Apenas hace un par de días, mi querido y admirado Rafa Pérez
Gay reflexionaba sobre la nostalgia de ir a nadar, la cual le ha provocado el
encierro y la posibilidad nula de regresar al agua para el fortalecimiento
físico y la recreación espiritual; flotar como en una enorme pileta amniótica
como recuerdo vivido del ya lejano vientre materno. Recogiendo esa hebra, sobre
lo que extrañamos en el encierro pandémico, me rodean un par de nostalgias
propias, granjeadas en estos tiempos en que me quedo en casa (más por
preferencia que por obligación) y que salir me provoca un certero temor que no
había experimentado antes en mi vida.
Yo extraño correr y rodar. Mi hija dice que cuando menciono
la palabra “rodar”, se imagina que caigo hecho cochinilla por las escaleras,
aunque sabe perfectamente que me refiero a montar la bicicleta. Los gringos
dicen “saiclin”, la traducción más adecuada sería “bicicletear”, aunque lo más
común en el español mexicano sea “pedalear. Extraño pues, pedalear.
Aunque la actividad no resulta muy riesgosa (según algunos
expertos), la ejecución del “jomofis” no me exige ir a ningún lado. La Bucéfala
(como todo buen ciclista urbano que se respete he bautizado mi bicicleta,
emulando el nombre maravilloso que Alejandro Magno le puso a su equino
predilecto, un azabache oriental), retoza sosegada en el jardín trasero y ha
reiterado su derecho al descanso con una ponchadura en la llanta delantera. Su
uso pues, ha quedado confinado al futuro, tal vez no muy cercano según los
números que va anotándose la pandemia, cuando tenga que volver a la oficina a
realizar mis labores.
Pero la nostalgia que verdaderamente me infringe dolor es la
de correr. He leído un puñado de artículos que describen los riesgos de que, en
el sendero elegido para trotar, una estela de partículas salivales quede
suspendida y sea absorbida por el corredor quien, bufando como bestia herida,
ingiera en una respiración atolondrada que exija abrir la boca; sobra decir que
yo soy el corredor de la boca abierta. Por otro lado, hay quienes sugieren
elegir zonas poco transitadas para que el “raner” no se encuentre con esta
ponzoña flotante, sin embargo, el tiempo estimado de supervivencia y ululación
de las partículas mentadas es de varias horas. Por tanto, en la balanza, gana
ser precavido y estático.
No piense, estimado lector, que no he intentado vencer los
temores. Lo he hecho y me he aventurado a un par de entrenamientos melifluos en
la comodidad del adoquín de las privadas circundantes a mi casa. Han sido
suficiente para enfrentarme al deterioro que el encierro de un poco más de tres
meses ha provocado en mi resistencia. Sin embargo, se extraña la sensación de
libertad que provoca salir a correr, la reticencia inicial de los músculos, el
beneplácito que recorre el cuerpo cuando ya se ha desperezado, el sudor que
empieza a modular la temperatura corporal y que termina como en cascada después
de los cinco kilómetros. Pero sobre todo, se hecha de menos la calma con que se
puede pensar cuando se está en propia, única y correlona compañía; esos
diálogos internos en los que se discuten temas de tal trascendencia que sólo
pueden ser tratados con la razón enteramente puesta en ellos; esas charlas
internas donde salen a relucir las pifias cometidas en el pasado y que nos
siguen haciendo renguear como piedras en los zapatos; o la oportunidad de
describir con detenimiento momentos o personas instaladas en otros tiempos y
que han quedado atrás.
En fin, que es esa mezcla, entre el extenuante cansancio
físico y el descanso interior, lo que de verdad hace falta. También hace falta
beber un trago con amigos o pasear analíticamente por los museos. Pero de esas
otras carencias pandémicas hablaremos en otra mejor ocasión.
Paso cebra
Las calles se han notado pululantes, lo que no esta mal;
pero los cubrebocas lucen descolocados y la sana distancia enfermiza. No
bajemos la guardia ante el maldito bicho corona-virulento. Cuidémonos todos
para vencerlo.
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