sábado, 19 de junio de 2021

Forastero de sí mismo; López Velarde, a 100 años de su muerte


Ayer, dieciocho de junio, se cumplieron cien años de la muerte de Ramón López Velarde “El padre soltero” de la poesía mexicana, como bien lo llamó Hugo Gutiérrez Vega.

López Velarde nació en Jerez, un poblado en el corazón de Zacatecas, en 1888. Estudió en un seminario lo que determinó y cimentó su fe católica, la cual sería fuente de profundas contradicciones determinando el carácter confesional de su poesía.

De él, el primer poema que se conoce es “A un imposible”, aparecido en 1905, cuando el poeta tenía apenas diecisiete años. En ese momento no lo sabría pero se encontraba en la mitad de su vida. No significa que ese poema hubiera sido escrito en esa edad, es muy probable que fuera escrito antes, sin embargo al ser el primero en hacerse público es un asomo al tema primigenio de la obra de este gran poeta mexicano: la imposibilidad del amor.

Mientras José Vasconcelos construye la intelectualidad del mexicano, Ramón López Velarde siembra su sensibilidad, le da identidad a su sentimiento, a su pasión. Sin embargo, cuando se piensa en López Velarde se enarbola un equívoco común: es el poeta del amor, de la búsqueda del amor puro. Pero su poesía está más relacionada con otro poeta importantísimo de la literatura universal, muerto cien años antes que él, Charles Baudelaire. La poesía lopezvelardiana está llena de claroscuros donde la lucha de la carne y el espíritu es encarnizada. Donde por momentos, muchos, el “deber-ser” sucumbe a las concupiscencias propias de quien ama intensamente.

Su religiosidad lo llevará a establecer una religión única e impostergable con la mujer; la búsqueda de religarse con el verdadero motivo de su existencia. “Las flores del mal” y “Fuensanta” son poemas que funden al francés con el mexicano en la misma categoría de orquídeas cuyo aroma mezclado –camela y pimienta- perfuman el más hermoso de los paisajes sombríos.

Más que un “humanista”, Ramón López Velarde es un humanista que coloca al enamoramiento como la más sublime de las empresas. Desde la provincia, es decir, desde la recóndita intimidad de la nación, hará convivir un uso altamente culto del lenguaje con el bullanguera habla popular. Será la voz que dicte la maravillosa musicalidad del hablar mexicano, marcando para siempre la lírica nacional.

En cada poema, el zacatecano, irrumpe con confesiones que exaltan un corazón de fuego; labrado a fuego, latiente por la flama y consumido por las llamas de pasiones descontroladas que descarrilarían, al cabo, a los treinta y tres años, como Cristo. (En la modernidad hubiera inaugurado un club de escritores-star como el club de los veintisiete.)

La costumbre y la decadencia, la tradición contra la novedad, la provincia y la separación con la metrópoli, serás las batallas que luche con su pluma en cada verso.

El vate transfigura la culpa de sentir. Es un hombre, no sólo un poeta, que se asume errante,  forastero en toda tierra, contradictorio, culposo de sentir sin tregua; permanentemente insatisfecho e irredento. Apenas un poeta, pero sobre todo un hombre, que libera su corazón del purgatorio y lo ofrece, cual sacrificio batiente, al sol.

En él, el fuego labra y destruye, resana lo que se ha roto entre lo humano y la naturaleza. Es decir, vislumbra sin apegos la dualidad del ser humano. El fuego purificador de un poeta atormentado por  la culpa de vivir.

A cien años, huérfanos de él, leerlo y re-enamorarse de su poesía es el mejor homenaje anti-parricida que podemos levantar. ¡Salve López Velarde!

 

 

 

viernes, 11 de junio de 2021

La bendita manía de preguntar

Edward Price Bell, destacado periodista norteamericano de finales del siglo XIX y principios del siglo XX decía que: “Entrevistar, en el sentido periodístico, es el arte de extraer declaraciones personales para su publicación (…). La entrevista es un mecanismo cuidadosamente elaborado, un medio de transmisión, un espejo”. Nada más cierto que eso. El entrevistador indaga en la esencia del entrevistado, poniendo sobre la mesa su reflejo, sus propias filias, sus propias debilidades para convencer a su interlocutor, el entrevistado, de avanzar en ese polimorfo vericueto que es la verdad.


No es un arte fácil, sin duda, aunque algunos comediantes-conductores de origen “latinus” lo hagan parecer un circo de tres pistas (me refiero a Loret, no a Brozo). Significa prepararse, pensar la pregunta, hacer un cuestionario previo aun cuando se sabe que la improvisación puede ser necesaria; el estar atento para encontrar en la primera respuesta un detonante para la segunda pregunta y así, avanzar, hasta adentrarse como Teseo, en el laberinto donde seguro habita un minotauro –el alma del entrevistado–, dispuesto a devorarnos.

Quien se ha vuelto un espejo es Aidée Cervantes Chapa, Más que un espejo, diría yo, un caleidoscopio, para poder conjuntar las entrevistas, las voces, las esencias de doce trabajadores de las letras nacidos o afincados en nuestra tierra y conjuntar sus dichos en el libro Imprescindibles de la literatura hidalguense.

En el prólogo, escrito por la querida Georgina Obregón, destaca el oficio y el destino como las antípodas del quehacer periodístico de Cervantes Chapa, El oficio de indagar siempre, a toda costa, y el destino de tener en las manos la inquietud de ir trazando un ruta periodística en el pasado de los convocados e ir tejiendo, detrás de las preguntas hilvanadas, una historia que vale la pena contar, mejor que eso, que vale la pena leer.

Los autores considerados en este volumen son Agustín Cadena, Alfredo Rivera Flores, Arturo Trejo Villafuerte, Elvira Hernández Carballido, Federico Arana, Fernando de Ita, Fernando Rivera, Gonzalo Martré, Cohutec Vargas Genis, Alejandra Craules Bretón, José Luis Contreras Vargas y quien esto escribe.

En cada entrevista están presentes la memoria, las pasiones, el génesis de la actividad literaria, el devenir incierto de quien sabe que el quehacer escritural es una moneda al aire, una catarsis ante la cual nada podemos hacer quienes estamos condenados, por destino y convicción, a la nefasta tarea de enfrentar, con humildad como decía Ricardo Garibay, la página (la pantalla, ahora) en blanco.

Cervantes Chapa escribe un libro necesario para la historia de la literatura hidalguense, donde pueden apreciarse las salientes a las que se han aferrado las dos escritoras y los diez escritores convocados, tallando en cada golpe de músculo su obra al escalar esta rocosa pared llamada vida. Aidée ha hecho pues, un libro imprescindible.

La portada, bellamente diseñada por la talentosa comunicadora poblana Guadalupe Cadena Pintle, enmarca el título y el nombre de la autora entre Tenangos, esa hecatombe de colores y seres fantásticos que grita la cosmogonía hidalguense en todo su esplendor.

¿Faltan autores, no? ¡Claro! Ni estamos todos los que somos, ni somos todos los que estamos. Alguna vez el finado y admirado Ramsés Salanueva me decía: “Toda antología es, por definición, incompleta”. Se me vienen a la mente un ramillete de nombres: Agustín Ramos, Yanira García, Diego José, Jorge Antonio García Pérez, Toño Zambrano, América Femat, Juan Carlos Hidalgo, Oscar Baños Huerta, Alfonso Valencia, Venancio Neria, Nacho Trejo, Rafa Tiburcio García, Enrique Olmos de Ita… ¡Uff! En fin, una larga lista que la autora ha prometido abordar en futuros volúmenes, un poco como tratando de extender sobre la mesa el mapamundi de los estilos, las pasiones y las aversiones que han dado forma a lo que ahora, por fin, podemos llamar “Literatura hidalguense”.

viernes, 4 de junio de 2021

Napoleón: de la cabeza al cielo


Hace aproximadamente un mes, el cinco de mayo, se cumplieron doscientos años de la muerte de Napoleón Bonaparte. Asesinato, una posibilidad que el mismo Bonaparte discurre en algunas misivas de su correspondencia postrera pero escamoteada por la historia oficial. En México este bicentenario luctuoso pasó prácticamente desapercibido, pues ese día celebramos la victoria heroica sobre el ejército que él comandó alguna vez, pero que en la circunstancia de 1862, era enviado por otro Napoleón, el tercero, “el pequeño”, como lo identificaba el gran Victor Hugo para que por ningún motivo se confundiera con el Bonaparte, que fue grande.

Napoleón nació en Córcega el cinco de agosto de 1769, apenas un año después de que aquella isla fuera cedida a Francia por los genoveses. Educado en escuelas militares desde los nueve años, su carácter se forjó entre el deber y el honor. Tras la muerte de su padre en 1785 y tras ser ascendido como subteniente al año siguiente, se toma un sabático dedicado al estudio de la historia y la literatura, lo que fijaría el deseo de grandeza en su personalidad.

Estratega nato, durante su carrera militar encabezó campañas que aún son dignas de estudio: Italia, Egipto, Marengo. En mayo de 1804 se convierte en Emperador de los franceses y se hace coronar ante la presencia del papa Pio VII.

A pesar de tropiezos bélicos, como el de Trafalgar en 1805, consigue extender las fronteras del Imperio Francés hasta Holanda, Alemania, Austria, Prusia, España y Rusia, donde sufre una estrepitosa derrota a causa del invierno inclemente de 1812.

Desde entonces, a principios del siglo XVII, pasaban por su cabeza ideas que prevalecen en la actualidad; crear una unión europea y la creación de una sola moneda que facilitara el comercio en todo el continente.

La batalla en Waterloo, un poblado minúsculo a unos veinte kilómetros al sur de Bruselas en Bélgica, marcó su derrota definitiva en 1815, tras la cual fue exiliado, prisionero y a la postre, muerto.

Recuerdo ahora una maravillosa novela de Beatriz Rivas, “Viento amargo”, donde el otrora emperador, prisionero ya en la isla Santa Helena, pasa sus últimos días discurriendo los recuerdos en las memorias que escribe y sucumbiendo al último amor que lo sacude, el que lo ha sorprendido en la figura de miss Betsy Balcombe. La historia, narrada con una habilidad extraordinaria, muestra la esencia de un personaje que vivió apasionadamente, entregado al poder, “su única amante”, pero también al deseo, el deber y la muerte.

De él, crecí con dos anécdotas que mi padre le atribuía: primero, la frase que impone el cuidado de los detalles ante la urgencia: ”Vísteme despacio que tengo prisa” se supone que dijo Napoleón un día que requería de perfección y no de puntualidad, aunque Benito Pérez Galdós también le atribuía la frase a Fernando VII; la segunda, estando Napoleón ya prisionero en Santa Elena, buscó en la gran biblioteca que estaba a su disposición un libro para continuar su lectura, el cual, se encontraba en un plúteo muy elevado, entonces solicitó la ayuda de un soldado inglés de gran estatura que lo custodiaba, después de observar la estatura de Bonaparte (que no superaba el uno setenta) y la distancia a la que se encontraba el libro, el cabo respondió: “Permítame General, déjeme a mí que yo soy más grande”, estiró el brazo y con facilidad alcanzó el volumen entregándolo a Napoleón que agradeciendo añadiendo con sorna: “Usted es más alto, pero no más grande”. En esas frases se condensa la esencia de un personaje irrepetible en la historia de la humanidad; quien estaba convencido que la grandeza de un hombre se mide de la cabeza al cielo.

Paso cebra

Dentro de dos días, los mexicanos deberemos ir a las urnas para renovar la cámara baja. Bueno, eso de renovar es en parte una ilusión pues 213 diputados buscan reelegirse en su curul, algo que no ocurría desde hace noventa años en el sistema legislativo de nuestro país. En Hidalgo, además, elegiremos diputados locales (dieciocho de mayoría relativa y doce de representación proporcional). En ambos casos, la participación de los votantes es fundamental para que quienes resulten ganadores, sean realmente representantes populares y trabajen en beneficio de quienes les eligieron y también de quienes no. No importa por quién vaya a votar, pero por favor, hágalo.