viernes, 7 de febrero de 2020

La crítica como un faro


Conmovió a propios, y seguro estoy, que no a extraños. La muerte de George Steiner fue un silencioso pero duro golpe a la literatura y en general al humanismo contemporáneo.

Steiner tenía 90 años al morir. Había nacido en París en abril de 1929. Fue ensayista, escritor de ficción, profesor y crítico literario. Este último quehacer le dio prestigio y acuño hordas de seguidores durante los treinta años en que fue el crítico literario de la prestigiada revista The New Yorker. Su veta como ensayista fue inagotable, abordando temas como la traducción, la relación entre los maestros y los estudiantes, la transmisión del conocimiento, el analfabetismo y la cultura en general. Exploró con dedicación de anticuario temas como la dificultad de la filosofía en el mundo contemporáneo, el destino inefable de la poesía y el sentido moral de la literatura, sus límites y acantilados.

Generó polémica con sus colegas, tanto académicos como críticos literarios, pero siempre apostó por la esquiva elegancia del silencio y la sabía decisión de vivir lejos de los reflectores y el a veces sórdido ambiente literario. Su legado bibliográfico es extenso y enlista libros como: Errata, Diez (posibles) razones posibles para la tristeza del pensamiento y el fascinante Los libros que nunca he escrito

En twitter, el escritor hidalguense Julio Romano me recordó una de las frases de Steiner que lo describían de cuerpo entero: ¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor? Pero, ¿era Steiner un escritor frustrado habitando el interior del crítico literario? No lo creo. George Steiner era un literato que leía (aunque pareciera imposible, existen escritores que no leen), que añoraba el disfrute inocente del lector promedio, ese que se entrega sin miramientos a la historia que alguien le cuenta en un puñado de páginas capturadas entre dos pastas, sólo durante el tiempo que tarda en leer el libro, para después olvidarlo. Steiner sentía nostalgia por esa candidez rebasada por un pensamiento veloz que tendía análisis profundos como raíces de un árbol de cientos de años. Era un escritor consumado y en cada página de su pensamiento era trazada sobre el papel como si su única misión fuera la de ser borrada, arracada del resto, desplazada para dar oportunidad a que el pensamiento siga floreciendo a ritmo de cuestionamientos que señalan el rumbo que ha tomado y debería tomar la literatura contemporánea.

La gran mayoría de los escritores afirman no leer a los críticos literarios. Tal vez lo hacen en secreto o cuando vapulean libros de otros, nunca cuando hacen trizas los propios. ¿Para quién escriben entonces los críticos literarios? Sin duda, para los lectores.

Sus ensayos han sido una luz para toda una generación no sólo de escritores, sino de intelectuales que vieron desmoronarse todas y cada una de las certezas sobre las que fue construido el siglo XX. La barbarie moderna y la identidad ocuparon sus últimos años y dejaron rastro de ello en los libros como: La barbarie de la ignorancia y La idea de Europa.
Su partida marca un hito en la cultura del mundo contemporánea. Ha muerto el último gran intelectual de nuestra época.

En una de sus últimas entrevistas, dada al suplemento Babelia del diario español El País, trazó –como aquella famosa foto en la que con el obturador abierto Picasso dibuja en la oscuridad un toro con una luz que sostenía en su mano––, algunas de las frases que destilan su esencia como humanista y como hombre; me quedo con dos de ellas: “el poema que vive en nosotros cambia como nosotros” y “una mesa, buen café y unos libros… eso es una patria”.

Y eso era, su patria.

Paso cebra
En días pasados tomó protesta la primera mesa directiva de la Academia de Nacional de Poesía de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística corresponsalía Hidalgo. En sus filas descubro poetas conocidos y con un trabajo destacado, tanto en las letras como en su promoción. Hago votos para que su presencia en la escena literaria hidalguense se deje sentir para bien. Enhorabuena.

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