martes, 5 de febrero de 2008

Los demonios de Virginia Woolf


Egberto Almenas* / Especial para En Rojo

Su cuerpo apareció veintiún días después de arrojarse a las aguas del Ouse, cuando unos muchachos que jugaban en las orillas del río descubrieron el fardo de musgos y lianas todavía envuelto en el sobretodo embutido con las piedras que lo imantaron al fondo del cauce. Ella, que había descubierto el significado de la vida en los “pequeños milagros cotidianos”, en las iluminaciones imprevistas que surgen incluso del “fósforo que se enciende de repente en la oscuridad”, dejó en la senda su sombrero y su bastón de pasear mientras huía de los demonios que la perseguían desde su infancia. “Contra ti me lanzaré, triunfante y firme, ¡Oh Muerte!”, rezan las últimas palabras de la novela que tituló Las olas.

Queda como una ironía fatídica que Virginia Woolf (1882-1941) terminara en el mismo medio del cual tantas veces se sirvió su imaginario para describir esas iluminaciones súbitas, entre las cuales figura la más crucial de su existencia: la de su iniciación como escritora. En una charla de 1931 refirió cómo, siendo aún muy niñita, se sentaba frente a la hoja con la pluma en la mano, y así permanecía durante horas sin untarla en el tintero, semejante a un pescador “inmerso en sueños” que con su caña de pescar tendida sobre el charco, espera la picada. Un día sintió que algo la halaba de sus dedos y así se dejó llevar libremente por los meandros fluviales que surcaban en su interior. Excitada, dice, le vino la experiencia, “la experiencia que creo que es más común entre las mujeres que en los hombres”. Sufre “un estallido, una explosión”. Luego “espumas y desconcierto”. La imaginación pronto choca contra algo duro y la niñita despierta de su fantasía. Había alcanzado “el estado de la más aguda y dificultosa angustia”. Pensaba “en las pasiones que en una mujer no eran apropiadas decirlas —los hombres se espantarían—”. Temió que no podría escribir nunca más. Ese demonio frecuenta a las mujeres que escriben, concluye. “Las convenciones extremas del otro sexo las atosigan.”

Virginia Woolf descendía de la mejor tradición liberal inglesa, sustentada en la prosperidad victoriana y el ámbito de la prestigiosa Universidad de Cambridge. A la vez que disponía con su marido de su propia casa editora, integró el círculo de Bloomsbury en Londres, el cual asumía una ética de experimentació n modernista centrada en la sinceridad intelectual, el repudio al utilitarismo y su consecuente explotación sórdida de la cultura, o “ese montón amorfo”, decía ella, “que emite medias verdades de sus labios tímidos, endulzando y diluyendo su mensaje con cualquier azúcar o agua que le sirva para insuflar la fama del escritor o el bolsillo de su dueño”. Su auge como escritora de ingenio y gracia translímite concurre con el declive del imperio británico y de su clase privilegiada, a la cual, además de los bombardeos nazis, sacudían los radicalismos extremos de la desesperación. De modo que escribir pese a la condena de los retrógrados fue para ella un demonio menor, pero no tanto así el que le opusieron aquellos radicalismos.

La acusan de no ser más que una “liberal de limusina” cuyos orgasmos en los divanes de su bohemia sáfica derivan de las reformas burguesas y los solipsismos caprichosos de los enajenados, por demás tan ajenos a la masa trabajadora. Si bien la prosista lírica goza de suficientes lectores complacidos, los críticos de tendencia urgente llegan a restarle crédito a las sutilezas desgajadas de su espíritu, y hasta se preguntan con sorna si acaso no serán fruto de sus ya notorios desequilibrios mentales. Cierto que de joven intenta enseñar en un instituto del proletariado, que en adelante se esfuerza de corazón por tenderles una mano a las mujeres de peor fortuna. Cierto también que rechaza las invitaciones de la alta sociedad con la misma altivez que sugiere su pinta larguirucha. Pero las sombras de la guerra aturden al continente. Pocos podían apreciar entonces un arte que iba más allá de las posturas partidarias al uso. Su voz al fin apelaba a la autonomía del individuo moderno, y los apóstoles del odio de un bando tanto como del otro se ensañaban contra tales menesteres. En tanto, objeta del término “feminista”: a la altura de su siglo, arguye, es palabra “muerta y corrupta”, propensa a sectarizar una causa en la que hombres y mujeres deberían trabajar juntos. No basta igualar o invertir el deseo de imponerse. Lo importante es mejorar el carácter humano. Cree que tal vez haya sido una ventaja permanecer durante siglos como el género “todavía oculto en una profunda oscuridad”, puesto que “la degradación de ser esclavo sólo compara con la degradación de ser amo.”

Con el fin de exorcizarse de un solo golpe, publica en 1938 Tres guineas, el ensayo elucidario de su pensamiento a favor de la mujer. La lectura cobra la forma de una respuesta polémica dirigida al señor litigante que le ha solicitado el aporte de una guinea (unidad monetaria) para una sociedad “que lucha por la justicia, la igualdad y la libertad para todos los hombres y las mujeres”. El donativo, además, ayudaría a prevenir la guerra. La remitente, solidaria, compromete el metálico, al cual le agrega el valor de quien ha sabido valerse de sí misma para ganárselo. Más aún, entregará otras dos guineas adicionales, una para la educación libre de las mujeres, y otra para fomentar su crecimiento en las profesiones. Cuantas más mujeres de opinión independiente ocupen posiciones de influencia, insiste, más nos alejaremos de la beligerancia.

Tres tesis de interés ardiente encaminan aquí su voluntad de participación en el debate ideológico: 1) Las mujeres deben escribir con independencia respecto a los editores sujetos a mezquindades dictapautas. Su única obediencia respondería a la subjetividad de su propia alma, que es la mejor manera de enriquecer el conjunto humano. 2) La guerra se amasa de la gratificación exclusivamente enquistada en la ansiedad del patriarca, cuya violencia de mil formas oculta cuando no flagrante ha reducido a la mujer a una función complementaria acorde. Es un imperativo, por tanto, ni siquiera disuadir sino abstraerse con la mayor indiferencia ante esa gratificación destructiva, pues de tales motivos también se le niega a ella la patria. El lugar histórico de la mujer es el mundo entero, desprovisto de todo fervor que acentúe la supremacía de unos contra otros. 3) La privacidad de la mujer, aunque todavía avergüence tener que recordarlo, ha de ser un derecho inviolable.

Así huye del demonio de las clasificaciones críticas y del chismorreo que entonces y aún más hoy siguen distrayendo a los lectores de sus virtudes narrativas, a saber: cómo pudo abrirse un atajo hacia la zona abismal de la conciencia y sacarla a la luz mediante lo que los futuristas italianos llamaban “la imaginación sin hilos”; cómo su capacidad alegórica enlaza el detalle volandero con una genealogía (“los libros son todos hijos de libros”) de la cual le era forzoso consumarse primero como lectora sagaz, cómplice; y cómo el amor de mujer, o el prodigio por tanto tiempo silenciado de sus goces, ofrece una solución infalible contra la imbecilidad por excelencia hombruna que es la guerra.

Quiere seguir trabajando. Esta vez los malditos demonios de las neuronas le recrudecen las desgracias íntimas del pasado. Una fuerza típica de su extracción social la domina: “Nosotras”, escribe, “hijas de hombres cultos, estamos entre el diablo y el mar profundo. A la espalda tenemos el sistema patriarcal, la casa privada, con su nulidad, su inmoralidad, su hipocresía, su servilismo. Frente a nosotras tenemos el mundo público, el sistema profesional, con su obsesión posesiva, sus celos, su pugnacidad, su avaricia. El uno nos encierra como esclavas de un harén; el otro nos obliga a ovillarnos como la oruga, de cabeza a rabo, alrededor una y otra vez del Morera, el árbol sagrado de la propiedad. Es una opción entre dos demonios. Cada uno es malo. ¿No sería mejor que nos lanzáramos desde el puente al río, desistir del juego, declarar que la vida humana entera es un error y por tanto sería mejor acabar con ella?” Espumas y desconcierto, ella, que al querer escribir sobre la muerte siempre le irrumpía la vida, se la llevó consigo a las profundidades donde ya nunca la asediaran sus demonios.

*El autor es profesor en la Universidad de West Indies en Barbados.

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