lunes, 26 de mayo de 2008

Pettersson sobre el contar historias

Las ventanas de la escritura (fragmento)
Aline Pettersson

Qué emoción estremecida, qué cosquilleo en la lengua, qué ganas de contar una historia. Acaso el paso del tiempo se reduzca, desde que existe memoria, a contar historias. ¿De qué otra manera nos comunicamos? Me parece que el ser humano se ve impelido al acto de narrar para intentar entender, entenderse, darse a entender.
Si vivimos encarcelados en las márgenes de tiempo y espacio, vivimos igualmente enclaustrados dentro de una reja forjada con todo tipo de historias. La vida se va aprehendiendo y desentrañando mientras fluye lo que se narra. Desde Lascaux o Altamira hasta Borges, bestias y hombres se entrecruzan en sus acciones y de ellas se ha dado siempre noticia. La escritura, claro, es herramienta bastante nueva.
Me parece que resulta difícil despojar de relato a las palabras. Es casi una condena ensartarlas huérfanas de su carga vital. Desde luego que no es posible, ni deseable, obviar otros registros del discurso como el científico o el legal, por dar un ejemplo. Pero quizá aun aquí, la frialdad de las leyes remitirá siempre a las acciones humanas, y las ciencias, a la naturaleza, y, finalmente, a su relación con nosotros de forma más próxima o más lejana. Grata condena la de las palabras.
En esta era de la imagen, en la que hay resistencia al lenguaje escrito, las imágenes vuelven a contar cuentos. Y para ilustrar esto, baste detenerse en la publicidad que ofrece un final del tipo “y fueron muy felices”. Y se me ocurre que, de alguna manera, nos hemos acercado de nuevo al lenguaje pictográfico. Así las cosas, tenemos al menos dos posibilidades para resguardar bien nuestras historias: podemos fundar una orden de monjes amanuenses posmodernos que se dedique a copiar más allá de todo entendimiento. También podemos volver a los jeroglíficos ahora en placas indestructibles de plástico para generaciones venideras acaso más sensatas. No hablo de la red virtual, porque mucho me temo que un virus pueda destruir sus almacenes como la peste negra destruyó a media humanidad.
De vuelta al cuento, para mí es la forma natural de contar, la más antigua y la más perfecta. Los mismos textos sagrados suelen ser eventos únicos de dioses y hombres, y así han llegado hasta nosotros, como cuentos. No suele haber gran profundidad en los personajes, pero, paralelamente en su desnudez, éstos se ofrecen con los elementos justos para representar su papel a cabalidad.
Ahora me atreveré a decir algo más personal, ya que las generalidades conducen a un callejón ciego. Yo los he escrito, como también he escrito novelas y poesía. Me parece que, al elegir el género, se posiciona uno en sitios diversos. Se trata de un impulso que parte desde regiones hermanas, mas no idénticas. Porque el cuento –como el poema– nace cargando en sí mismo el germen de su totalidad. Y, en mi caso, de un temblor interno que me lleva a darle salida. De un impulso por abarcar de la manera más económica posible el tema. De hallar la palabra precisa que dice, pero que al mismo tiempo se irradia. Expande, sugiere a partir de las letras que la conforman así como de su colocación en la frase. Entonces se produce un deleite grande con el hallazgo en la anécdota, lenguaje, ritmo, y ahí junto, desde luego, en el punto de vista desde donde se va a narrar.
Tal vez se deba a que la novela arropa a quien la escribe y a quien la lee durante un espacio largo de tiempo, o a que la novela –como una sopa campesina– acoge cuanto en ella se vierta, o al esfuerzo que representa abandonar muy pronto una atmósfera para esforzarse en irrumpir en otra. Pero el caso es que el cuento, al menos en las regiones del español, no encuentra la misma acogida que la novela en las casas editoriales, pese a que se haya escrito siempre. Aunque últimamente parece haber un interés mayor en esta etapa difícil por la que atraviesan los libros.
Y justo dado el tiempo veloz y fragmentado en el que el mundo se mueve, yo supondría que el cuento se ofrece como una cierta clase de espejo del tempo actual, en el que el lector, rodeado de tantos distractores, puede abarcarlo. También me parece que los cuentos latinoamericanos suelen ser más breves que los de habla inglesa, y pienso en Alice Munro, por ejemplo, donde los personajes llegan a tener grandes complejidades, y la historia que se narra está mucho más detallada. No se busca, desde ahí, elaborar el relato a partir de un núcleo, como es frecuente entre nosotros, sino de la reunión de acciones que se desarrollan en una trama más amplia.

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