viernes, 10 de julio de 2020

Selfi mutuo con tapabocas


Hace muchos años la Flaca compró un polimorfo portarretratos para colgar en la pared. Le caben diez fotos de diversos tamaños. De inmediato lo llenó con imágenes de familia, amigos cercanos y nosotros, quiero decir de ella y yo. Al paso del tiempo y por diversas circunstancias las imágenes fueron relevadas y vueltas a poner en su lugar. Hasta hace dos días se le podía apreciar prácticamente igual que en su primera distribución de recuerdos. Incluso, mirándolo detenidamente, llegué a pensar que las formas y colores de esos retratos se habrían ya mimetizado con el cristal que las protegía. Pero no fue así. En un arranque de emoción y con un puñado de retratos compartidos, la Flaca decidió cambiar todas las fotos, colocar en lugar de los rostros de amigos y familiares nuestros selfis mutuos más afortunados (incluso uno donde aparecemos embozados contra la pandemia). El espacio alcanzó también para las amigas más cercanas y las criaturas más queridos. Pero, sobre todo, hubo espacio para desbocar la pulsión de conservar a la vista aquellos momentos determinantes para eso que llamamos felicidad; son tan pocos que bien vale la pena tenerlos a la mano y resguardarlos del olvido.

La fascinación por los retratos data de la época helenística y generalizó el uso del retrato honorífico con fines enteramente públicos y el uso del retrato privado como parte del culto a los antepasados; iniciaba la república. Sin embargo, sin adscribirnos solamente a esa línea estética, todas las cultura, antiguas o modernas, desarrollaron técnicas, primero escultóricas y después pictóricas, para preservar la memoria de aquellos que merecían reconocimiento o simplemente no debían ser olvidados. Hacía el siglo XIX, la fotografía suplió las necesidades “retratísticas” que se habían practicado hasta ese momento en el lienzo y la piedra, dando lugar a una de las costumbres más interesantes de esa época: las tarjetas de visita. La costumbre dictaba que las personas pertenecientes a la clase alta tuvieran un retrato, individual o de familia, reproducido en un papel grueso que era llevado como presente de agradecimiento a la casa de alguien que les invitaba; esa tarjeta se dejaba y en ocasiones era colocada en un portarretrato como evidencia del encuentro.

Dando un salto elíptico en el tiempo, la tecnología nos ha permitido volver a la costumbre de las tarjetas de visita con características digitales de retratos que compartimos vía guatsap o mesanyer. Ya pocas veces, o tal vez sea nula la posibilidad, imprimimos en papel fotográfico o corriente, los recuerdos que nos merecen la pena. Nos parece tan arcaico e inútil como escribir cartas de puño y letra. De ahí que el impulso de colgar en la pared nuestra obsesión por detener el tiempo, sea un acto de rebeldía ante la costumbre de almacenar cientos y cientos de imágenes en nuestro teléfono móvil. Como quien decide que, de toda esa avalancha de momentos, un puñado son suficientemente importantes para convertirlas en el decorado permanente de nuestra confinada cotidianidad. Ahora la Flaca y yo, somos nuestro mejor paisaje.

Paso cebra
Murió el compositor que más le ha dado al séptimo arte. Dotó de maravillosos sonidos a imágenes que se volvieron icónicas en la pantalla de plata. Con profundo arraigo en la academia, siempre estuvo dispuesto a la experimentación y la búsqueda sonora. Le dio sonido al western, a la rabia y la fe en la selva guaraní, o al deleite de lo prohibido como los besos recortados de las películas por la censura. Sus bandas sonoras eran un disfrute total, desde las más famosas, como la ya referida Cinema Paradiso, hasta una que otra que aparentemente pasó sin pena ni gloria, como la escrita para la película Wolf de Mike Nichols, donde un Jack Nicholson licántropo recorre la ciudad en una atmosfera cargada de suspenso provocada enteramente por la música de Ennio Morricone. Eso era, sobre todo, el músico italiano, un creador de atmósferas, de imágenes sonoras que vuelven a nuestra memoria aún antes de las imágenes que acompañaban, al contrario de los truenos donde primero nos azora el fulgor y luego el estruendo. Morricone era un trueno inverso. Descanse en paz.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario