viernes, 10 de enero de 2020

El sangriento parapeto de la guerra


Foto: plumasatomicas.com

De niño crecí pensando que solamente viviría veinticuatro años. Era esa la edad que cumpliría en el dos mil, año en el que se decía se terminaría el mundo. Al llegar a la ansiada juventud y una vez obtenido una llave de la puerta de mi casa, que para mí se traducía en el permiso de mis padres para volver tarde o no volver, la certeza de una vida corta se transformó en mi licencia para darle vuelo a la hilacha. La hilacha se desmadejó en interminables noches de excesos y escritura, mujeres y desilusiones. Sin embargo, conforme me acerqué a la fatídica fecha la seguridad del fin inminente se fue diluyendo hasta desaparecer por completo. Tal vez, conforme los noventas se acercaban a su fin lo que se presentaba ante mí era un futuro consolidado en la oportunidad pero también en las exigencias, siempre con un as de desencanto bajo la manga. Mi cumpleaños 26 de tomo por sorpresa. Debo confesar que con cierto enfado me di cuenta en ese momento que viviría mucho más.

Esta última sensación aparece en mí cada vez que en el ambiente mediático aparecen noticias apocalípticas, ya sea con una fecha dictada por un fanático como límite para la civilización o bien, una hecatombe, ya sea bélica o ambiental, que pudiera borrarnos de una vez por todas del planeta. Es como si estuviera seguro de tener la corazonada adecuada cuando alguna de estas noticias fuera cierta y volver a la certeza infantil del fin del mundo; como se sabe, nadie verdaderamente sabe cuándo ocurrirá.

Sin embargo, durante los últimos días las noticias de la muerte del militar iraní Qassem Suleimani despertó las alarmas de los estudiosos de la escatología pues los miembros en conflicto han sido señalados como los protagonistas primordiales que desencadenen el fin de los tiempos. Si bien el asesinato ordenado por el presidente Trump tienen todo el sello alevoso y perverso de los gringos, a botepronto parecía solo una argucia de empresario que ocupa la Casa Blanca para evitar que el proceso de destitución (sé que no suena tan dramático como “impeachment”, pero es castellano) emprendido por el congreso norteamericano lo enlistará junto a Nixon en la lista del ostracismo histórico; ningún presidente ha sido destituido o ha perdido una reelección estando los Estados Unidos sumidos en un conflicto bélico. Pese a esto, el suceso nos tuvo con el alma en un hilo en las siguientes horas, sobre todo cuando se fue dilucidando la importancia del personaje muerto en la geopolítica del Medio Oriente y la heroicidad que se le asignaba a su imagen popular. El siguiente movimiento tenía que ser la venganza iraní y según su tamaño designaría el sentido de mi corazonada apocalíptica, la cual a decir verdad sí me estaba preocupando.

Al cabo de unas horas la instrucción del Ayatola fue vengarse a manotazos; un ataque descuidado, sin tino, con misiles a la base militar norteamericana más grande en Irak, la cual, sobra decirlo, no causo bajas ni daños considerables. Resulta extraño que, el único ejército de la región que ha logrado hacer frente y derrotar en varios frentes al ISIS, tuviera un actuar tan poco efectivo, ¿o será el objetivo era precisamente “no darles”? Así parece. La vuelta de tuerca para que mi corazonada apocalíptica diera un giro al dial y se posicionara en la corazonada de la rabia fue la manera tan mansa de la respuesta del gorila de cabello naranja (creo que nunca se le había visto tan calmado).

La respuesta de Trump resultó solamente en sanciones económicas, incluso con la esperanza (lo cual por supuesto que no está mal) de tender la mano al contrincante en turno para buscar soluciones al conflicto, eso sí, sin esperanzas de que desarrollen armas para defenderse. El puro estilo gringo. Lo que está mal de todo esto es que se confirma que los sucesos de la primera semana del año no son otra cosa que un montaje, que ha cobrado vida humanas por supuesto, para que el presidente evada el juicio político y para atar de manos al segundo país más importante en la producción de petróleo del mundo, con un objetivo claramente económico (otro rasgo inequívoco del actuar norteamericano).

Lo que vimos fue pues, una escena más del macabro monólogo (asistido) con que los gringos controlan el mundo.

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