viernes, 19 de enero de 2024

El día que José Agustín se equivocó de dedicatoria

Murió José Agustín. Él mismo ya lo había vaticinado en un lacónico mensaje transmitido por sus hijos a la opinión pública a principios de enero. Huelga decir lo que seguramente, estimado lector, ha visto repetidamente en los últimos dos días; principal exponente de la literatura de la onda, prolífico creador, de trato afable y el contertulio que todos quisiéramos tener para charlar de literatura, rock y mil cosas más. 

Lo cierto es que José Agustín nos mostró, casi a todas las generaciones que le precedieron, que la literatura podría ser desenfadada e hilarante; que en ella los jóvenes podíamos escuchar nuestra habla coloquial y nuestras “palabrotas”, que con los libros podíamos dialogar sobes nuestras pasiones adolescentes y que el rock era la banda sonora perfecta para las historias que nos contaba como si fuera nuestro cuate y acabara de darle un trago a la caguama que compartíamos en un corro. Pero más allá de eso, a cada uno de sus lectores nos dejó una marca particular, estableciendo una experiencia autor-lector personal, indeleble y duradera. La mía con él, trascendió la literatura.

Durante dos mil tres y dos mil cuatro, el otrora Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo, programó una sería de presentaciones, lecturas y conferencias con destacados escritores, sobre todo mexicanos. Fue así que, por ejemplo, Xavier Velasco pisó suelo pachuqueño con la gira de promoción de su novela ganadora del Alfaguara, “Diablo guardián”; entre muchos otros atores que ahora no viene al caso mencionar. A todas aquellas actividades tuve la oportunidad de asistir como reportero del canal local con el fin de entrevistar a cada uno de los protagonistas. Sobra decir que para mí aquello fue un gozo, en particular, el día que le tocó a José Agustín.

La charla se desarrolló con todo protocolo. El público abarrotó la sala (el Teatro Guillermo Romo de Vivar, para ser exactos) dada la trascendencia del invitado, el cual salió a escena sentado tras una mesa con paño rojo y un micrófono a través del cual nos hizo llegar su opinión sobre la literatura, su pasión por la música, (clásica además de jazz y rock), algunos detonantes de sus libros y destellos de su proceso creativo. Las carcajadas que nos provocó durante un poco más de una hora lograron que todos los presentes saliéramos de la sala con notoria algarabía. 

Como solía ocurrir, el invitado se adentraba en las bambalinas del teatro para salir por una puerta lateral a la galería adjunta, donde firmaba libros y se tomaba fotos con los lectores ahí arremolinados. En ese lapso, yo debía encontrar un rincón bien iluminado para atajar el paso del escritor en turno y darle tiempo a mi camarógrafo para que registrara una serie de preguntas que duraban no más de trece minutos; al terminar, la noche discurría entre risas, flashes y dedicatorias a puño y letra. 

Sin embargo, con José Agustín, esos trece minutos de interrogatorio periodístico no fueron suficientes. Como si no acabara de mostrarnos un extenso catálogo de anécdotas durante su “plática”, fue descosiéndose frente a mi micrófono con otras más, igual de cautivantes y divertidas, lo que provocó que pasado un rato más, los organizadores me hicieran señas para que ya “dejara de molestar al Maestro” y le permitiera firmar los libros de aquellos que ya formaban una larga fila que salía del recinto y que comenzaba al pie de una mesita, ahora de paño azul y sin micrófono, para que estampara “la poderosa”.

La entrevista se terminó abruptamente, pero la charla entre José Agustín y yo, no. Siguió dirigiéndose a mí en una charla de amigos a la que sólo le faltaban un par de cervezas para ser rubricada. Lo acompañé los cuatro o cinco pasos que nos separaban de la mesa de firmas y al ver que yo también cargaba bajo el brazo el ejemplar de una de sus novelas me dijo “Trae pa´cá, que te lo firmo de una vez”.

Se trataba de “Inventando que sueño”, una de sus novelas más experimentales y mejor logradas, cuya lectura disfruté enormemente en mis años preparatorianos. Mientras sacaba del bolsillo de su camisa un bolígrafo, me di cuenta de que el primero de la fila de asiduos lectores (detesto la palabra “admiradores”) era mi amigo Agustín Arteaga (ahora conocido como Whisky Arteaga en las redes sociales), un joven lector efervescente a quien había conocido no hacía mucho y que era hijo de una querida compañera de trabajo durante mi breve paso laboral por las oficinas culturales. La efusividad de nuestro saludo provocó que José Agustín incluyera con naturalidad en nuestra charla a su “medio tocayo”. 

Durante algunos minutos más, mientras José Agustín, sostenía abierta la portada de mi ejemplar sin aún escribir nada, seguimos hablando y riéndonos, ahora los tres. En algún momento, al darme cuenta de que la impaciencia del rededor aumentaba, hice un gesto para que al fin este escritor, que resulto ser un “cuate a todo dar”, pudiera dedicarme su novela. Así lo hizo, después de poner mi nombre, con una abigarrada y apretada caligrafía. 

Pero la charla no menguaba, cerró el libro y me lo entregó sin apenas darse cuenta mientras seguía hablando y riendo. De igual manera, como quien mira de lejos un suceso, recibió los dos o tres ejemplares que Whisky le extendió. Los puso sobre la mesa, tomo el primero de ellos, abatió la portada y mientras que nos miraba, seguía hablando y riéndose, miraba la página destinada para la dedicatoria, nos miraba de nuevo, reía, no paraba de hablar, hasta que de pronto hizo una pausa y se inclinó sobre la siguiente dedicatoria. Whisky lo sacó de su marasmo, con una expresión que parecía un balde de agua fría. “No soy Abraham. Me llamo Agustín”. El “Jefe de La onda” nos miró con escepticismo, releyó lo que había escrito y mientras un “Ay güey, me equivoqué” salía de su boca, garabateaba sobre la página uno el nombre equivocado. 

Aprovechando el pequeño alboroto que provocó la pifia, aproveché para despedirme de él- José Agustín, tras completar la dedicatoria tachoneada, se levantó para corresponder el abrazo que le di como despedida, pero también como agradecimiento, tanto por lo ocurrido en aquella tarde-noche, como por lo que hizo conmigo como lector. Ahora, cuando miro la página tres de mi ejemplar de “Inventando que sueño”, pienso que Whisky tiene un ejemplar similar, con una enmendadura de la mismísima pluma de José Agustín.



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