viernes, 17 de julio de 2020

Nostalgias pandémicas



Apenas hace un par de días, mi querido y admirado Rafa Pérez Gay reflexionaba sobre la nostalgia de ir a nadar, la cual le ha provocado el encierro y la posibilidad nula de regresar al agua para el fortalecimiento físico y la recreación espiritual; flotar como en una enorme pileta amniótica como recuerdo vivido del ya lejano vientre materno. Recogiendo esa hebra, sobre lo que extrañamos en el encierro pandémico, me rodean un par de nostalgias propias, granjeadas en estos tiempos en que me quedo en casa (más por preferencia que por obligación) y que salir me provoca un certero temor que no había experimentado antes en mi vida.

Yo extraño correr y rodar. Mi hija dice que cuando menciono la palabra “rodar”, se imagina que caigo hecho cochinilla por las escaleras, aunque sabe perfectamente que me refiero a montar la bicicleta. Los gringos dicen “saiclin”, la traducción más adecuada sería “bicicletear”, aunque lo más común en el español mexicano sea “pedalear. Extraño pues, pedalear.

Aunque la actividad no resulta muy riesgosa (según algunos expertos), la ejecución del “jomofis” no me exige ir a ningún lado. La Bucéfala (como todo buen ciclista urbano que se respete he bautizado mi bicicleta, emulando el nombre maravilloso que Alejandro Magno le puso a su equino predilecto, un azabache oriental), retoza sosegada en el jardín trasero y ha reiterado su derecho al descanso con una ponchadura en la llanta delantera. Su uso pues, ha quedado confinado al futuro, tal vez no muy cercano según los números que va anotándose la pandemia, cuando tenga que volver a la oficina a realizar mis labores.

Pero la nostalgia que verdaderamente me infringe dolor es la de correr. He leído un puñado de artículos que describen los riesgos de que, en el sendero elegido para trotar, una estela de partículas salivales quede suspendida y sea absorbida por el corredor quien, bufando como bestia herida, ingiera en una respiración atolondrada que exija abrir la boca; sobra decir que yo soy el corredor de la boca abierta. Por otro lado, hay quienes sugieren elegir zonas poco transitadas para que el “raner” no se encuentre con esta ponzoña flotante, sin embargo, el tiempo estimado de supervivencia y ululación de las partículas mentadas es de varias horas. Por tanto, en la balanza, gana ser precavido y estático.

No piense, estimado lector, que no he intentado vencer los temores. Lo he hecho y me he aventurado a un par de entrenamientos melifluos en la comodidad del adoquín de las privadas circundantes a mi casa. Han sido suficiente para enfrentarme al deterioro que el encierro de un poco más de tres meses ha provocado en mi resistencia. Sin embargo, se extraña la sensación de libertad que provoca salir a correr, la reticencia inicial de los músculos, el beneplácito que recorre el cuerpo cuando ya se ha desperezado, el sudor que empieza a modular la temperatura corporal y que termina como en cascada después de los cinco kilómetros. Pero sobre todo, se hecha de menos la calma con que se puede pensar cuando se está en propia, única y correlona compañía; esos diálogos internos en los que se discuten temas de tal trascendencia que sólo pueden ser tratados con la razón enteramente puesta en ellos; esas charlas internas donde salen a relucir las pifias cometidas en el pasado y que nos siguen haciendo renguear como piedras en los zapatos; o la oportunidad de describir con detenimiento momentos o personas instaladas en otros tiempos y que han quedado atrás.

En fin, que es esa mezcla, entre el extenuante cansancio físico y el descanso interior, lo que de verdad hace falta. También hace falta beber un trago con amigos o pasear analíticamente por los museos. Pero de esas otras carencias pandémicas hablaremos en otra mejor ocasión.

Paso cebra
Las calles se han notado pululantes, lo que no esta mal; pero los cubrebocas lucen descolocados y la sana distancia enfermiza. No bajemos la guardia ante el maldito bicho corona-virulento. Cuidémonos todos para vencerlo.

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