viernes, 26 de enero de 2024

El resplandecer de lo humano según Jon Fosse

Mi recuerdo más lejano es despertar en medio de la oscuridad, la sala de la casa de mis padres, con el televisor encendido, refulgente combatiendo con la oscuridad. Mi madre no estaba, había salido a comprar leche apostando porque el crío no despertaría, pero la larva obscena que era yo a los dos o tres años decidió aparecer en aquella tarde casi noche con un llanto de desolación. Sin embargo, no recuerdo haber sentido miedo, sino más bien algó más parecido a la soledad, una que no era del todo desagradable. Casi enseguida mi madre giró la llave e iluminó la estancia sin encender el interruptor. Mi recuerdo termina ahí, pero prevalece en mi memoria la luz de la pantalla de bulbos iluminando espasmódicamente los rincones de la casa que la oscuridad le cedía. Ante mí, sin entenderlo hasta muchos, muchos, años después, se presentó en aquella escena la dualidad del espíritu humano, el debate perpetuo, la predilección o resistencia que tenemos ante la luz, ante la oscuridad.

De esa recóndita esencia del espíritu humano trata “Blancura” la nueva novela del escritor noruego Jon Fosse (N. en 1959), galardonado con el Nobel de Literatura en 2023. Precisamente este libro apareció el año pasado en Noruega y por una suerte de cálculo editorial la tenemos desde diciembre pasado en español.


La historia inicia cuando un hombre maneja su auto sin un rumbo fijo, sin un destino aparente. El conductor gira a la derecha en esta calle a condición de que en la siguiente lo hará a la izquierda, en una concatenación mecánica que lo lleva a adentrarse en un camino boscoso que está cerrado por la nieve. Ahí, en ese destino al que su aparente indecisión le ha llevado tiene que tomar una serie de acciones para poder salir de ahí y para, aún sin saberlo, salvar la vida.

Nuestro protagonista, como un Robinson Crusoe condenado a naufragar en el bosque que se yergue ante él, va debatiéndose en decisiones que por más ilógicas que parezcan van trazando la ruta de sucesos que lo llevaran a adentrarse en la penumbra del bosque que lo reclama como propio. Mientras la tarde avanza y se transforma en noche, entre los árboles, ante el hombre perdido se aparece una luz, un ente mejor dicho, brillante, más blanca que la nieve, “resplandeciente en su blancura” que le provocará sensaciones que el autor utiliza como combustible para hablar del miedo, la memoria, los lazos familiares, el alma, la trascendencia, pero sobre todo de la esperanza.

Aunque breve (menos de noventa páginas) la novela es profundamente reflexiva en situaciones que podría parecer anodinas, pero que están cargadas de significados. Página tras páginas la atmósfera se va volviendo cada vez más intrigante y llega un momento que el lector cae en el mismo hipnotismo que envuelve al protagonista. 

La Academia Sueca dijo al anunciar el premio que «La obra de Fosse es un enigma que da vida y esperanza a quien la lee. Ilumina el alma humana como sólo lo hacen los elegidos». Fosse publicó su primer libro en 1983 y a lo largo de una prolífica carrera ha sido comparado con Beckett e Ibsen, dos de los autores europeos que mejor exploraron la condición humana en el siglo XX; Fosse ha llevando la auscultación de la soledad y la desesperanza del hombre moderno a linderos que trastocan las fibras primigenias de nuestra humanidad.

Hacía el final de la novela, el protagonista reflexiona “Todo lo que se percibe, pues, de alguna manera tiene que ser real, sí, de alguna manera tiene que entenderse”. La verdadera cuestión es ¿cómo nos percibimos los seres humanos en este siglo que se desboca hacía su primer cuarto?, ¿sí lo descubrimos, o si ya lo sabemos, podremos entenderlo?

Paso cebra
Otra obra del nuevo Nobel Noruego que se puede encontrar ya en español es su novela más famosa, “Melancolía”, y este año aparecerán “Ales junto a la hoguera” y “Escenas de una infancia”; para quien le interese leer a este autor. Hasta la próxima semana.

viernes, 19 de enero de 2024

El día que José Agustín se equivocó de dedicatoria

Murió José Agustín. Él mismo ya lo había vaticinado en un lacónico mensaje transmitido por sus hijos a la opinión pública a principios de enero. Huelga decir lo que seguramente, estimado lector, ha visto repetidamente en los últimos dos días; principal exponente de la literatura de la onda, prolífico creador, de trato afable y el contertulio que todos quisiéramos tener para charlar de literatura, rock y mil cosas más. 

Lo cierto es que José Agustín nos mostró, casi a todas las generaciones que le precedieron, que la literatura podría ser desenfadada e hilarante; que en ella los jóvenes podíamos escuchar nuestra habla coloquial y nuestras “palabrotas”, que con los libros podíamos dialogar sobes nuestras pasiones adolescentes y que el rock era la banda sonora perfecta para las historias que nos contaba como si fuera nuestro cuate y acabara de darle un trago a la caguama que compartíamos en un corro. Pero más allá de eso, a cada uno de sus lectores nos dejó una marca particular, estableciendo una experiencia autor-lector personal, indeleble y duradera. La mía con él, trascendió la literatura.

Durante dos mil tres y dos mil cuatro, el otrora Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo, programó una sería de presentaciones, lecturas y conferencias con destacados escritores, sobre todo mexicanos. Fue así que, por ejemplo, Xavier Velasco pisó suelo pachuqueño con la gira de promoción de su novela ganadora del Alfaguara, “Diablo guardián”; entre muchos otros atores que ahora no viene al caso mencionar. A todas aquellas actividades tuve la oportunidad de asistir como reportero del canal local con el fin de entrevistar a cada uno de los protagonistas. Sobra decir que para mí aquello fue un gozo, en particular, el día que le tocó a José Agustín.

La charla se desarrolló con todo protocolo. El público abarrotó la sala (el Teatro Guillermo Romo de Vivar, para ser exactos) dada la trascendencia del invitado, el cual salió a escena sentado tras una mesa con paño rojo y un micrófono a través del cual nos hizo llegar su opinión sobre la literatura, su pasión por la música, (clásica además de jazz y rock), algunos detonantes de sus libros y destellos de su proceso creativo. Las carcajadas que nos provocó durante un poco más de una hora lograron que todos los presentes saliéramos de la sala con notoria algarabía. 

Como solía ocurrir, el invitado se adentraba en las bambalinas del teatro para salir por una puerta lateral a la galería adjunta, donde firmaba libros y se tomaba fotos con los lectores ahí arremolinados. En ese lapso, yo debía encontrar un rincón bien iluminado para atajar el paso del escritor en turno y darle tiempo a mi camarógrafo para que registrara una serie de preguntas que duraban no más de trece minutos; al terminar, la noche discurría entre risas, flashes y dedicatorias a puño y letra. 

Sin embargo, con José Agustín, esos trece minutos de interrogatorio periodístico no fueron suficientes. Como si no acabara de mostrarnos un extenso catálogo de anécdotas durante su “plática”, fue descosiéndose frente a mi micrófono con otras más, igual de cautivantes y divertidas, lo que provocó que pasado un rato más, los organizadores me hicieran señas para que ya “dejara de molestar al Maestro” y le permitiera firmar los libros de aquellos que ya formaban una larga fila que salía del recinto y que comenzaba al pie de una mesita, ahora de paño azul y sin micrófono, para que estampara “la poderosa”.

La entrevista se terminó abruptamente, pero la charla entre José Agustín y yo, no. Siguió dirigiéndose a mí en una charla de amigos a la que sólo le faltaban un par de cervezas para ser rubricada. Lo acompañé los cuatro o cinco pasos que nos separaban de la mesa de firmas y al ver que yo también cargaba bajo el brazo el ejemplar de una de sus novelas me dijo “Trae pa´cá, que te lo firmo de una vez”.

Se trataba de “Inventando que sueño”, una de sus novelas más experimentales y mejor logradas, cuya lectura disfruté enormemente en mis años preparatorianos. Mientras sacaba del bolsillo de su camisa un bolígrafo, me di cuenta de que el primero de la fila de asiduos lectores (detesto la palabra “admiradores”) era mi amigo Agustín Arteaga (ahora conocido como Whisky Arteaga en las redes sociales), un joven lector efervescente a quien había conocido no hacía mucho y que era hijo de una querida compañera de trabajo durante mi breve paso laboral por las oficinas culturales. La efusividad de nuestro saludo provocó que José Agustín incluyera con naturalidad en nuestra charla a su “medio tocayo”. 

Durante algunos minutos más, mientras José Agustín, sostenía abierta la portada de mi ejemplar sin aún escribir nada, seguimos hablando y riéndonos, ahora los tres. En algún momento, al darme cuenta de que la impaciencia del rededor aumentaba, hice un gesto para que al fin este escritor, que resulto ser un “cuate a todo dar”, pudiera dedicarme su novela. Así lo hizo, después de poner mi nombre, con una abigarrada y apretada caligrafía. 

Pero la charla no menguaba, cerró el libro y me lo entregó sin apenas darse cuenta mientras seguía hablando y riendo. De igual manera, como quien mira de lejos un suceso, recibió los dos o tres ejemplares que Whisky le extendió. Los puso sobre la mesa, tomo el primero de ellos, abatió la portada y mientras que nos miraba, seguía hablando y riéndose, miraba la página destinada para la dedicatoria, nos miraba de nuevo, reía, no paraba de hablar, hasta que de pronto hizo una pausa y se inclinó sobre la siguiente dedicatoria. Whisky lo sacó de su marasmo, con una expresión que parecía un balde de agua fría. “No soy Abraham. Me llamo Agustín”. El “Jefe de La onda” nos miró con escepticismo, releyó lo que había escrito y mientras un “Ay güey, me equivoqué” salía de su boca, garabateaba sobre la página uno el nombre equivocado. 

Aprovechando el pequeño alboroto que provocó la pifia, aproveché para despedirme de él- José Agustín, tras completar la dedicatoria tachoneada, se levantó para corresponder el abrazo que le di como despedida, pero también como agradecimiento, tanto por lo ocurrido en aquella tarde-noche, como por lo que hizo conmigo como lector. Ahora, cuando miro la página tres de mi ejemplar de “Inventando que sueño”, pienso que Whisky tiene un ejemplar similar, con una enmendadura de la mismísima pluma de José Agustín.



viernes, 12 de enero de 2024

Las entrañas del Boom en un epistolario


Si algo nos ha arrebatado la inmediatez digital es el espíritu epistolar. No, estimado lector. No es lo mismo escribir correos electrónicos o mensajes de whatsapp, menos aún publicaciones de facebook, instagram o twitter, por más bien escritos y elocuentes que resulten. Nada de estos nuevos atajos por las rutas del internet pueden compararse con la costumbre de escribir una carta hecha y derecha, ya fuera de puño y letra o mecanografiada (impresa pues, después de teclearla en una Olivetti Lettera o ya en todo caso en la laptop), firmarla, meterla en un sobre, escribir al frente los datos del destinatario, en una esquina o el anverso los del remitente, llevarla a la oficina postal, comprar y posteriormente pegar los timbres después de lamerlos por la cara de pegatina para finalmente arrojarla por la rendija del buzón como una botella al mar. Ahí empiezan, parafraseando a Aronoldo Kraus, “las dosis de enorme emoción, la cual aumentaba mientas se aguardaba la respuesta”. Si lo que dice el mismo Kraus es cierto; “Las cartas o recados en papel acercan; son vehículos irremplazables”; estamos entonces, ante un libro único en la literatura latinoamericana.

“Las cartas del Boom” recoge doscientas siete cartas intercambiadas por los cuatro autores más importantes de este movimiento literario: Julio Cortazar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. La escaramuza epistolar inició en 1955, teniendo sus años más copiosos entre 1962 y 1976, mostrando un decaimiento considerable hasta la última carta registrada en 2012.

¿Por qué elegir sólo estos cuatro autores sin contar a otros que, con igual talento, ejercieron sus quehaceres literarios con intensidad en esos mismos años? Los criterios, muy lógicos fueron cuatro, comentan los editores en las primeras páginas; que hayan escrito novelas “totalizantes”,  que forjaron una amistad sólida, yo diría aglutinante, entre los cuatro, que compartían una vocación política y por último, que sus obras tuvieron una difusión importante y un impacto social y artístico innegable. Además nadie puede poner en tela de juicio la importancia que este póker de literatos ha tenido en el ideario literario no sólo de los países de habla castellana, sino del mundo en general.

A lo largo de esta charla a cuatro bandas, aparecen una larga lista de autores que los convocantes consideraban sus iguales; Alejo Carpentier, Jorge Amado, Pablo Neruda, Juan Goytisolo, Octavio Paz y José Emilio Pacheco, por mencionar sólo media docena; dejando prueba fehaciente de que formaban parte de una gran máquina imaginativa que estaba cambiando la manera de contar, a través de los libros, la realidad que se acontecía en Hispanoamérica.

En este intercambio de ideas, trazadas sobre el tiempo como estelas que conservan su dirección y su forma, podemos apreciar varios aspectos de las personalidades de los cuatro autores. Por principio, queda clara la estima que se tuvieron, la cual, inició en todos los casos con una admiración sincera y un deseo de diálogo que sólo se forma cuando uno ha encontrado a una “alma gemela” (perdone usted la cursilería), prefiero llamarlo “un intelecto reflejo”. Después los “vasos comunicantes” en sus influencias literarias, compartiendo no solo sus deslumbramientos como lectores sino incluso sus fobias. Me resulta muy divertido la manera campechana que tenían Fuentes y García Márquez en las cartas que se dirigían entre ellos, cambiando el tono a cierta solemnidad cuando el colombiano comenzó a escribirle a Vargas Llosa o cuando Carlos se distendía casi hasta el ensayo compartiendo impresiones con Cortazar. Es precisamente Julio, quien fiel a su costumbre de escriba descomunal, se escurre lentamente como la espuma del mar sobre la playa, cuando expone sus ideas ante la manera en que la obra de sus compinches le impresiona.

Conocer el andamiaje de las personalidades mostradas en estas cartas por sus autores, completa no sólo la visión que se tiene de cada uno de ellos, sino que permite al lector más avezado de sus libros, mirar desde un punto de vista panóptico su legado literario; para el lector apneas entrenado en las novelas de cualquiera de los cuatro, es una oportunidad de adentrarse en el universo personal de las mentes que construyeron la novela latinoamericana en el siglo XX. Un libro que se disfruta como una inmersión en la forja de novelas como Cien Años de Soledad de García Márquez, La Ciudad y los Perros de Vargas Llosa, Rayuela de Cortazar o Terra Nostra de fuentes, por mencionar sólo algunas.

No está de más subrayar el arduo trabajo de quienes dieron forma a este libro: Carlos Aguirre, Gerald Martín, Javier Murguía y Augusto Wong Campos, quienes se apoyaron fundamentalmente en los Archivos de Carlos Fuentes (que guardó todas las cartas que recibió y copia de las que envío) y Mario Vargas Llosa (él sólo guardó las que recibió). Ambos escritores tuvieron desde muy temprano la idea de que estaban construyendo un mapa íntimo sobre lo que pasaba en las entrañas del Boom y que en su momento sería descubierto como una guía muy personal de sus avatares más recónditos. Ese momento es ahora.

“Las cartas del Boom” es uno de los mejores libros publicados el año pasado y desde ya un referente para aquellos que admiren a la cuarteta completa (o como “solistas literarios”), ya sea como llanos lectores o como investigadores de este movimiento, cultural y social, de la novela en América Latina.

Paso cebra

El gran José Agustín se ha despedido. Hasta la redacción de estas líneas su salud se reporta delicada. En días pasados escribió en un papel “Con esto ya mi trabajo aquí se va terminando”. Luego, pidió la presencia de un sacerdote amigo de la familia. Sus lectores fervientes, tenemos el corazón acongojado.

viernes, 5 de enero de 2024

Los libros que celebraremos en 2024

Cada año que inicia es una buena oportunidad para la celebración, no sólo de la propia existencia y el tiempo que frente a nosotros se extiende como un puente colgante sumido en la bruma que envuelve la otra ladera de la montaña que es la vida, sino también la memoria que ciclicamente vuelve a nosotros en forma de aniversarios.

Para este recien estrenado dos mil veinticuatro, los aniversarios de indole cultural y especificamente de orden bibliófilo resultan por demás interesantes. Empecemos por los libros que cumplen cien años de haberse publicado: 

La montaña mágica (Der Zauberberg) novela del alemán Tomas Mann, considerada su obra fundamental y una de las cumbres de la literatura universal. Narra la visita de Hans Castorp a un sanatorio de los Alpes a visitar a un familiar. Ahí, poco a poco y gracias a la grandilocuencia del lugar, Hans ira adentrandose en el paisaje hasta formar parte del sitio, lo que le permitirá hacer una disertación profunda sobre la condición humana. 

El Manifiesto del surrealismo (Manifeste du surréalisme) fue publicado orginalmente como una especie de prólogo al libro Poisson Soluble del propio Andre Breton en la revista Surréalisme, a inicios de octubre de 1924, sin embargo un par de semanas después, ambos textos aparecieron por separado dando pie al canón de uno de los movimientos artísticos más importantes del siglo XX.

En américa celebraremos el centanario de dos libros, el primero de ellos es La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, considerada su obra maestra y una joya de la literatura regional del siglo pasado. Narra la travesía que emprenden Arturo Cova y Alicia; él, un boehmio que la ha convencido a ella de huir juntos al interior de la selva para evitar que Alicia se hundiera en el matimonio mal avenido con un terrateniente que los persigue. Dentro de la amazonía, la historia de la pareja es un pretexto para denunciar la violencia y la explotación que prevalecía al interior de la selva so pretexto de la fiebre del caucho ocurrida entre finales del siglo XIX y principios del XX. Esta novela, inicia con una de las frases más poderosas de la literatura escrita en español: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.”

El segundo, es tal vez el poemario más famoso y leido de la lengua castellana, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, libro que Pablo Neruda publicó con tan solo diesinueve años y que marcó las líndes por las cuales navegaría su poesía, contundente y profunda; el erotismo, la libertad, la pasión y el desamparo. Un libro que contiene todo lo “moderno” que un poeta podía ser en ese momento convinandolo con una inocencia que de ya cultivaba en su interior la grandeza literaria de su autor.

Este año también se celebrarán los setenta y cinco años de la publicación de El Aleph de Jorge Luis Borgues y 1984 de George Orwell. El primero es la colección de cuentos más importante del autor argentino y del cual se conserva su manuscrito, lo que ha permitido desentrañar el interesante proceso de escritura del autor, la construcción de sus personajes y los “metaversos literarios” (para estar en la actualidad) por donde consideró llevar sus historias. El segundo es la distopia más importante de las escritas en la primera mitad del siglo XX. En ella, el autor británico nacido en la india, explora la presesncia totalitaria del Gran Hermano hasta en la intimidad más recondita de todos los seres humanos, en su momento se “leyó” en ella una crítica al stalinismo, resultando a la postre una descripción cabal de los regímenes totalitarios que proliferarían por el orbe en la segunda mitad del siglo.

Y por último, celebraremos medio siglo de la aparición de Carrie, la primera novela publicada por Stephen King. Narra la escalofriante historia de una joven atormentada que en plena adolescencia va transformandose en un ser de poderes paranormales con el único fin de vengarse de aquellos que le han dañado, sembrando el terror por toda la ciudad mientras lo hace. La atmosfera que el autor logra a lo largo del libro era apenas un atisbo de la maestría con que dominaría el género.

Durante el 2024 el mundo también estará celebrando los sesenta años de Mafalda, pero de eso hablaremos con amplitud en otra oportunidad.

Paso cebra

Aprovecho la reinauguración de este espacio para desear a usted, querido lector, un venturoso y bendecido 2024, compartiendo la ferviente esperanza de que cada día de este nuevo año traerá para usted y lo suyos, sólo lo mejor. Felicitaciones. Hasta la próxima semana. 

https://sintesis.com.mx/hidalgo/2024/01/04/transeunte-solitario-22/