jueves, 14 de enero de 2010

Responso en el Club Dominó

José Manuel Solá

Parecía una aldea y sin embargo ya era casi un pueblo con sus casas de madera y mampostería y una población que se acercaba a los quince mil habitantes. Allí casi todos se conocían y conocían las circunstancias de cada cual. En particular el párroco, que absolvía de los pecados a aquellos que aún se arrodillaban en el confesionario cuando ya el secreto había sido comentado por toda la población y el pecador había sido juzgado, absuelto o censurado, tras las puertas cerradas de cada hogar.
Después de haber pasado veintiocho años a cargo de esta parroquia olvidada, el padre Oscar Yáñez conocía las interioridades de cada familia y no había situación de pecado que un padrenuestro, tres avemarías y una ofrenda generosa no resolvieran. Y cada miércoles en la tarde, al ponerse el sol, Padre Yáñez se despojaba de la sotana y se reunía con un grupo de hombres del pueblo en el Club Dominó, frente a la plaza, a conversar, escuchar la radio, beber vino, jugar dominó o sencillamente a analizar las noticias de la semana. Ya todos conocían sus posiciones, sus puntos de vista y los giros de su discurso; una mirada suya podía significar un no o una aprobación tácita a cualquier asunto.
Usualmente, cuando la tertulia se prolongaba hasta altas horas, Ramón, el propietario del café, entregaba la llave a alguno de los circunstantes para que cerrara y él se retiraba a su hogar.
Kian llegó a principios de marzo con su mochila y su sonrisa triste al pueblo. Puede haber tenido veintitrés años de edad, pero, quién sabe. Nadie supo jamás de dónde procedía o dónde se alojaba pues al atardecer desaparecía sin dejar rastro. Además era parco en la conversación, tanto que a veces las preguntas lograban una mirada serena como única respuesta. Ofreció sus servicios de jardinero y hortelano por lo que pudieran pagarle, ya fuese un almuerzo o algunas monedas. En pocos días se encontró trabajando en la casa de Herminio, el boticario.
Sin descanso, arreglaba verjas, desyerbaba y sembraba de la inagotable provisión de semillas y bulbos que contenía su mochila: orquídeas, margaritas, hortensias, girasoles, begonias, gloria de la mañana y geranios, cientos de geranios.
Dos cosas asombraban a cuantos le observaban. Aparte de la azada que usa para el desyerbo, Kian no utilizaba algún otro implemento agrícola o de jardinería; abría la tierra con sus propias manos, las que hundía casi con ternura con cada semilla que sembraba o con cada trasplante y volvía a reunir la tierra en torno a la bellota o al bulbo con la mansedumbre de una caricia.
Lo otro, ¡ah!, lo otro era la rapidez y la lozanía con que crecía cada planta, los pétalos en todo su esplendor, los tallos recios y maduros, las hojas verdes y frescas.
El pueblo se fue llenando de pequeños jardines y de saludables huertos. Las verjas caídas estaban siendo enderezadas y reparadas por el joven a quien, después de un tiempo, la gente dejó de prestar mayor atención. Trabajó en la casa de Miguel Soto, el alcalde; en el jardín de la escuela y en la residencia de Orlando Morales, uno de los dos abogados del pueblo. El otro abogado, Manuel Dávila, era un hombre muy viejo y vivía en un semi retiro, por lo que dedicaba gran parte de sus horas a trabajar en los alrededores de su casa, la que sin ser pretenciosa era sobriamente elegante y acogedora. Fue el Licenciado Dávila una de las pocas personas con las que se le vio conversar y sentarse a tomar café. En una ocasión hasta los escucharon reír. Kian disfrutaba, además, de la compañía de los niños.
El hijo del fontanero se llamaba Junio y el niño, de apenas seis años de edad, aparecía en el momento menos esperado, en el lugar en que se encontrase Kian trabajando la tierra. Hacía preguntas, se ponía en cuclillas a su lado, intercambiaban frases y sonrisas y en ocasiones el jardinero ponía semillas, bulbos o gusanos en su mano mientras describía sus características.
Una mañana de fines de marzo, Kian observó que Junio se movía agitado junto a un árbol al otro lado de la calle. En un momento dado sus miradas se cruzaron y Junio aprovechó para, con un movimiento de la mano, pedirle que cruzara la calle. Junto a él y con el cuello ensangrentado, yacía Topo, su constante compañía, su perro.
-¿Qué le sucedió?
-¡No sé!... Anoche no regresó a casa y lo buscamos y lo buscamos… Ahora acabo de encontrarlo aquí; está herido y no sé cómo llevarlo a casa pues no me deja tocarlo… creo que me morderá si lo hago…
-Veamos – se arrodilló junto al perro que, extrañamente, no se movió cuando Kian bajó las manos hasta el cuello. –Son perdigones… alguien le disparó durante la noche.
Sus manos permanecieron sobre la herida por unos instantes. La respiración del animal comenzó a normalizarse y de pronto se incorporó, la cola moviéndose alegremente, el hocico oliscando las manos de Kian. En el cuello no quedaba mancha alguna de sangre ni señal de la herida. El jardinero arrojó los perdigones lejos de sí y regresó a sus tareas al otro lado de la calle.
Junio se quedó en la acera, junto al perro, inmóvil, sin decir palabra. Contemplaba al hombre que ya hundía sus manos en la tierra. Entonces caminó hasta él y se puso de cuclillas a su lado.
-¿Cómo lo hiciste?
-Sh… no digas nada. A nadie, ¿sabes?
Los ojos de Kian reflejaban cierta severidad. Entonces Junio tocó a su perro en el lomo y echó a correr calle abajo.
El primer lunes de mayo Kian se dirigía, mochila al hombro, a trabajar en el patio de la casa de arquitectura colonial de Plácido Lebrón, el dueño de la vieja ebanistería. La noche anterior había llovido y ya el sol y la fresca brisa de la mañana habían despejado la humedad, dejando en su lugar un suave olor a naturaleza viva. Llenó sus pulmones de aire y levantó el rostro en dirección al sol de tal modo que su corta barba dorada se aclaró como si fuera de trigo. Entonces escuchó cierta algarabía y no pudo evitar caminar hacia el lugar de donde provenía el llanto y las voces de los curiosos.
-¿Qué ha pasado? –preguntó a Rafi Vélez, uno de los vecinos.
-Es la niña de Paco González, el guardián de la fábrica; se cayó por la escalera y se ha hecho una herida en la frente, debe tener el cráneo fracturado… se ve muy mal… ya fueron a buscarlo, a Paco, usted sabe, pues nadie se atreve moverla.
De entre los cabellos de la niña se iba deshaciendo un hilván incontenible de sangre. Kian miró a su alrededor con inquietud. Entonces su mirada se encontró con la de Junio que parecía leerle los pensamientos. Así permanecieron unos segundos. Finalmente y sin quitar sus ojos de los de Kian, el niño caminó hasta éste y tomándolo de la mano lo atrajo hasta donde la niña permanecía tirada, gimiendo.
-Sánala… Por favor…
El silencio se hizo en la concurrencia; Kian no se movía y la gente se miraba entre sí como buscando explicación al gesto del niño.
-Sánala… ¿sí? –repitió.
Por un momento la mirada de Kian se perdió calle abajo y comprendió que Francisco tardaría en llegar. Por otro lado, el Doctor Goytía, después de tantos años de atender a cada enfermo del pueblo, había aceptado una plaza en el hospital del pueblo vecino y se había mudado con sus libros, sus plantas, su gato y su parafernalia científica, sabrá Dios a dónde. Entonces, sin decir palabra, se arrodilló junto a la niña cuyo cuerpo comenzaba a dar muestras de convulsión. Con suavidad bajó las manos hasta el cabello de la niña y así permaneció por un largo y silencioso minuto.
Poco a poco la respiración y los movimientos de Valentina fueron estabilizándose; aspiró profunda, cálidamente… Entonces abrió los ojos y los dejó suspendidos en la mirada como de ámbar claro de Kian. Luego le sonrió. Su frente estaba limpia, la piel sin siquiera un rasguño. Cuando Francisco llegó, ya Kian era una silueta que se perdía calle abajo contra la luz de la mañana.
La noticia corrió de puerta en puerta; las especulaciones pasaron de oído en oído. “Es un santo. Es un hechicero. No, no, te digo que es un santo. Una persona común con el don de hacer milagros. Algo de brujo tiene, ¿no ven cómo todo florece? ¡Qué va!, es un fraude, un prestidigitador, un vagabundo…”
Pese a todo, con el transcurso de las semanas, la gente comenzó a acudir a él. Para el dolor de muelas. Para el catarro común. “Por mi buena suerte, perderemos la casita si no la pagamos”, le imploraban discretamente algunos. “Ay, que la nena consiga un buen marido, se me está quedando…”Pero la respuesta invariablemente era un silencio profundo y una mirada llena de dulzura. Entonces la gente se retiraba, unos desencantados, otros con cierto grado de resentimiento oculto.
En una ocasión, sin embargo, entró a la humilde vivienda de Carmen Rosa, la costurera. Ya se retiraba y el atardecer, anaranjado y púrpura, se movía detrás de las nubes de suaves sombras crepusculares. Pero al subir la acera sus ojos se encontraron con los de Pablo, que caminaba lentamente por el balcón de madera con toda la pesadumbre del mundo sobre los hombros. Se acercó a la breve escalera y permaneció en silencio, de pie, la mirada baja, los pensamientos aquietados, frente al hombre a cuyas piernas se aferraban dos niños y una niña. Adentro se movía una persona junto a la joven mujer a la que apenas hacía seis meses se le había diagnosticado cáncer.
Por un rato, los ojos de ambos hombres se volvieron hacia el mismo punto en el horizonte. Ya el atardecer se alargaba tímidamente sobre los árboles. Kian volvió a acomodarse la mochila y cuando parecía que se marcharía Pablo habló.
-Yo solo no puedo…
Entonces Kian se descolgó la mochila y sin hablar subió los tres escalones. Seguido por el hombre y los tres niños pasó al dormitorio donde la mujer respiraba con dificultad. Los ojos abiertos, desmesuradamente abiertos, se movían de un lado a otro como si fueran en busca de la vida, de la paz, del oxígeno, como con el miedo que clama desde lo más profundo. La piel, de una palidez amarillenta, parecía una prolongación del harapo de luz que se extendía desde la linterna de gas kerosén. La mujer que la acompañaba se retiró a una esquina de la habitación.
Entonces Kian tomó en las suyas una de las manos de Carmen Rosa.

Si alguno hubiera pasado junto a la humilde vivienda habría podido ver el resplandor dorado en la ventana de la alcoba, esa energía que se filtraba como una intensa herida de luz por entre las hendiduras de madera…

Al día siguiente y por primera vez en dos meses, Carmen Rosa salió al balcón acompañada de Pablo. Las murmuraciones y los comentarios en voz baja se reanudaron y en esta ocasión hasta el mismo párroco se hizo receptor de toda clase de confidencias.
El miércoles, el grupo acostumbrado fue llegando al Club Dominó. Cuando el Párroco entró la discusión era acalorada.
-¿Ven cómo mira a las mujeres del pueblo? Si realmente es un santo, ¿por qué sana a unos mientras a otros no?
-Algo busca, algo busca este hombre. ¡Y yo aseguro que es un farsante!
-¡Bah!, es un pelagatos, eso es lo que es. A mi me tiene sin cuidado. Padre, ¿qué cree usted de todo esto?
Ahora le hablaban, no a Yáñez, el amigo, el contertulio, sino al sacerdote, al teólogo, al varón de Dios. Sólo le llamaban Padre cuando buscaban el ejercicio de su autoridad en alguna disputa que no podían resolver. Aunque después cada cuál haría lo que le viniera en gana. El párroco llenó la pipa con picadura y la encendió con deliberada calma, le dio varias chupadas suaves y se volvió al mesero.
-Pon una botella de vino, Ramón; trae cuatro vasos.
Exhaló y miró a cada uno a los ojos.
-¿Y bien? –preguntó Panchi sin quitarse el palillo de dientes de entre los labios. A su lado, Emilio y Rafael esperaban sus palabras con igual ansiedad.
-Yo he reflexionado largamente sobre este asunto. Y he orado. He orado mucho, ¿saben? Pienso que este hombre, quien quiera que sea, es un peligro para la iglesia, para la fe de los ignorantes, de los humildes. Ellos son los que más me preocupan. Algunos hasta han dejado de ir a misa. Tú, Rafael, por cierto, ¿cuándo fue la última vez que fuiste a misa?
-Yo… bueno, yo…
-Ahora no importa, luego hablaremos de eso. Escuchen, en los varios meses que anda suelto por el pueblo sólo ha visitado la iglesia una vez. Si fuera santo, como ya algunos lo proclaman por ahí, ¿no es en la iglesia el lugar donde debería encontrarse? Sin embargo, en la única ocasión en que visitó el templo se puso de pie y se marchó cuando aún no terminaba la homilía. ¡Qué falta de respeto! Yo lo observé, lo observé, lo vi salir. Hasta sonreía. ¿Qué le hizo gracia? ¿De qué se burlaba? A mí que me registren. Este vino está agrio… ¡Ramón! ¡Ramón! ¿Que qué busca? ¿Que quién es? No tengo idea. A lo mejor… Bueno, hace poco lo he visto confraternizando con el Licenciado Dávila y –por si ustedes no lo saben- Dávila es un masón de clavo pasado.
-Hablan de plantas, de semillas… -intervino Ramón que ya se acercaba a la mesa.
-¡De mierda es que hablan! –dio un manotazo en la mesa y luego le extendió la botella. –Cámbiame este vino, que no sirve, anda.
-A ese hombre hay que sacarlo del pueblo –intervino Rafael.
-Kian.
-A Kian, como se llame.

II

Un viernes en la mañana Kian se encontró con Antonio Fagundo, el dueño de la única fábrica del pueblo. Casi todo el que tenía un empleo se lo debía a él. Por sus facciones parecía europeo, nórdico, más bien. Por otro lado, sus ademanes, su actitud, su visión de la vida, eran autoritarios, rudos, rayanos en la insolencia de aquellos que están acostumbrados a dar órdenes. Se le cruzó en el camino.
-Lo necesito.
Kian lo miró impasiblemente a los ojos. Luego se hizo a un lado para proseguir su camino pero Fagundo lo sujetó por un brazo.
-Le dije que lo necesito. Es mi hijo mayor que está…
-No puedo hacer nada…
-Mire, vamos a hablar, hablando se entiende la gente –sacó un fajo de billetes de su bolsillo- ¿Cuál es su precio?
-Le he dicho que no puedo hacer nada.
-¡Maldita sea, toma! –y virándole la mano trató inútilmente de obligarlo a tomar el dinero. Los billetes se dispersaron por la calle.
-Lo siento mucho, por favor, créame, no hay nada que pueda hacer…
Con la ira saltándosele por los ojos el hombre sujetó a Kian por las solapas de la camisa. Sin inmutarse, éste mantuvo su serena mirada en la del otro hombre. Entonces, con un brusco resacón, el empresario tiró al joven al suelo. La mochila se abrió y algunas de las semillas se regaron por la calle. Sin decir palabra, Kian se incorporó, recogió sus pertenencias y siguió su rumbo.
-Dejó morir a mi hijo –decía Fagundo el lunes en la noche a Rafael, Panchi y Emilio. Jamás habían visto llorar a este hombre y esa noche no sería la excepción, pero la mezcla de dolor, rabia y ron habían logrado que todos los pecados del hombre se presentaran en su rostro en toda su desnudez.
Se quedaron hasta muy tarde, hablando y bebiendo, en una mesa, en una esquina. A las once de la noche Ramón le dio las llaves del local a Emilio y se marchó. Salieron de madrugada y se fueron conversando hasta ver llegar a Kian. Venía tarareando una canción feliz.
Allí mismo lo mataron. Allí mismo las botas de Emilio le destrozaron el hígado y le reventaron un pulmón y lo dejaron con los ojos abiertos por la sorpresa y el dolor; allí cayó sin poder siquiera gritar cuando uno de los golpes de Rafael le hundió la tráquea; allí mismo se derrumbó sobre el rocío de sangre que se le saltó de la garganta muda y apretada. Ya estaba muerto cuando Fagundo le disparó. Y todo era quietud y silencio cuando Panchi dejó escapar su risita como de conejo, encendió un cigarrillo y sin decir palabra orinó sobre la cara de Kian haciendo que la sangre se licuara aún más y se tornara amarillenta. Los demás lo imitaron y la risita como de conejo nervioso se repitió varias veces más.
Lo enterraron cerca, a pocos metros de la carretera. Lo enterraron con la mochila y las semillas y los bulbos que ya nadie vería florecer.
Al principio en el pueblo extrañaron su ausencia; luego pensaron que era una persona excéntrica que según había llegado se había marchado.
En cuestión de meses los jardines comenzaron a marchitarse por el descuido. La hojarasca era arrastrada por el viento y una profunda sensación de abandono y decadencia vagabundeaba por las calles solitarias.

III

Un jueves al atardecer, a principios de noviembre, llegó un hombre al pueblo y ocupó una habitación en la casa de huéspedes, al final de la calle. En las escasas ocasiones en que se le vio, durante los primeros dos días, conversaba y escuchaba las historias de los niños del pueblo.
Sus ademanes eran amables y seguros, pausados, con una autoridad honda. El domingo por la tarde entró al Club Dominó. Ramón se le acercó y el hombre le pidió agua. Solamente agua. Tenía sed, dijo. Y pagó por el agua.
No conversaba. Se entretenía mirando a través del cristal de la ventana. Solamente volvía la mirada cuando entraba algún parroquiano, entonces lo observaba con discreción y luego volvía a su jarro de agua, a leer el periódico o a mirar por la ventana.
El domingo y el lunes entraron Rafael y Emilio. El martes entró solamente Panchi.

El miércoles entraron todos.

Antonio Fagundo se había hecho miembro asiduo del pequeño círculo. Usualmente era él quien pagaba la cuenta de los miércoles por lo cual el dispendio en el consumo de bebidas rebasaba los límites. El último en llegar fue Yáñez. Este era más mesurado en el consumo de vino e igual a Fagundo mantenía el equilibrio cuando salían del lugar.
A las ocho de la noche el resto de los parroquianos había abandonado el Club Dominó. Sólo quedaba el grupo de cinco hombres. Y el otro, el desconocido.
Estuvieron conversando en voz alta hasta cerca de las diez. Como todos los miércoles, Ramón le entregó las llaves a Emilio y colgó el delantal en una silla detrás del mostrador. Al pasar junto al desconocido se detuvo un momento.
-Si desea algo más puede pedirlo a cualquiera de ellos.
-Gracias.
Al cerrarse la puerta el hombre hizo girar su silla con lentitud. Ahora los observaba; miraba al grupo con tranquila intensidad. Así se mantuvo por un rato. Una sensación de inquietud fue descendiendo sobre la mesa del grupo que ahora callaba. Finalmente, Fagundo habló.
-Escuche, amigo… ¿podemos ayudarlo?
Sin decir palabra el hombre se puso de pie y caminó hacia ellos. Se detuvo frente al grupo. Ahora todos lo observaban con atención. Era más alto de lo que en principio parecía. Su cabello negro era ciertamente largo para esos tiempos. Descansaba las manos sobre la hebilla de su cinturón. Su voz profunda y grave, su propia presencia, su mirada, parecieron comenzar a ejercer su autoridad y su dominio en la sala. Las palabras descendieron con poder hasta la mesa.
-Busco a mi hermano.
Reconocieron aquella mirada por la que parecían asomarse todo el horror y toda la angustia de la humanidad, todo el dolor de milenios de crímenes impunes, toda la tristeza y el llanto de los inocentes. Pero no pudieron moverse. Una sensación de frío y terror los mantenía inmóviles, mudos, en cada silla. Afuera el rótulo de neón comenzó a parpadear y finalmente estalló con un chisporroteo de luces y descargas eléctricas.
Entonces el hombre abrió los brazos y tras abrir los brazos desplegó sus alas, unas alas asombrosas, unas alas inmensas y llenas de luz.
Nadie supo jamás lo que sucedió allí. Durante una hora el establecimiento se vio inundado con un resplandor azul que aleteaba y se extendía hasta los viejos adoquines de la calle. Luego fue decreciendo hasta desaparecer por completo. Sólo podemos suponer que algo tan hermoso y tan terrible como el amor y como la muerte ocurrió aquella noche en el Club Dominó.
De Emilio, Rafael, Panchi y Fagundo no se volvió a saber. Tal vez abandonaron el pueblo esa misma noche… ¡quién sabe! Sobre la mesa y por el piso encontraron cientos de dólares desparramados.
Al amanecer, los gritos del párroco despertaron a los vecinos del centro del pueblo. Tras andar varios pasos caía, una y otra vez, de rodillas. Esa misma tarde se lo llevaron y hasta el último día de su vida estuvo encerrado llorando, mortificándose, hilando y deshilando incoherencias en la angustiosa espera del exterminador, ángel u hombre, que un día vendrá por él.

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