. La respiración llena de miedo, la bocanada de aire limpio que no llega. Nuestras ropas se iban consumiente mientras nuestros pasos libraban el sinuoso alfalfar. Gritos y más gritos. Llanto. Lamentos por doquier. Mujeres, hombres y niños consumiéndose por la codicia y la ignorancia. Eso somos, la consumación de lo que anhelamos. “¡Ruédate, ruédate!” La tierra y el polvo del que renegamos podía ser nuestro alivio. La tierra que nuestros padres nos enseñaron a cultivar podía apagarnos. “¡No! ¡Échame agua! Me voy a morir, échame agua.” Las lumbreras se alejaban del huracán de fuego, presurosas caían y, con suerte, las envolvía una leve humareda, el escalofrió que provoca el olor a carne quemada. Carne viva, quemada. Latidos desbocados, que se acallan.

La cámara del móvil, estoica. Los ojos que son los primeros en posarse en esa pantalla no dan crédito a lo que miran. Se vuelven un recuerdo que se repetirá una y otra vez hasta el cansancio, hasta que todos en el mundo se vuelvan testigos de lo ocurrido. Se volverán las imágenes que nos persigan durante los próximos días, recordándonos la insipiencia de nuestra valentía. La noche se ha vuelto dantesca. La fiesta ha terminado. La celebración se ha apagado cuando la realidad se ha encendido. Las risas vueltas llanto, mucho peor, vueltas silencio.

Los cuerpos crujen, la vida se escapa, también a borbotones. Aquellos que se quedaron a pacer en el corazón del infierno se volverán humo. De algunos quedará un trozo, varios trozos, como piezas que no encajan en la memoria de lo que fuimos. Ennegrecidos retazos, carbón que antes fue diamante de anhelos. Leños de una fogata que los llevó al rojo vivo, al rojo muerto. Fogata que los arrebató de los afectos y del destino de los que miramos, desde lejos, la hoguera donde nos fragmentamos.

Ya nunca seremos los mismos. Seremos muchos aun siendo nosotros. Creyendo ser nosotros, seremos los que se consumieron, los que arrastraron su ardor por la tierra barbechada, los que deambulan buscando un indicio que de vuelco a lo inexorable, a lo que ya no ocurrirá. Seremos lo que nos dejó el fuego.

Foto: Beto Allec

viernes, 18 de enero de 2019

Elogio ciento cincuenta


Llegó a vivir aquí de manera fortuita. Una decisión casi visceral. Su familia había venido a pasar un día del fin de semana en los Prismas basálticos. Al volver a su ciudad pararon a comer algo en el centro. Se enamoraron de inmediato del ambiente provinciano del Reloj y su plaza. A la semana siguiente volvieron, compraron el periódico y rentaron una casa. La mudanza se realizaría al siguiente fin de semana. Así lo hicieron. En cuestión de dos semanas la vida cambió de residencia.

Al llegar se sentía de vacaciones. Como si fuera a pasar aquí solo un par de semanas, tal vez dos meses, pero con la sentencia impertérrita de volver a la gran ciudad a continuar con la vida. El primer día libre después de la ardua labor de desempacar se vistió con bermudas, una playera ligera, un par de tenis y salió a conocer la ciudad. Una ciudad se conoce solamente caminándola, le había dicho su padre. Fue desde la colonia Doctores hasta la calle de Abasolo, donde se ubicaba la oficina principal de la universidad. En el trayecto que le tomó unos 40 minutos encontró calles y rincones nuevos, intocados por su memoria y listos para ser inaugurados con futuras nostalgias. Miro a la gente. Se cruzó con mujeres que llamaron su atención. Miro el cielo azul que le había sido siempre escatimado por la nata contaminante que cubría la ciudad donde nació. Los jardines, las fuentes. Los nombres desconocidos de las calles, la traza de plato roto con alevosía. El sol que quema después de un rato y la sombra que con argucia le llevaba a titiritar. Su sensación de beneplácito se acentuó, pasaría una buena temporada de gozo en aquella ciudad de abril engañosamente primaveral.

El calculo de la estancia se fue alargando. Las semanas se acumularon en meses y los meses en un par de años. Las personas que aparecían se fueron volviendo amigos y los ratos de ocio comenzaron a transformarse en verdadera alegría. Las clases de ingles en la ciudad universitaria, las de italiano y francés. Las compañeras que bailaban folklor con Álvaro Serrano. El teatro en el medio de la plaza con el nombre de Juárez. La calle de Guerrero para tomar un helado. Los barrios altos, las minas deslucidas de su otrora gloria. La ciudad que cabía en diez o quince minutos de viaje. Los taxis colectivos. La gente fría, parca, ocultando un corazón amable. La sorpresa que mostraban al saber que era “chilango”. Las ganas que le aparecieron de pronto por dejar de extrañar la capital. Los viernes y sábados bebiendo cerveza mientras se paseaba por la ciudad, una y otra y otra vez. La barbacoa como elixir a la resaca en El Atorón. Las fiestas que terminaban en risas. Las ganas al día siguiente de hacer algo mucho más tranquilo. El único cine al que podía irse a ver películas “jolibudences”. El tesoro encontrado en el cineclub del Romo de Vivar. Las obras de teatro. El piano del café Reencuentro y el Vienes que allí servían. Otra mujer que lo atraía. Caminar a su casa cruzando el Rio de las Avenidas y las canchas de basquetbol a un costado de lecho. Poder caminar entrada la noche sin el temor al asalto. Dejar abajo las ventanillas del coche y encontrarlo en el mismo sitio después de hacer el súper. 

Ir a la universidad. Trabajar. La oportunidad de reportear conociendo todo el estado. La carretera interminable a Huejutla. Las enchiladas con cencina, el pan con café por las mañanas. El sudor a toda hora. El mareo de ir más allá donde los nombres de los pueblos están por aprender. La gente de la provincia de la provincia, amable y hospitalaria siempre.

El valle desértico, las artesanías de concha de abulón. El geiser, el pueblo con aire revolucionario del oeste. Los llanos. El pulque. Los amigos, más amigos. Matrimonio. Hijos. Una entre todas las mujeres. La trova. EL jazz. La literatura. Sentirse de vacaciones por veintisiete años.

Marcial le había dicho que uno es de donde están sus vivos, pero también de donde están sus muertos. En esta tierra ya tiene varios. Aquí ha de quedarse.

Paso cebra
Feliz cumpleaños 150 al estado de Hidalgo.

viernes, 11 de enero de 2019

Murakami, la insinuación y la metáfora


Hace ya muchos años (suficientes para negarme a precisarlos), uno de mis más queridos amigos, el armoniquista de blues Lalo Méndez, disertaba, mientras revelábamos las fotografías para “Jazzentiste”, disco a dueto entre Juan José Calatayud y Verónica Ituarte, sobre lo que es novedoso y la posibilidad de la novedad: “Si no hay nada nuevo bajo el sol… (entornaba los ojos a lontananza), entonces, ¡todo! es nuevo bajo el sol.” Coincidíamos que todo había sido dicho por el arte: las más íntimas y primitivas inquietudes del ser humano, abordadas innumerables veces por la pintura, la música, la literatura, etc. ¿Hay algo que nos quede por decir? Sí. Nos queda por expresar nuestra forma, nuestro punto de vista, nuestra manera de estremecernos con lo que ha hecho estremecer a todos los hombres y mujeres sobre la tierra; polimorfología que da rostro y esencia al arte.


Haruki Murakami parece partir de la premisa que Lalo y yo discutíamos en su más reciente libro “La muerte del comendador / libro 1”. Poseedor de un particular y ya probado estilo, eficiente para narrar y efectivo para atrapar, no trata de ocultarlo (mucho menos de transformarlo en pos de agradar a aquellos detractores que dicen que se repite en cada libro), por el contrario, lo asume y vuelve a urdirlo con habilidad en una nueva historia que aborda sus temas tradicionales: la memoria (que por definición incluye al olvido), la pérdida, la soledad, la duda y la esperanza. Incluso, el propio autor deja rastro de esta apuesta en la voz de su protagonista cuando éste dice: “Lo importante no es crear algo desde la nada, sino, más bien, encontrar algo distinto entre lo que ya existe”.

La historia parte de lugares ya visitados por la literatura de Murakami: arranca cuando el personaje principal sufre una pérdida afectiva que saja su vida. En este caso, el protagonista, un retratista connotado que como el autor es efectivo y eficiente en el proceso de llevar el rostro de sus clientes al lienzo, se separa de su esposa cuando está le confiesa una infidelidad y le pide el divorcio. Después de peregrinar por unos meses se muda a vivir la montaña, habitando una casa que antes fue hogar de un pintor tradicional japonés famoso. Siendo él mismo un retratista reconocido cae en la tentación de afrontar un último trabajo: el retrato de un personaje misterioso y cautivador que resulta ser su vecino. A partir de ahí el autor logra magistralmente sostener una tensión durante todo el libro, el cual, cuando parece que va a estallar y resolverse, se metamorfosea para mantener al pez en el anzuelo, es decir, al lector en la lectura.

En la casa, el famoso pintor dejó escondido un último cuadro, que muestra, en el más puro estilo nipón, la muerte del comendador. En esa imagen se esconde un secreto, y a la vez, se cifra un recuerdo que engarza el destino de todos quienes se acercan a él. El cuadro es el reflejo de la novela misma: “La esencia del cuadro es la insinuación y la metáfora”.

Como todos los libros de Murakami, esta historia tiene también una banda sonora (detesto decir soundtrack aunque suene más rimbombante) de música clásica y que ambienta la trama so pretexto de la amplia colección de acetatos del famoso pintor. Sin embargo, la historia está salpicada con algo de jazz: Thelonious Monk y el Modern Jazz Quartet, y hasta un poco de Sheryl Crow.

En estas páginas Murakami se insinúa con aplomo y convierte a la pintura, particularmente el arte del retrato, en metáfora de la vida, que es al fin de cuentas, la materia prima con que éste eterno candidato al Nobel, trabaja.

“La muerte del comendador /libro 1” es un buen pretexto para entrar en el universo murakaniano si aún no se le conoce, y por supuesto, una extraordinaria nueva experiencia para sus seguidores.

Paso cebra
El 15 de enero aparecerá en España la traducción al castellano de la continuación de esta historia, es decir, el Libro 2. Esperemos que no tarde en llegar a los escaparates librescos mexicanos pues, he de confesar, ya se me queman las habas.

viernes, 4 de enero de 2019

Salinger entre el centeno


Ilustración: May J.

Este año empezó con un centenario. El de uno de los autores norteamericanos más importantes en la historia de la literatura universal (¿Por qué decimos universal, conocemos la literatura marciana o venusina? ¿Si una raza alienígena apareciera nos detendríamos, en medio de la invasión extraterrestre a la que tanto a temido la ciencia ficción, a preguntarles si crean literatura? ¿Entre sus pertrechos de conquistadores intergalácticos, traerían un libro? ¿Podríamos intercambiárselos por los nuestros como signo de paz?) Corrijo, en la literatura mundial. Me refiero a J.D. Salinger.

Cuando recordé que el primero de enero de 2019 se cumplirían cien años del nacimiento de este autor pensé en escribir algo sobre él y su legado literario. Al paso de los últimos días del 2018 las dudas me asaltaron; estaba leyendo un par de novelas, aprovechando las vacaciones y el encierro familiar, de las que se me antojaba hablar con prontitud. Sin embargo, una pifia tuitera como perla negra encontrada la mañana del 1 de enero, me convenció. El tuit en cuestión proclamaba el centenario del escritor norteamericano “Jerome David”, autor de la novela “El guardián entre el centeno”. Me sorprendió la falta de cuidado y el nivel de analfabetismo literario del redactor en cuestión. Me imagino el flujo de pensamiento (no sin cierta malicia, claro): “Vamos a buscar las efemérides de hoy… Mmmhhh… ¡Esta! ¡Un escritor! ¡Y famoso! Eso nos hace ver cultos… Mmmhhh… Copio… Pego… Mmmhhh… Le quito el apellido materno para ahorrar caracteres… ¡Listo!” Pero ni Salinger era el apellido materno, ni el simple nombre de Jerome David es el referente del autor. Ese tropiezo, me hizo evidente la necesidad de revisitar a Salinger y su obra detonadora.

Jerome David Salinger nació el 1 de enero de 1919. No en el campo como se creía al adentrarse en su obra, por el contrario, vio la luz primer en Manhattan, Nueva York; la urbe, la más cosmopolita de todas las urbes del mundo. Comenzó a publicar en 1940, en una revista de relatos y dramaturgia, textos que había escrito en una breve estancia en Europa, continente al que volvería como parte de las tropas que participaron en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, fue un héroe de guerra, participó en la mítica y sangrienta batalla de Normandía; la dantesca puerta que los aliados usaron para entrar por el frente occidental a la Europa ocupada por los Nazis. En esa época de combatiente que Salinger comienza a escribir “El guardián entre el centeno”, novela que se publicaría en 1951, causando una verdadera conmoción en el ámbito literario de la mitad del siglo XX.

“El guardián entre el centeno” es una verdadera epifanía; en ella se oye la voz de un adolescente (Holden Caulfield, un Huck Finn moderno) enfrentado contra el hipócrita mundo de los adultos, cargada con grandes dosis de ironía, que reflejaba el despertar inevitable que ya estaba aconteciendo en la sociedad norteamericana. Salinger hizo de su primera novela un espejo, donde los norteamericanos se miraron y a partir de esa imagen se transformaron. Es, a mi gusto, la chispa que detonó toda la pólvora humedecida en los corazones de la generación llamada “Baby Boom” y que traería, como consecuencia postrera, todos los cambios ocurridos en el mundo, particularmente en los años 60.

Lo que Walt Whitman labró en el inconsciente poético norteamericano, J.D. Salinger lo hizo en el cociente narrativo. Echó toda la carne al asador en esa opera prima, la cual por supuesto, marcaría el resto de su obra que, aunque no desmerece en absoluto, siempre se ha visto injustamente supeditada; destacan sus primeros cuentos publicados en The New Yorker a finales de los 40. Su narrativa, tersa y realista, sembró una semilla de incisivo análisis, encarnando la conciencia colectiva de la época y marcando, además, los rumbos que tomarían las generaciones literarias subsecuentes. Vale la pena aprovechar el centenario y leerle, para que nunca otra vez omitamos su apellido al mencionarlo.

Paso cebra
Aún estoy a tiempo para desearle a los lectores un extraordinario Año Nuevo, deseándoles parabienes absolutos en este mundo de relativos. Un abrazo. Hasta la próxima semana.