Largo e indecible el camino que he recorrido. Los árboles han mudado sus cortezas ardidas: serpientes inhiestas renaciendo cual fénix. En los reptiles anida la memoria del holocausto que nos escupió a la vida; también en las piedras y los insectos. Al salir nos segó la calma del mundo nuevo, nos ensordeció el barullo divino de lo creado y nos envenenó la conciencia de sabernos superiores. Paso a paso fuimos colonizando los lugares que antes eran hogar de bestias y dioses. Corrompimos el aire con nuestro aliento agrio, el agua con nuestro orines: savia de fronteras inexistentes; la tierra con nuestro cultivos de bisutería: espigas huecas.
Sepultamos la memoria de nuestra existencia mediocre con historias de reyes magnánimos cuyas heridas sangrantes de benevolencia nos salpicaban. Habían combatido en nuestro nombre guerras intestinas que nos dieron tierra y nos quitaron padres aun sin saber quienes seríamos. Sobre los cadáveres del enemigo fundaron la gloria que de noche nos cubría y de día nos hostigaba; aquellos nombres tampoco fueron conocidos aun por los hijos nunca engendrados ni las esposas inmaculadas. Cabalgaron día y noche siguiendo el rastro de sangre que habían dejado como indeleble pista que los devolvería a casa. Cargaban consigo alforjas repletas de rezos susurrados por los héroes que ya fecundaban los campos recién conquistados. Los recibimos a las puertas de la muralla e inventamos espadas que empuñaban manos justas, castillos posibles para todos y riquezas escondidas en el fin del mundo, en la justa espera de ser encontrados por nosotros cuando la edad nos traiga sin remedio el sacrifico de ir a buscarlos.
Las fogatas hicieron madurar, de boca en boca, la historia imberbe e irrelevante para nosotros. La última noche de aquel tiempo los sabios hurtaron todos los ríos. Vertieron en ellos el pus que en sus bocas había estrangulado las verdades y engendraron medusas que no dejaron gota sin aquella poción de vasallaje. Por la mañana todos bebimos y entonamos el himno de nuestro poderío: los bramidos engendrados en nuestra primitiva morada de roca. Al fin allí, rebosantes nuestros oídos de semejanza, nos percibimos solos: abandonados.
Sepultamos la memoria de nuestra existencia mediocre con historias de reyes magnánimos cuyas heridas sangrantes de benevolencia nos salpicaban. Habían combatido en nuestro nombre guerras intestinas que nos dieron tierra y nos quitaron padres aun sin saber quienes seríamos. Sobre los cadáveres del enemigo fundaron la gloria que de noche nos cubría y de día nos hostigaba; aquellos nombres tampoco fueron conocidos aun por los hijos nunca engendrados ni las esposas inmaculadas. Cabalgaron día y noche siguiendo el rastro de sangre que habían dejado como indeleble pista que los devolvería a casa. Cargaban consigo alforjas repletas de rezos susurrados por los héroes que ya fecundaban los campos recién conquistados. Los recibimos a las puertas de la muralla e inventamos espadas que empuñaban manos justas, castillos posibles para todos y riquezas escondidas en el fin del mundo, en la justa espera de ser encontrados por nosotros cuando la edad nos traiga sin remedio el sacrifico de ir a buscarlos.
Las fogatas hicieron madurar, de boca en boca, la historia imberbe e irrelevante para nosotros. La última noche de aquel tiempo los sabios hurtaron todos los ríos. Vertieron en ellos el pus que en sus bocas había estrangulado las verdades y engendraron medusas que no dejaron gota sin aquella poción de vasallaje. Por la mañana todos bebimos y entonamos el himno de nuestro poderío: los bramidos engendrados en nuestra primitiva morada de roca. Al fin allí, rebosantes nuestros oídos de semejanza, nos percibimos solos: abandonados.
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