En dos días cumplo años. Cuarenta y seis, para ser exactos.
Se dicen más fácil de lo que se cargan, sin embargo, como podrá imaginarse, el
día me significa una franca celebración. A pesar de ser un hombre de pocos
amigos (nulos diría la Flaca no sin sorpresa y congoja), los días de mi
cumpleaños siempre he tenido la fortuna de estar acompañado, me gusta cocinar
una cena especial y brindar por una marca más en la cuenta de la existencia;
una vuelta más al sol, dicen los astronómicos; un capítulo más de experiencias,
dicen los bibliófilos; o un peldaño más en la vida, dicen aquellos que aún no
saben cuánto, a cierta edad, rechinan las rodillas.
Lo cierto es que, desde hace algunos años, en los días que
rodean mi birtdei, me asalta un enjambre de pensamientos sobre esa
extraña e instintiva manía que tenemos los seres humanos por contar el tiempo.
No sólo por contar “nuestro tiempo”, el tiempo que vivimos y encasillarlo, por
ejemplo, en épocas durante las cuales nuestro cuerpo va determinando el
desarrollo con su metamorfosis. Sino también el tiempo como medida arbitraría y
conceptual de algo que va avanzando y que no se detiene; algo que incluso tiene
un valor que se traduce en una ganancia o en una pérdida. El tiempo como medida
de nuestro día; del periodo matutino en que volvemos a soñar entre una alarma y
otra, del intervalo que usamos para lavarnos los dientes o atarnos los zapatos,
de la porción que pasamos frente a la computadora, sentados en la oficina o
embotellados en el tráfico. El tiempo como marcaje de nuestra noche; la
cantidad de descanso que programamos, los momentos que ocupa nuestro cerebro
para el acomodo onírico de nuestros pensamientos, el momento justo en que somos
expulsados del paraíso nebuloso del sueño para arrojarnos desnudos a la
realidad helada de un día por estrenar.
El tiempo es el andamiaje de la memoria, la distancia entre
esto que somo ahora y nuestros recuerdos; hace tanto tiempo que nos conocemos,
hace ya estos años que murió fulano; como un puente colgante que nos conecta
con una de las orillas del acantilado de nuestra existencia y que vemos con
nostalgia desde una orilla que parece real sin que podamos volver los pasos
atrás sobre esos maderos desvencijados y atados por las sogas de la nostalgia.
Pero ¿en verdad ha pasado todo ese tiempo que hemos contado? ¿Por qué aceptamos
a ciegas la cuenta que siguen los almanaques y los relojes? Porque necesitamos
de ese sostén que es el tiempo para sentirnos seguros, como el capitán cuya
única certeza ante la inmensidad del océano es la nave que comanda.
Nadie podría meter la mano en un zafacón lleno de recuerdos
atemporales y sacar memorias sin el oropel del momento en que tuvieron lugar;
aquel primer carrito de metal, aquella muñeca, sin la emoción de la infancia
que enaltezca su valor; las fotos de ese primer viaje por cuenta propia sin la
juventud que sostenga su importancia o el traje usado en una boda que quién
sabe cuándo ocurrió.
El tiempo nos sostiene, nos da rumbo, nos indica hacia donde
mirar según el estado de ánimo en que nos encontremos, da orden al caos que por
momentos se vuelve la vida de cualquiera o nos permite el lujo del
desequilibrio en la tersa disposición de lo que somos.
El tiempo no es oro, es vía férrea, es faro a toda costa, es
vaivén que nos desboca y nos ataja. Nos deja ver, de vez en vez, por la rendija
de los años, cuánto hemos cambiado y cuánto han cambiado quienes nos rodean.
Para colmo nos permite ese pecadillo de mirarnos como hemos sido a través del
tiempo y azorarnos por la sorpresa o el arrepentimiento, según sea el caso.
Hay que decir que todas estas pavadas, no son otra cosa que
la habilidad que he desarrollado para no pasar el día de mi cumpleaños
arrinconado por el miedo que le tengo al deterioro; esa jodida e inexorable
tarea que nos endilgan sin preguntarnos al debutar en este mundo: el envejecer.
Pero de eso charlaremos después, cuando ya me haya hecho un poco más viejo.
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