viernes, 1 de noviembre de 2019

Xantolo, sincretismo adrede


Desde la carretera, entrando al corazón de la huasteca, en esa especia de cierre que se ha abierto en partes, un grupo de muchachitos disfrazados tradicionalmente nos reciben con algarabía y travesura. Son casi las tres de la tarde. Hace dos días que los preparativos han iniciado y por la tarde se apertura el festival principal de celebración en la plaza 21 de mayo.
Después de atacar un plato huasteco paseo por el centro, todos los puestos están dispuestos; artesanías donde se puede comer, que se pueden vestir, colgar, mirara, disfrutar. Instalaciones especialmente preparadas para recrear una Casita de Barro y un Centro Ceremonial que emula los antepasados más lejanos de eta tierra donde el termómetro pasea con descaro coqueteando los 30 grados.

Habría llegado yo por casualidad a una fiesta que nunca había tenido la oportunidad de presencia pero de la que he escuchado mucho. Sin esfuerzo, me entrego a admirar lo que ocurre a mí alrededor con el honesto deseo de disfrutarlo.

Al filo de las 19 horas inicia todo. Se apertura la Casita de Lodo, una cocina tradicional que comienza a producir y repartir entre las familias que se han aglutinado lo mismo tamales en hoja de plátano, tacos de bistec a las puntas, hígado, chocolate caliente que por contradicción atenúa el calor que aun cuando el sol se ha ido me agobia.

Una banda de viento inaugura la banda sonora de la noche, lo secunda un numeroso grupo de niños y jovencitos que dedican sus tardes después del colegio a aprender “instrumentos tradicionales huastecos”, será mejor decir que a partir del violín y la guitarra (instrumentos occidentales por excelencia), la jarana, aprenden a interpretar melodía huastecas; esa es la verdadera manera de mantener una tradición amenazada por un mundo que se les mete por los ojos cuando miran la palma de su mano.

Sobre el escenario dispuesto en un redondel rectangular rasgan el cielo tiras multicolores e papel picado, un plafón agitado por el viento que aplaude tímidamente la fiesta. Al poco rato una cuadrilla de enmascarados se aproxima, son de Tantoyucan, Veracruz, al ritmo de jarana, guitarra y violín marchan sobre el escenario, bailan lo mismo apaches que emperadores romanos, arrieros, gente común, todos con rostros monstruosos, con efigies de calaveras, bigotones sonrientes, narigones angustiados, seres que abundan lo mismo en la imaginación que en la realidad. El ambiente es de fiesta, el público se ha compactado sl rededor del escenario y en los pocos espacios que quedan se baila al ritmo y con el ejemplo de los danzantes del tinglado.

Después de la inauguración del centro ceremonial donde el contacto con la tierra y sus frutos purifica y permite la conexión con el “más allá”, lo cuetes retumban en toda la ciudad, los fuegos artificiales convocan el día por un instante sobre las miradas que se elevan para disfrutar del colorido. La gente anda de aquí para allá, los niños corren, hay sillas vacías en el rededor del escenario principal que promete otro espectáculo. Antes, se visitan los tapetes tradicionales que desde Tlaxcala han dibujado con aserrín de colores algunas de las artesanías de la región: mascaras de viejito o de diablo, animales y vasijas de barro que se hacen en Chililico, etc.

La corte de pobladores regresa y en el templete principal se inicia una representación teatral: “El majar del Mictlán”. Cuatro actores jóvenes que usan la Comedia del Arte (característica del teatro popular italiano) para llevar a los espectadores por una aventura que tienen como objetivo rescatar, en todos los sentidos, el pan de muerto.

Huejutla es en este momento el ombligo del sincretismo, más allá de los religioso y lo pagano, de lo indígena y lo castizo, lo que ya es costumbre en casi todas nuestras fiestas populares, es una amalgama de tradiciones que confluyen en una visión compartida de los que se han ido y lo que han encontrado en el lugar al que han llegado después de morir. André Malraux lo decía bien: “La tradición no se hereda, se conquista”.

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