viernes, 7 de marzo de 2014

Fuerza, hermano…

Hay cosas que cuando no las ocupamos, simplemente no existen...

Emiliano Páramo

El 11 de septiembre de 2001, la madre de mi hijo menor y yo, al igual que miles de personas en todo el mundo, miramos por televisión, cómo caían las torres gemelas en Nueva York. Sabía que ese día iba a dividir la historia del mundo en dos, pero no imaginaba que mi vida personal también quedaría partida por esa fecha.
Ese día amanecí cansado, como si mucho cansancio viejo se hubiera acumulado en mi cuerpo. Después de la caída de la segunda torre, la garganta se me hizo nudo. Claro que estaba impresionado por lo que ocurría, pero es posible que en mi corta conciencia humana, el dolor ajeno no me alcanzaba ese día para sustentar ese oscuro entramado que me crecía cuello adentro. Tuve una discusión fuerte con mi esposa después del baño, y un dolor agudo me creció desde el maxilar superior izquierdo. Después del desayuno mis encías sangraron, y al salir a trabajar, me sentía tan cansado como en un día largo de mucho afán, pero apenas eran las 10:00 de la mañana.
El camino hasta la escuela donde trabajaba en ese tiempo en Pachuca, fue largo, muy largo, como de muchas jornadas, a pesar de que sólo mediaban entre la preparatoria y mi casa unas pocas cuadras que siempre recorría caminando. Al llegar al trabajo, tuve que subir las escaleras que llevan al primer piso, pero me sentí como si estuviera escalando una montaña. Algo andaba mal, muy mal, pero no alcanzaba a dimensionarlo correctamente. Pensé que mi vocación de trasnochado me estaba pasando la factura de tantas noches sentado a la computadora, escribiendo, leyendo o estudiando, pero en realidad era mucho más que eso.
La inflamación en mis encías se complicó tanto que mis muelas del juicio se pusieron al frente de los síntomas que me fustigaban; después de la extracción de 2 de ellas, el dolor fue tan intenso que no me permitió comer, por lo que la situación me arrojó al ojo del huracán de un síndrome anoréxico que me tuvo por más de dos semanas, consumiendo solamente agua y analgésicos. Gracias al cuadro, terminé en el hospital, con un diagnóstico de severa gastritis. Duro, pero decididamente solucionable. El plan terapéutico me pondría a reposar con medicamento intravenoso un par de días, pero la “ocurrencia” (así lo dijo ella) de la médica que me atendía, trajo a un laboratorista clínico para tomar de mi sangre, cosa que pasaría muchas veces a partir de ese momento. Los resultados de la biometría hemática eran contundentes: el conteo de leucocitos en mi sangre era desmedido, lo que invariablemente acusaba que las cosas estaban mucho peor de lo que cualquiera hubiera imaginado. Mi madre, mis abuelas, varios de mis tíos, muchos de mis familiares habían muerto de cáncer, pero nunca imaginé esa enfermedad como un escenario posible para mi vida.
La médica recomendó ir a la ciudad de México para tomar la opinión de un hematólogo. Esa era la primera vez que escuchaba el nombre de la especialidad; hay cosas que cuando no las ocupamos, simplemente no existen. Las palabras fueron inaugurales en un sentido oscuro que me partió en tantos pedazos, que aun voy por ahí tratando de juntarme.
El hematólogo me practicó un aspirado de médula y horas después, cuando regresé para conocer su dictamen, que yo esperaba fuera algo sencillo, simple, como una anemia producto de la mala alimentación que llevaba y el exceso de trabajo; sin embargo no fue así. Por una extraña costumbre de los médicos, este señor pulcrísimo de finas maneras, se negó a decirme qué ocurría, ya que iba yo solo, sin familiares de compañía, pues la madre de mi hijo se encontraba trabajando. Le pedí entonces que me dijera cuál sería el tratamiento a seguir; me miró titubeante y dijo: quimioterapia. Más tarde, los doctores del hospital confirmarían que tenía LEUCEMIA.
Vino la quimioterapia y perdí el pelo. La mitad de mi peso se fue a no sé dónde. Estuve en coma dos ocasiones. Tres infartos me hicieron tocar a las puertas de la muerte, pero no me abrieron. Han pasado casi 13 años, y aquí sigo. El diagnóstico con que fui recibido en el hospital, me daba sólo un par de meses, pero la vida misma me confirma que nadie sabe ni el día ni la hora; nadie se va antes de tiempo.
Hoy un querido amigo y compañero enfrenta este lobo hambriento que es la leucemia mieloblástica, y he querido contarles esto porque mi corazón y el de muchas otras personas en esta ciudad, sabe que dentro de un tiempo esto será sólo un mal recuerdo y una batalla de la que mi amigo saldrá triunfante para la vida; mi corazón sabe que así será; lo juro. Fuerza, hermano.
Jamädi…

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