viernes, 31 de agosto de 2018

La certeza de un sendero oculto



Entre el caudal de días / un sendero de pasos detenidos.

Escribir es un acto de rebeldía. En estos tiempos de redes sociales y “feik nius”, escribir poesía es un acto de valentía. Hacer llegar esa poesía a través de los mismos caminos digitales e inmediatos donde pasean liviandades y perezas es una bravuconada. Tal vez por eso, es por lo que la poeta hidalguense América Femat Viveros ha decidido titular “Irrupción” a su segundo libro; una compilación de poemas sueltos que fueron sembrados lo mismo en revistas literarias digitales, publicaciones de “feisbuc” o antologías en papel. La ilusión de ser leída en lo inmediato, por lectores a los que tal vez no tenga acceso de manera física, ha crecido en el sueño de mostrar esos versos en el soporte por excelencia de la literatura, el papel. 

La devorada luz que destila el acantilado / de mi sexo, / la revocada ola / parida entre las piernas de las rocas, / la derramada sed e la mar de los cuerpos (…)

Desbordan el erotismo febril de quien se sabe amada, deseada, también aquellos elementos que ya han estado presentes en sus poemas anteriores: el misticismo y la intimidad de una emoción, el amor materno, la nostalgia. Aparece, irrumpen debería decir, el agua y los pájaros; desde el universo diminuto de una lagrima hasta el embravecido mar que estalla en el pecho, el aleteo suave de colibrí hasta el batiente vuelo presuroso de la noche. El amor esta ahí, inocente y cristalino. Ay de aquel que detonó estos versos. Pobre diablo al saber que los ha perdido.

Una casa, una mesa, un silencio, / momificada sinfonía.

Asoman de pronto sus influencias, poetas que en las lecturas favoritas van dejando un rastro interno, aparentemente de origen ignoto, pero que llevan la poesía de América por rumbos que la misma poeta no sospecha y se aparecen de pronto para florecer transformados, novedosos. Ahí deambulan Rubén Bonifaz Nuño y Wislawa Szimborska, Jair Cortés y Rosario Castellanos. Estamos ante una escritora que lee, se nota a leguas. La poeta enmudece con el único lenguaje perfecto, la poesía.

No esperes de pronto / un remordimiento estalle, / volcada polvareda hacia un desierto.

Nada deja al azar de la inspiración. Es clara y precisa en sus imágenes, meticulosa en la cadencia que imprime a cada verso y enseñoreándose urde el “todo” que significa cada poema. Su madurez literaria es evidente. Se abra paso como quien entra en la maleza, con la seguridad de que entre la hierba hay un camino para andar. Alguien ya lo ha recorrido. Tal vez no.

La palabra mía se vuelve / selva y enredadera del insomnio (…)

“Irrupción” es también el inicio de otro sueño, el de la editorial independiente Cipselas. Esos pequeños pétalos delgados, puntiagudos y volátiles de los Dientes de león, que al soplar se marchan en desbandada. Dicen que, si alguno de ellos te entra al ojo, te deja ciego. Deseo que cada libro que produzcan tenga el mismo efecto, pero viceversa.

El alfabeto es pequeño para una estela / de tres puntas que me persigue donde / existo.

América Femat Viveros es consciente de su destino, ese destino compartido por todos los poetas que sabemos que nunca podremos dejar de escribir. En esa conciencia se ha ganado un lugar en la poesía de Hidalgo, el cual nunca nadie se lo podrá quitar.

Paso cebra

Desde este cruce quiero felicitar a la escritora hidalguense María Ruiz, quien obtuvo la semana pasada el Premio de Narrativa Infantil Caleidoscopio 2018, en la categoría Cristal. Este premio convocado en la ciudad de Aguascalientes por Tera Ediciones es una gran oportunidad para reconocer a aquellos que dedican su pluma a los lectores más pequeños. María Ruíz ha dedicado su trabajo literario a recuperar la memoria de su pueblo, Huasca de Ocampo, y también a incentivar la imaginación y el deseo lector de los niños. Es además una escritora de gran imaginación y habilidad narrativa, el titulo del cuento ganador es apenas un botón: “Mariquita dedos en la nariz”. Vale la pena celebrarlo. Es un buen momento para la literatura para niños que se escribe en Hidalgo. ¡Felicidades flaca!

miércoles, 29 de agosto de 2018

El andamiaje íntimo del miedo mutuo



¿Qué sentido tiene reseñar un libro que ha dejado de ser novedad literaria? El trabajo de los reseñistas tiene mucho que ver con la oportunidad periodística de dar a conocer algo nuevo, la primicia editorial para sus lectores. Sin embargo, aquellos que semana con semana nos sentamos frente a la titilante blancura de la computadora para esbozar, la mayoría de las veces sin mucho tino, ideas alrededor de un libro que nos ha impresionado o sobre el que nos han encargado escribir algo, somos afortunados por la posibilidad simple y llana de hablar, mejor sería decir “escribir”, sobre lo que nos apasiona: los libros.

A mi me sucede ahora aquello de estar impresionado y es que acabo de terminar la lectura de La isla del padre la más reciente novela (aparecida en 2015, cabe decir), del escritor bilbaíno Fernando Marías. El libro, escrito con fineza, es profundamente conmovedor. En sus páginas el autor va narrando los últimos días de vida de su padre, con quien ha tenido a lo largo de la vida una relación íntima, aunque difícil; entre ellos dos se ha establecido desde el primer momento una tensión amorosa especial a la que le ha dado por llamar “el miedo mutuo”. Ese vínculo padre e hijo, indisoluble pero intrincado lo lleva a narrar la vida de su padre como último homenaje a quien no solamente le dio la vida, sino que le dio, a través de su trabajo como hombre de mar, el sostén económico, moral y sentimental para formarse como un hombre, en este caso, de cine y de letras.

Salta a la vista la admiración, el cariño acumulado en las largas ausencias marítimas de las cuales, su padre volvía cargado de regalos ─para Fernando y sus hermanos─ así como de historias que compartía con sus tres hijos pero que se arraigaban en el mayor de ellos, el niño que intentaría llevar a la pantalla de plata esas historias y que terminaría plasmando parte de ellas en paginas memorables de la novelística española reciente.

Me atrevo a decir que los primogénitos tenemos una relación especial con el padre. Somos de pronto su viva imagen y pasamos gran parte de la vida tratando de no serlo. Los hermanos menores no llevan esa carga, otras quizás. Al cabo el tiempo aplaca esa intentona golpista contra los genes y los rasgos de carácter que vamos heredando en el convivir cotidiano. Yo mismo, me anudo las corbatas igual que mi padre tras años de combatir contra el inexorable destino de ser idéntico a él. Alguna vez he confundido mi propio reflejo en un escaparate lejano con la efigie de mi padre, e incluso, sorprendido, he apurado el paso para saludarlo.

Sobra decir que La isla del padre es un libro de amor. Un libro de memorias que hace latente el amor sostenido entre sus protagonistas y el amor que llevó a su hechura. Fernando Marías va narrando la historia y al mismo tiempo nos va diciendo “cómo” es que va narrando la historia, logrando una suerte de ilusión literaria donde podemos ver el interior de un edificio asomados desde los andamios que cubren y sostienen su fachada. Las batallas libradas en la soledad de la habitación del hospital donde su padre dio su último aliento, su última promesa; en la soledad de la casa familiar ya vacía; en la soledad de los trenes que lo llevan de nuevo a su natal Bilbao desde Madrid para ir escribiendo página por página una historia que, mientras esta siendo escrita, mantiene a su padre vivo escribiendo el libro junto a él. Una esgrima emocional va trazando por el aire los pasajes de la memoria que se mezclan con el presente, azarosos pero causales de una historia que merecía ser contada.

Y por si fuera poco la intensidad del sentimiento que motiva la novela, en ella podemos apreciar la otra pasión de Marías: el cine. No solamente a través de las anécdotas de la infancia en las que su padre compartió el disfrute de una película, en ocasiones prohibida para los menores por la exagerada censura franquista, en una habitual sala de cine, sino también en el planteamiento estético, incluso narrativo de algunos pasajes del libro. En especial el que cierra la novela: un plano cerrado del rostro sudoroso de su padre, boxeando a solas contra el saco de entrenamiento en el interior de un barco, la toma se abre y se aleja hasta el punto de la nave cruzando el océano impulsado por el “humilde viento implacable de los puños de mi padre”.

La isla del padre es una novela única que avanza por el amoroso y feroz viento de los puños de Fernando Marías.

viernes, 24 de agosto de 2018

Paz babélico: notas sobre su trabajo como traductor


Ilustración: Román Rivas

A raíz de la muerte de su viuda, Marie-José Tramini, ocurrida a finales del julio pasado, el legado del Nobel mexicano Octavio Paz ha vuelto estar en el ojo del debate. Y es que Marie-Jo se había convertido, incluso antes del fallecimiento del escritor, en custodia feroz del archivo de Paz, el cual debe estar inmensamente enriquecido con notas, tal vez inéditos y minucias que bien pueden dar para una o varias investigaciones literarias sobre uno de los personajes más importantes de la cultura mexicana. Ahora, cuando la musa se ha reunido con el poeta en el punto más luminoso de la llama doble, la comunidad intelectual esta preocupada por el destino que tendrá ese legado, el cual, en opinión de la mayoría, debería ser custodiado, administrado y divulgado por las autoridades culturales de nuestro país. Mientras eso ocurre quiero trajinarnar sobre una de sus facetas, la más intima a mi juicio, la de traductor.

Octavio Paz fue sin lugar a duda un traductor de cepa. Dicho adjetivo se suma a la innumerable cantidad de oficios literarios que ejerció. Este, el de traductor es tal vez uno de los que generan menos discrepancias, tal vez, porque en él imprimía dos de sus más grandes pasiones: la lectura y la creación poética.

La mayoría de sus traducciones se contienen en “Versiones y diversiones”, volumen en el cual se confirma que el impulso primigenio que lo llevó a este ejercicio fue siempre el deseo de compartir con otros lo que a él mismo hacia disfrutar. Es el resultado de la pasión y la casualidad, escribió.

Reflexionaba, siempre con su característica elocuencia, sobre el ejercicio de traducir: El punto de partida del traductor no es el lenguaje en movimiento, materia prima del poeta, sino el lenguaje fijo del poema. (…) Su operación es inversa a la del poeta; no se trata de construir son signos móviles un texto inamovible sino demostrar los elementos de ese texto, poner de nuevo en circulación los signos y devolverlos al lenguaje.

El destino final de su ejercicio como traductor era el mismo del resto de sus incursiones literarias: la creación. Pero al ser traductor sustituía por gozo la academicidad y la reflexión. El punto de partida fueron poemas escritos en otras lenguas; el de llegada, la tentativa de escribir, con ellos, poemas en la mía. Era por ello no incluía los poemas en lengua original, sino solamente las versiones que de ellos menaban como un poema nuevo, buscando lo que otros grandes traductores buscaron.

Paz no solamente traducía de las lenguas que hablaba, también de otras en las cuales, sus incursiones eran apoyadas por amigos: para traducir del sueco se ayudó del poeta rumano Pierre Zekeli; para traducir del chino recurrió no solamente transcripciones fonéticas y traducciones interlineales, sino que también se acogió al consejo del poeta Wai-lim Yip.

Mención especial merece la traducción que realizó de Basho, permitiendo por primera vez a una lengua occidental el embelesamiento del haiku. En dicha aventura Paz no solamente fue apoyado por Eikichi Hayashiya, sino que ejerció con entera libertan la creación ideal de la traducción poética: crear imágenes, cadencias, músicas similares a través de idiomas distintos. Se destacó como un traductor audaz, rodeando de polémica sus versiones.

Entre los autores que tradujo están: Apollinaire, Pessoa, Michaux, Gunnar Ekelöf y el mencionado Basho. Para completar la geografía estética de los gustos de Paz es necesario mencionar algunos autores de los cuales realizó frustradas versiones las cuales quedaron pendientes: Dante, Yeats, Tasso, Leopardi y Wordsworth.

Por otro lado, Octavio Paz siempre estuvo cerca de sus traductores, entre ellos destacan dos: el norteamericano Eliot Weinberger y el francés Claude Esteban. Aun cuando Paz dominaba el inglés y su francés era suficiente para realizar él mismo versiones de su poesía en esos idiomas, permitía que otros emprendieran dicha tarea, de la cual, se mantenía muy atento; sin embargo, dejaba a los traductores el libre albedrio del ejercicio.

Enrique Díez-Canedo dijo que traducir es siempre sacrificar; pero no ha de sacrificarse nada esencial. Octavio Paz así lo hacía.

viernes, 17 de agosto de 2018

Lecturas de tienda departamental


Para empezar, en mi defensa diré, que el título de hoy no esconde ironía. Es a todas luces una frase honesta, cristalina; escuetamente descriptiva. Y es que hace un par de meses algunos amigos, tres o cuatro de ellos tal vez, compartieron con sorpresa en facebook el hallazgo de un buen libro en los anaqueles de las tiendas departamentales donde Mamá Lucha presume de abatir, con espectaculares llaves, los precios altos. Ese tesoro literario a precio de remate lo había encontrado yo a finales del año pasado y por su voluminoso grosor el precio parecía ridículo; 49 pesos por más de 700 páginas en un tamaño “de bolsillo” (escúchese aquí, ahora sí, un eco irónico).

Pero esto no es nuevo. Recuerdo haber comprado en el Aurrera de Tulipanes varios libros cuyos autores o títulos los hacían interesantes, pero cuyo precio los hacia irresistibles. El primero de ellos, comprado tal vez en 2013, fue Infancia, el primer tomo de memorias del nobel sudafricano J. M. Coetzee. ¿Un libro de tal sensibilidad en el mismo pasillo donde se encuentran los cuadernos con insufribles estrellas pop en la portada? Ver para creer. ¿El libro de un premio Nobel en el mismo carrito donde se ha depositado los artículos de limpieza? Pulcritud para los baños y para el alma.

Debo destacar que este oasis de intelectualidad esta ubicado en un lugar privilegiado dentro del amplio desierto de docenas de marcas conocidas; un mundanal de productos de lastimosa primera necesidad. Uno va en el último pasillo hacia la zona de cajas y aparece, disimuladamente en la rivera derecha. Los más distraídos pasan de largo. Otros, un poco más curiosos, se detienen preguntándose: ¿libros en el súper? O tal vez no. Tal vez la tendencia de Walmart, de tener una amplia sección de librerías Gandhi en su interior (aunque llena de títulos comerciales y sin nada que realmente valga la pena), ya ha permeado y ya no resulte tan extraño una “librería” en una cadena departamental enfocada a otra clase social, tal vez la más alejada de la lectura.

Por esto último se destaca, en este caso, el tipo de libros, la variedad que se ofrece; lo mismo un par de títulos de autoayuda, algunos infantiles, novelas rosas infumables, recomendaciones para bajar de peso y libros sobre personajes políticos a la postre en desgracia versus aquellos victoriosos en la última elección. Todo esto, conviviendo con garbanzos de a libra de la literatura contemporánea.

Algunas otras joyas que he podido conseguir en este “autlet” libresco han sido: la divertidísima novela de Jordi Soler sobre Antonin Artaud, Diles que son cadáveres; la cautivante novela de Joakim Zander, El nadador, la cual por cierto renueva el género de intriga internacional; también los maravillosos Ensayos completos de Paul Auster (el tesoro que presumían mis amigos lectores-escritores en el feis); o la hilarante Nuestra pandilla del recordado Philip Roth; incluso una Gramática escolar de la RAE. Ahora mismo estoy leyendo la reciente adquisición departamental: La isla del padre de Fernando Marías, Premio Biblioteca Breve 2015, una conmovedora historia. Todos a cuarenta y nueve noventa.

Desde hace un par de años, este departamento de libros, aunque por el tamaño debería de compararse con un departamento de interés social, se encuentra a espaldas del anaquel de los focos; ¿luminosa poética del caos del autoservicio?, ¿o simple capricho del gerente en turno? Vaya uste’a saber.

Paso cebra
¿No sería bueno hacer lo mismo con los libros de autores hidalguenses? Un acierto sería que pudiera concretarse un convenio con la tienda departamental en cuestión para que en todos los Aurreras del estado se distribuyeran los libros producidos por la Secretaría de Cultura de Hidalgo (recientes y no tan recientes), de tal manera que quien hace el “súper” tuviera la oportunidad de agenciarse uno o varios títulos a precios igual de “competitivos” que los hasta ahora encontrados. Variedad, hay; calidad, sin dudarlo. Mejor encausar la producción editorial local a estos canales ya comprobados que mantenerlos en las bodegas. Con suerte alguno de nuestros libros es arrojado al carrito junto a las chuletas ahumadas y el aromatizante ambiental.  Ojalá se les ocurra pronto.

viernes, 10 de agosto de 2018

Cuando el Rius suena, humor lleva


Uno de mis primeros tesoros literarios en la alta infancia fue Nosotros los hombres verdes, el libro con el que Abel Quezada proclamaba el epítome del caricaturista. Me lo había obsequiado mi padre y a partir de su lectura me aficioné por la caricatura y la historieta; Quino, Shultz, por mencionar sólo a dos. Incluso mi entusiasmo por los “monos” me llevó a acariciar en secreto la idea de intentar algunos cartones para el boletín semanal de la asociación de vecinos de nuestra unidad habitacional ─un gueto clasemediero de edificios naranjas en los linderos de Tlalnepantla y el Distrito Federal─ y que mi padre dirigía. Por fortuna (para los lectores de ese pasquín, por supuesto), no cristalicé mi sueño pues soy tan malo para dibujar como para la música; tengo dos manos izquierdas, pues.

Así que después de chutarme todos los libros horizontales de Mafalda y Peanuts, enfilé mis intereses por las historietas que tuvieran un estilo más mexicano, como el que había conocido en la magnifica selección del libro de Quezada. Me topé entonces con las historietas de Los Supermachos y a partir de ahí me hice fan declarado de su autor, un tal Rius.

Eduardo del Rio, era su nombre “no artístico” y forjó en mí ideario personal, y en el ideario colectivo de miles de mexicanos, la estética del humor del último cuarto del siglo XX. No solamente con sus cartones editoriales y críticos en las páginas de diarios como Ovaciones, Novedades y el Excelsior (de Scherer), y en revistas como Siempre! y Proceso (también de Scherer), sino también con lo que dibujaba en las páginas de su propios libros; una serie de volúmenes temáticos que abordaban de manera campechana pero seria temas que en mi juventud me interesaban como la propia historia de la historieta, el jazz y hasta la filatelia.

Todos los andares (y sus detalles) que llevaron a Rius a ser un “monero” tan prolífico, admirado y respetado por los lectores mexicanos y de diversas partes del mundo están relatados con habilidad en el libro Mis confusiones, memorias desmemoriadas. El volumen, voluminoso, se conforma por 85 capítulos (no muy largos y por supuesto ilustrados) en donde Rius nos platica como si estuviéramos echando una copita de mezcal con él, todas las peripecias de su vida: sus orígenes en Zamora, su familia, su llegada al DeEfe, su paso por la educación católica que provocaron su ateísmo, sus primeros trabajos “comunes y corrientes”, hasta llegar a su salto a la caricatura. A partir de ahí, la historia de vida de Rius va veredeando en paralelo con parte de la historia del periodismo en México. Destaca no solamente las anécdotas vividas en su quehacer como periodista gráfico, si también la relación que estableció con sus colegas y contemporáneos, sin pudor por ocultar tanto sus cariños como sus aversiones. Tampoco se detiene al hablar de sus aficiones, sus afecciones, sus placeres (incluidos los sexuales) y sus fobias. Todo el tiempo dejando clara su pasión por el trazo como resultado de una idea.

No se podía esperar que un libro escrito por alguien que dedicó su vida al humor fuera parco, por el contrario, las páginas de este libro son irónicas y cargadas de un humor, a veces blanco, a veces negro, otras colorado, develando y confirmando la teoría que teníamos muchos de quienes le seguíamos: que no solo era historietista, era también un escritor (de puras letras como él decía).

Hace apenas dos días se cumplió el primer aniversario luctuoso de quien puede ser considerado el caricaturista más importante del final del siglo pasado; parte de una generación de historietistas a quienes les tocó reflejar en sus trazos un México que cambió más rápido de lo que todos esperábamos, y maestro de otra generación de cartoneros a quienes les ha tocado saltar de las páginas de los diarios y revistas, a la televisión y la internet (tan llena de memes y tan carente de humor). Creo que el heredero directo de su estilo es Pacasso, sí, el de la Unidad de quemados que sale en el noticiario nocturno de la tele.

Rius es un referente el humor y la crítica de los acontecimientos que provocaron, en los últimos 30 años, la transformación democrática de este país. Al Rius le hubiera gustado presenciar el resultado de la última elección presidencial. Lo hubiera celebrado con un cartón memorable, del cual nos quedamos con las ganas.



viernes, 3 de agosto de 2018

De cómo morir y no dejar de vivir en el intento


¿A dónde iremos al morir?, es tal vez una de las preguntas más antiguas que nos hemos formulado los hombres. Pero al morir ¿dónde irán nuestros afectos, nuestros odios, nuestras preocupaciones y nuestros anhelos? ¿Nuestros miedos?

El narrador norteamericano George Saunders aborda de manera magistral estos cuestionamientos en su más reciente libro. Cuentista reconocido, “Lincoln en el Bardo” es su debut como novelista en el que logra, no solamente sorprender a la crítica y adjudicarse el prestigioso Premio Man Booker del año pasado, sino que además cautiva a los lectores; los que ya tenia y los que ha ido cosechando en estas páginas.

Desarrollada a partir de un hecho real, la muerte del hijo de doce años del presidente Abraham Lincoln, Saunders desarrolla una historia que ocurre en una sola noche, la noche posterior a la muerte del infante, donde imagina y describe el sentir de un padre azotado por la pérdida del vástago, debatiéndose además por los sentimientos de culpa y la responsabilidad de dirigir un país sumido en una guerra fratricida que tiene a la nación partida por la mitad.

Con una estructura innovadora ─la novela no está narrada de la forma “tradicional”: un narrados omnisciente o, en su defecto, narrada por uno o varios personajes─, hace avanzar la historia a través de un coro polifónico compuesto por 160 voces. La originalidad del relato radica, entre otras cosas, por la mezcla de testimonios de personas que rodeaban a la familia presidencial en 1862, incluso ciudadanos comunes de la época y que plasmaron su punto de vista en libros o cartas, y las voces de los espectros que habitan el cementerio de Georgetown donde fue enterrado el muchacho.

El Lincoln al que hace referencia el título es por supuesto Willie, quien al morir se encuentra en un lugar lúgubre y atemporal sin darse cuenta del todo de su nueva condición. Quienes ahí le reciben saben que el pequeño nuevo huésped de aquella onírica realidad debe aceptar su condición de “fallecido” para emprender el último tramo del viaje hacia la muerte definitiva, de lo contrario, permanecer en ese limbo al que Saunders, por su conversión al budismo, designa como el Bardo, puede depararle un destino mucho peor que la muerte.

Pero el titulo también hace referencia a Lincoln padre, al presidente que, sumido en la exigencia de su cargo y de su momento histórico, hace una pausa para ir a llorar a la tumba de su hijo y recordar y reprocharse y sacudirse a través de un último adiós el dolor y así seguir luchado por el bienestar de un pueblo incidido por la desigualdad, el odio, la desconfianza y la traición. Es el hijo en el Bardo ante la muerte, es el padre en el Bardo ante su destino histórico.


El autor ha hablado recientemente de que el hecho de que su novela hable, a través de un suceso trágico, del amor y la familia es un buen pretexto para repensar los valores americanos; no en un sentido instructivo y ortodoxo, por el contrario, en la más crítica de las perspectivas, para poder así reinventarlos.

No hay que dejarse engañar con aquello de que las obras premiadas no son siempre las de mejor calidad, esta sin duda es una de las mejores novelas del año y coloca a su autor como el mejor novelista del momento. Si no la ha leído, hágalo, no se arrepentirá; es una obra maestra.

Paso cebra
Como cubetada de agua fría en una mañana de enero cayó la noticia del repentino fallecimiento del maestro Álvaro Serrano, el pasado miércoles. Hombre apasionado de la danza, comprometido con su enseñanza y difusión, de gran talento, carisma y siempre afable. Tuve la oportunidad de tratarlo docenas de veces, entrevistarlo, charlar con él, coincidir en algún evento o alguna comida. Su trato fino y su temperamento generoso le ganaron el cariño y admiración de alumnos (entre los que se encuentran numerosas generaciones de bailarines) y público en general, los cuales se volcaron la noche del día de su muerte al teatro San Francisco para rendirle un merecido homenaje de cuerpo presente. El hueco que deja en la danza folklórica de Hidalgo será difícil de llenar y aquel que queda en el corazón de quienes le conocimos, imposible.