Foto: 65ymás.com
Llevo un rato tratando de iniciar esta columna, pero un
manojo de mensajes de distintos amigos me abruma. Unos luchando en carne propia
con el virus maldito, ya contagiados, enfrentando el escozor de la muerte que
extiende sus tentáculos asquerosos por todo el cuerpo; otra querida amiga desde
Italia, sufriendo el fallecimiento de seres queridos acá en México y padeciendo
las noticias de saber a otros familiares enfermos al mismo tiempo. Parecería que
el covicho nos cierra el círculo y nos deja en la precariedad de la
incertidumbre. Tememos por nuestros seres amados de avanzada edad, para los que
padecen otras enfermedades periféricamente mortales, asustados por escuchar un
estornudo o sentir una punzada en la garganta que en otros momentos sería
desdeñada y que hoy se presenta como un posible augurio maldecido.
Entre esta montaña rusa de desazones y esperanzas la
perspectiva del futuro es cada vez más incierta y postergada sin una fecha
precisa para volver a lo que se ha denominado la “nueva normalidad”. Que
eufemismo más desafortunado; de lo único que podemos tener seguridad es de que
nada volverá a ser normal, ni por asomo. Precisamente ayer, la Flaca escuchaba
un “güebinario” donde el ponente, un terapeuta reconocido, planteaba no una
nueva normalidad, sino una “nueva realidad”.
El bicho desalmado ha sido un hito en la historia moderna
del mundo, una abertura en canal que divide el antes y el ahora de nuestra vida
como núcleos humanos. Cambió la faz de nuestras ciudades volviéndolas por
momentos desiertos invisiblemente contaminados (recuerdo ahora que los
pobladores de la zona de exclusión de Chernóbil no querían dejar sus tierras
porque no podían ver con sus propios ojos aquello que los amenazaba) y poco a
poco han ido evolucionando en territorios a los que nos aventuramos con temor,
por ejemplo, cuando tenemos que salir forzosamente a hacer la compra.
Los espacios públicos se han transformado en la medida de la
afectación que ha tenido y tendrá la nueva realidad de nuestra interacción
humana. Somos seres sociales, que necesitamos del otro, del contacto con los
congéneres para estructurar la percepción que tenemos de nuestro entorno; sin
embargo, la nueva realidad a la que hemos ingresado nos marca constantes y
determinantes límites de acercamiento con otras personas. El uso del tapabocas,
los protocolos sanitarios para ingresar a algún sitio y la sana distancia son
fronteras de cristal que no podremos transgredir y que perfilarán la interacción
humana no solamente de nuestra generación y de la generación de infantes que ya
ha ingresado en un mundo “distante”, sino de las generaciones venideras que
observarán con la misma rareza un reproductor de casets que un apretón de manos
como saludo.
Esa distancia de seguridad nos ha orillado al uso de la
tecnología para continuar más o menos en el mismo ritmo con nuestras tareas
habituales. Hemos descubierto no solo la comodidad de las reuniones sino
también su conveniencia y eficacia para resolver problemas de trabajo sin tener
que movernos. Con seguridad, en nuestra nueva realidad hibrida privilegiaremos
el “jomofis” y las relaciones humanas de oficina quedarán prácticamente
anuladas a menos que nos espere una interacción paulatina y acotada como ya he referido.
Por último, una ventaja; ante la avalancha de expertis
fraudulenta sobre la pandemia (sobre todo por “couchins” de la salud) y la
desinformación sistemática que procura ocultar tras la información del covid,
otros no menos maquiavélicos intereses, hemos comenzado a generar una cautela
sobre lo que leemos, escuchamos, pero sobre todo creemos.
En esta nueva realidad de distanciamiento en el que ya nos
encontramos, preservaremos entonces un abrazo, una palmada en la espalda, un
beso en la mejilla o la palma abierta para los más cercanos, los que siempre
valen la pena el riesgo y no podemos dejar de tocar, como un vestigio de que
fuimos una raza afectiva.
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