martes, 4 de noviembre de 2014

Cántame antes de que todo acabe…

Emiliano Páramo

El sábado murió Jacinto Mora… Cuando esperábamos en el hospital a que entregaran el cuerpo, me acerqué para abrazar a sus padres y no atiné a decir algo que realmente no sobrara. A nuestros amigos en común, tampoco pude decirles alguna palabra que sirviera para el momento. ¿Quién realmente puede? Siempre me he sentido un inútil en estos casos: no sé qué decir ni cómo actuar. Algunas veces, cuando mi gente se va camino de la tumba, no hago sino quedarme encerrado en casa, mirando la pared, mientras un nudo gordo me arrincona la garganta. ¿Qué pensarán los que sí fueron? ¿A caso me creerán un ingrato que no quiso acompañarlos?

Esta vez tampoco fui al entierro, pero estuve ahí cuando en la funeraria lo dejaron dispuesto para la caja, aunque no quise mirar a Jacinto así; nada me habría repuesto del dolor, de la impresión de verlo de un modo diferente al de la última vez que lo visité: delgado, sí, pero tal vez como siempre. Se veía bien, a pesar de las noticias. Tenía el pelo más corto que nunca, pero le abundaba la urgencia de que el aguijón del cáncer lo dejara regresar a su vida de antes.

Cuando su madre lloraba, alguien se acercó para consolarla, y ahí, en medio de su dolor, dijo: “No lloro por él; él ya descansó. Lloro por mí…” Nunca sabré que hay más allá de la muerte, sino cuando me toque, si hay algo; pero sé bien qué es lo que se queda tras la caída del que se va. Por eso entiendo las lágrimas de los que nos quedamos. Egoísmo, escuché decir alguna vez. ¿Y qué más da si es egoísmo? A ese lugar sin nombre donde se halla el que ha perdido, ¿quién puede venir a cuestionar nuestra congoja? Siempre es por nosotros, es cierto, pero también de eso se trata la vida. Ojalá nunca se tratara de eso la muerte. Hoy que escribo, también es por mí, por el dolor, por la rabia, por ese “no entender” que me carcome los sentidos y me arranca los signos que en los ojos de mis muertos un día brillaron para levantarme.

Hace unos años, mi abuela me contó de la tristeza feroz que le había causado la muerte de Pedro Infante; mis tíos la recriminaron por haberle llorado más que a su propia madre. ¿Qué sabían ellos de ese dolor? Claro que tampoco era por Pedro, era por ella que enviudaba junto a otras miles por toda la república. En el corazón no se manda. Cada uno llora en sus propios modos, a sus muertos, y cada muerto nuestro representa una estocada brutal. Ni siquiera depende de la sangre que nos traba; depende sobre todo de la historia que nos une y nos nombra. Yo lloré la muerte de Mercedes más que la de mamá, y un poco menos de lo que lloraré si Nolo se muere antes que yo; más le vale que no se me adelante, porque entonces nadie sabrá los huapangos que he elegido para que St´aku me despida cantando.

Claro que se trata de mí, del susto que más de una vez me ha puesto la muerte con su acecho; de la rabia que me da que la parca elija para llevarse a mis amigos, antes que a los del presidente. ¿Cómo será sentarse a compartir la mesa y las palabras, ahora que Jacinto no está? ¿Quién va a venir servir café con leche y bolillos tibios, a esta mesa donde reposa su ausencia? ¿Cuántas veces José Alfredo va a cantar sin que a mi amigo se le olvide la letra, desafine y llore por “la que se fue”? Ni “El Rey” compuso una canción que ayudara a transitar los días que han seguido a su sepelio; hoy es él el que se fue, el que no está, el que duele como si nos hubieran matado a todos, pero separados, cercenados, descoyuntados del que fuimos cuando estábamos juntitos y nos reconocíamos en los otros, como si entre todos fuéramos uno, y no sólo la horda de cabrones que jugaban a inventar “el mejor de los mundos imposibles”, mientras entre copas y tabaco la vida se nos iba sin previo aviso, porque nadie nos anunció de fijo el cáncer, la cirrosis o la sobredosis.

Jacinto murió en uno de los escenarios que más me asusta para que ocurra mi propio final: en un cuarto de hospital. Aunque cuando uno muere, ningún espacio alcanza a ser un buen lugar, pero quisiera que cuando vengan a buscarme con un xoloscuitle en la mano, me encontraran cerquita de mis amigos, mis amores y la música de mi pueblo que tantas veces me levantara del desahucio. Por eso, cántame un huapanguito, mi niña, dime unos versos que me convoquen más vida, porque esta cabrona que me queda se me quiere ir de golpe, entre dolor, soledumbre y patas chuecas. Cántame “La Petenera”.

Jamädi…

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