viernes, 25 de diciembre de 2020

Recalentado pandemico 1/2

Hoy amanece Navidad y el mundo entero no recuerda otra igual. Tal vez para los países europeos las navidades vividas durante las dos guerras mundiales se le asemeje; tal vez las vividas en la américa latina asediada en su historia moderna por golpes militares y guerras civiles; las navidades amargas en las zonas de conflicto del medio oriente, etc. Hoy esas sensaciones contrarias a la naturaleza de la fecha son globales; nunca nadie que respire sobre el planeta tiene en la memoria una Navidad transformada en un día angustiante, doloroso y lleno de incertidumbre para la humanidad.

En general el veinte-veinte será un año recordado por todos; ninguno de los que hemos vivido esta pandemia tendremos el lujo de confundirlo con otro año como a veces no sucede tratando de dilucidar cuando fue que conocimos a tal persona o cuando dejamos de trabajar en tal sitio. No. El año de la pandemia está determinado para quedarse grabado en la memoria y en el corazón de todos nosotros.

Para empezar, los muertos. Los miles y miles de muertos que se traducen en frías y lejanas cifras que titilan en las pantallas de los informativos, pero que surgen del dolor de familias que han sido sajadas por el maldito virus. Historias desgarradoras que de apoco se conocen y que con una velocidad escalofriante han empezado a rodearnos. Hace ya semanas, incluso meses, a todos se nos ha muerto un compañero de trabajo, un pariente, un amigo, lo peor, varios. Mujeres y hombres que sin importar su condición física y de salud han sido vencidos por un virus que se aferra al más inverosímil de los lugares para abordar nuestros cuerpos con su vocación de polizón mortal. 

En este año que murió Quino, Max von Sydow, Bill Withers, Oscar Chávez, Pau Donés, Ruiz Zafón, John Le Carré, Arturo Trejo, entre tantos otros, han muerto también queridos amigos cuya partida ha dolido en el alma, sea o no el causante de su partida el virus maldito.

Después, sin minimizarlo, los enfermos. Las personas que han tenido que ser hospitalizadas y que, en casos afortunados, han logrado superar la enfermedad de la Covid-19; estamos rodeados de sobrevivientes, eso alienta. Pero muchos otros siguen luchando atados a un respirador que, cual salubre enredadera, ingresa a su sistema para ayudarles a respirar mientras sus cuerpos luchan a muerte (nunca o través esta expresión puede ser mejor utilizada), a muerte, contra el virus hijoeputa. 

En tercero, la economía. El azote que ha dado la pandemia a la forma habitual en que llevábamos nuestras vidas ha sido brutal. Muchos de nosotros tuvimos el privilegio de quedarnos a trabajar en casa con la posibilidad de seguir devengando un salario, pero muchos, muchos otros, un “muchos” que significa “miles”, “millones” de trabajadores que no corrieron con la misma suerte y que perdieron el sustento para el día a día. Otros que aún con el temor del contagio, el riesgo permanente, han salido, siguen saliendo a la calle a buscar el dinero a, como dice ese dicho mexicano que no me agrada del todo, “perseguir la chuleta”.

No olvidemos que ante este panorama desalentador han surgido actos valerosos, de verdadera resistencia, de solidaridad pura que han permitido que paleemos, en la medida de lo posible, el dolor y las carencias que han quedado como despojos de esta guerra que libramos contra un enemigo invisible y parece, a pesar de la vacuna ansiada, muy poderoso.

La crisis de este año ha sido como ninguna, ha ido de lo sanitario a lo económico, a lo físico, a lo mental, a lo personal, a lo íntimo. Lo peor de todo, es que este año pandémico, aún cuando tienen fecha de caducidad el treinta y uno de diciembre, está lejos de terminar. Un veinte-veinte que, con la calma de un asesino al puro estilo de Hitchcock, va mutando en un veintiuno que a primera vista luce igual de escalofriante. 

Paso cebra

Aprovecho la oportunidad para desearle, estimado amigo lector, lectora, que la Natividad que ya surcamos en este momento sea una oportunidad de reflexión, paz y sobre todo amor, mucho amor. Porque tal vez lo único que pueda salvarnos, sea el amor. Deseo que sigamos encontrando oportunidades para apoyarnos y apoyar a quienes, sin una línea de sangre, nos rodeen y sean merecedores de nuestros afectos. A su salud.


sábado, 5 de diciembre de 2020

Mi pie izquierdo


En un viaje en ferrocarril que compartían, García Márquez le escuchó decir a Carlos Fuentes mientras este se miraba una mañana al espejo: “Coño, lo que me jode a mí de los trenes es lo viejo que amanece uno.” Eso ocurre durante la convalecencia, la cual es un largo y lento tren, que parsimoniosa y maquiavélicamente lo envejece a uno todos los días.

Me miro al espejo después de cruzar heroicamente la distancia entre la cama y el lavabo. No son muchos pasos, pero lograr el equilibrio exacto sobre las muletas resulta ser un malabar excesivo para un neófito como yo. Bueno, habrá que decir que no soy primerizo en el arte de columpiar mi humanidad sobre los pilares de aluminio, pero la última vez que tuve que recurrir ellas ocurrió hace ya casi quine años. En fin, que logro bambolearme torpemente, amortiguando mi trastabille con las paredes y golpeando el quicio de la puerta al entrar al baño.

Le sostengo la mirada a un Yo avejentado en demasía durante la última semana. Un poco más, diez días, los cuales he pasado postrado por un tobillo fracturado y el quinto metatarso partido en tres; todo, en el pie izquierdo. ¿La causa? Un paso en falso al bajar la escalera con prisa; brinqué el último peldaño, el piso me esperaba con malicia. “Mi mal paso”, dicen mis amigos cercanos. Un acting, dice la Flaca mientras me lleva al hospital sorteando con habilidad el ya denso tráfico pachuqueño.

Tras un par de horas entre la sala de espera, el cuarto de radiografías, la consulta, una placa que no muestra con claridad los infames husitos partidos de la extensión de meñique del pie, el regreso a tomar la placa, el médico que me explica con detalle y serenidad lo que ocurre, sus riesgos y peor, lo que va a ocurrir: de seis a ocho, tal vez doce semanas de inmovilidad, dependerá de la alimentación, los cuidados, la paciencia. Vuelvo a casa con el pie inmovilizado hasta la rodilla y la condena escrita a máquina en una receta.

Asiduo cliente a las férulas, yesos y tornillos, tras catorce fracturas no debería molestarme la incomodidad, el esfuerzo extraordinario por tratar de hacer la vida normal con una pierna inútil, el dolor que de pronto aparece con una aguja que se encaja en el hueso al intentar un movimiento excesivo; no debería, pero por momentos se vuelve una monserga. Mire que disfruto estar en casa, trabajando desde la laptop, teniendo a la Flaca a tira de piedra mientras da consulta, comer juntos, leer, escribir, volver a la laptop para atender cosas extraordinarias del trabajo, no tener que asomar las narices a la calle ni por equivoco. Pero saber que hoy no tengo opción, que ir a algún sitio implica más que solo coger la back pack y subirte a la bicicleta. Tal vez el encierro se disfruta cuando se conoce que existe la libertad de salir pero que se elige por vocación el claustro.

Sin embargo, la indicación irreductible de guardar reposo es el lacre a “mi año de pandemia”; muy a mi pesar desde hace un par de meses había tenido ya que salir al laburo, al momento de irme ya ansiaba volver a casa y lo hacía en cuanto podía, organizando el trabajo para poder permanecer algunos días en aislamiento. Ahora, forzado, he regresado al encierro absoluto y, a pesar de las incomodidades, una parte de mi corazón da albricias por ello. Al menos, pasaré el resto del año y las primeras semanas del próximo encerrado (siempre y cuando el bicho maldito claudique significativamente, si no, podrá ser más tiempo), debatiéndome entre escribir desde la cama o emprender el descenso al sillón más cómodo de la sala.

Le debo una disculpa, estimado lector, yo venía sólo a explicar una de las razones por las que, en las semanas anteriores, no había podido escribir esta columna. Aprovecharé el “descanso” para ponerme al corriente y no abandonar de nuevo, paseando los ojos de la pantalla de la computadora a mi fragmentado pie izquierdo que sobresale de la manta que me hecho en las piernas para sosegar el frio… pero no el envejecimiento.