Escribir es un oficio solitario. En general, si lo piensa usted bien estimado lector, la literatura es en esencia un quehacer solitario. Se escribe en aislamiento, arrebatando tiempo a los amigos, la familia, los amantes. Pero también se lee en retiro, a solas, aunque leamos en el transporte atiborrado de la hora pico, nos encontramos sumergidos en la intimidad solitaria, en todo caso compartida con el autor, de la lectura. No soslayo en absoluto los círculos de lectura, por el contrario, me parece admirable el arrebato de compartir con otros ese disfrute individual. Yo, como seguramente ya ha adivinado usted, padezco un pudor lector terco e irrenunciable; el egoísmo propio del bibliófilo.
Sin embargo, el acto de escribir tiene otra cara, como una moneda que llevamos oculta en el bolsillo y que resguardamos como amuleto; seguramente porque nos fue obsequiada por alguien especial o simplemente porque su valor financiero se ejerce en otras latitudes. En esa cara oculta, ya sea sol o águila, se ocultan las presentaciones literarias. La fiesta en que el escritor abandona la soledad de su estudio para celebrar el acto mismo de la literatura, en el mejor de los casos con lectores interesados en sus dichos de papel y, aunque se comparta en voz alta el contenido del lanzamiento editorial, apenas se lee algo como anzuelo que sumerja a los posibles lectores en la soledad lectora de la que hablábamos antes. Son pues, encuentros fugaces de individuos que no ven la hora de adquirir el libro presentado, dar por concluida su asistencia en el acto y escapar a toda prisa a la soledad de su lugar favorito para leer. No se diga el autor, que regresa del agasajo revitalizado por la felicidad que implica haber presenciado un milagro: la conclusión de ese largo, atemporal, ubicuo e improbable círculo de comunicación que significan los libros.
Digo todo esto al final de la gira de presentaciones de mi último libro; una selección personal de mi trabajo como periodista cultural y que até bajo el mismo nombre de esta columna: “Transeúnte solitario”. Fueron catorce semanas de presentaciones, entrevistas, viajes, charlas, visitas, comidas, abrazos, comentarios, de desavenencias y convites, de organizar, agendar y atender las fechas pactadas, de disponer los días enteros alrededor del libro y de amor, mucho amor, sobre todo amor. Así fue como la Troyana, que por suerte en esta gira me acompañó a todas partes, describió lo que ocurría en cada actividad: ¡Cuánto amor!, dijo mientras admiraba lo refulgente que puede ser la cara oculta de mi actividad como escritor, lustre que sólo otorga la presencia de los lectores en la vida de quien esto escribe. Gracias a todos quienes participaron de alguna forma en esta oblonga y refrescante celebración. A todos ustedes, de corazón, muchas gracias.
El libro en cuestión casi agota existencias por lo que he regresado a la faceta principal, vocación verdadera, del escritor: la soledad del escritorio de trabajo. Retomo las tareas cotidianas y encaro un nuevo proyecto literario, ambicioso y desafiante que por el momento me entusiasma más que atemorizarme. A ver cuánto me dura la valentía.
Paso cebra
Para terminar, una confesión: retomar hoy esta columna, tras catorce semanas de no escribirla, ha sido un gran reto para mí. Al iniciarla, los dedos bailotearon torpemente sobre el teclado de la mac, pero, a estas alturas ya parlotean con usted, descarados y vehementes, en esta soledad acompañada en la que coincidimos usted y yo, por fortuna, cada semana. Gracias por su lectura. Hasta la próxima semana.